Black Lives Matter: Protesta y división en los Estados (des) Unidos de Trump
La inédita ola de protestas que ha sacudido a Estados Unidos tras el asesinato de George Floyd en mayo de 2020, bien puede registrarse como el movimiento social más grande de ese país. El video del asesinato de Floyd, con el cuello oprimido durante más de ocho minutos por la rodilla del oficial Derek Chauvin, policía de Minneapolis, clamando que no podía respirar y llamando a su madre, es triste e indignante, y sin embargo, consistente con patrones profundamente arraigados de violencia racista en contra de la población afroamericana por parte de la policía. Más aún, el asesinato de Floyd ocurrió luego de otras muertes trágicas: Ahmaud Arbery fue baleado mientras hacía ejercicios en un pequeño pueblo de Georgia por vigilantes en febrero; Breonna Taylor fue asesinada en su propia casa en Louisville cuando la policía ingresó a su apartamento en busca de un sospechoso.
Muertes similares provocaron el nacimiento del movimiento Black Lives Matter hace siete años. El asesinato de Trayvon Martin, Eric Garner y Michael Brown en 2013 llevó a un pequeño grupo de activistas a utilizar la etiqueta #BlackLivesMatter en redes sociales. A medida que el movimiento ganaba impulso y organización, se unieron a él atletas de alto perfil como Colin Kaepernick, quien asumió la causa en 2016. Los activistas de este movimiento organizaron contramanifestaciones en Charlottesville, Virginia, cuando supremacistas blancos se reunieron en una concentración para "Unir a la Derecha". Desde la elección de Donald J. Trump y la intensificación de las divisiones raciales en los Estados Unidos, Black Lives Matter se ha convertido en un movimiento global por la justicia racial.
El punto más alto se alcanzó en el verano de 2020. La muerte por tortura de Floyd provocó uno de los cambios más dramáticos en la opinión pública registrados por las encuestadoras. Hasta 26 millones de personas se han unido a las protestas. A menudo, los manifestantes recibieron el apoyo y el estímulo de alcaldes, gobernadores, funcionarios electos progresistas y, en casos excepcionales, incluso funcionarios encargados de hacer cumplir la ley. En Washington DC, el alcalde Muriel Browser renombró un tramo de dos cuadras de la Calle 16 -que conduce a la Casa Blanca- como Black Lives Matter Plaza, y mandó escribir dicha consigna en letras amarillas que son visibles incluso en Google Earth.
La gran cantidad de apoyo a Black Lives Matter fue un repudio conmovedor del racismo y la violencia, pero puede ser insuficiente para evitar que Estados Unidos llegue a una situación de violencia generalizada. Las complejas raíces del racismo y la violencia contra la población afroamericana se remontan a los legados de la esclavitud, la traición de las promesas de reconstrucción posterior a la Guerra Civil, las leyes de Jim Crow y la segregación legal, la "Guerra contra las Drogas" de Nixon, la instauración de un Estado carcelario, la militarización en la aplicación de la le así como, la creciente desigualdad bajo el neoliberalismo. El efecto acumulativo de estos mecanismos de perpetuación de la supremacía blanca ha sido debilitar la visión de la integración racial y la justicia que surgió del movimiento de derechos civiles de la década de 1960.
La comunidad afroamericana -y, en menor grado, la comunidad latina- han sido criminalizadas y privadas de sus derechos: están masivamente sobrerrepresentadas en la población carcelaria y sus derechos de voto son infringidos debido al encarcelamiento (lo que se conoce como “privación del derecho al voto por delitos graves”). Esto es importante porque, además, el estigma y el miedo alimentan las bases sociales del Partido Republicano, gran parte de las cuales se sostienen sobre estereotipos racistas que son continuamente reforzados por políticos de derecha, Fox News y otros medios. Desde su púlpito presidencial, Trump ha contribuido a la violencia y el racismo contra la población afroamericana y se ha beneficiado del malestar consiguiente. No es el primer demagogo que juega con los prejuicios y la intolerancia, pero pocos pueden igualar su capacidad.
Una personalidad ensimismada y narcisista puede impedir el manejo competente de una pandemia, pero eso no es un inconveniente cuando se trata de echar culpas y fomentar el acoso racial. Lo que es realmente inquietante sobre el ascenso al poder y el enfoque del gobierno de Trump es que ha construido una base política de partidarios que abrazan o ignoran deliberadamente la retórica racista y misógina que usa, y, más aún, legitima su propia ignorancia e intolerancia. En lugar de unificar y sanar al país, Trump busca dividirlo. Lo hace porque es funcional a los intereses de su clase. Cuando defiende los nombres de las bases militares y las estatuas de traidores derrotados, los mediocres perdedores de una verdadera carnicería estadounidense, la Guerra de Secesión, está haciendo lo que siempre han hecho los oligarcas racistas. Como dijo Martin Luther King, está alimentando a sus seguidores con “Jim Crow”:
Si se puede decir de la era de la esclavitud que el hombre blanco tomó el mundo y le dio al negro Jesús, entonces se puede decir de la era de la Reconstrucción que la aristocracia sureña tomó el mundo y le dio Jim Crow al pobre hombre blanco. Le dio Jim Crow. Y cuando su estómago arrugado clamó por la comida que sus bolsillos vacíos no podían proporcionar, se alimentó de Jim Crow, un pájaro psicológico que le decía que por muy mal que estuviera, al menos era un hombre blanco, mejor que el hombre negro.
King entendió que nada amenazaba tanto el statu quo como una amplia coalición —hombres y mujeres, personas de todas las razas y religiones, rurales y urbanas— con un compromiso compartido con la justicia y la igualdad. Dicha coalición amenazaría lo que Trump realmente representa: el poder y los privilegios de una oligarquía que solo puede sobrevivir a través de la división y la polarización. Sólo mediante una continua campaña de miedo los intereses oligárquicos pueden asegurar los votos de aquellos cuyos propios intereses socavan. Solo alimentando continuamente su base con mentiras sobre el "estado profundo" (deep state), sobre las amenazas a la posesión de armas, sobre las mujeres, las minorías y los inmigrantes que les quitan puestos de trabajo y oportunidades, las fuerzas oligárquicas pueden evitar el surgimiento de una nación consistente con sus aspiraciones fundacionales: que todas las personas son creadas iguales y tienen derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
En esta coyuntura, el Partido Republicano se ha convertido en una insurgencia antisistema empeñada en la destrucción de la democracia estadounidense. Un partido sin compromiso con los principios, normas, leyes, el debido proceso o la verdad. Uno que contribuye a la disfunción del gobierno y luego culpa al gobierno de lo disfuncional. Desde la era Reagan cuando menos, el partido ha abandonado el compromiso con la economía mixta que surgió después de la Segunda Guerra Mundial y que favoreció una prosperidad compartida y sostenida. El partido ha abrazado plenamente la ideología neoliberal de que menos gobierno siempre es mejor. Sin embargo, menos comentado es que el neoliberalismo en los Estados Unidos ha sido motivado y reforzado por el racismo.
El racismo ayuda al neoliberalismo porque las políticas redistributivas ayudan a las minorías a salir adelante. Como dice Arlie Hochschild, los partidarios blancos conservadores del Tea Party creen que han sido abandonados por el gobierno federal; pero no culpan a las grandes corporaciones por capturar al gobierno e imponer políticas que han ampliado la brecha de ingresos y reducido la movilidad social. En cambio, han fomentado un sentimiento de agravio respecto a la cultura en general: “Sienten que sus creencias culturales son denigradas por la cultura en general. Sienten que son vistos como sureños, que viven en una región que está siendo desacreditada. Muchos de ellos son profundamente devotos, pero ven que la cultura en general se vuelve más secular. Y luego ven que esta trampilla que solía afectar económicamente solo a los negros y a la gente de una clase por debajo de ellos, ahora se está abriendo y devorando a ellos y a sus hijos también”.
Durante décadas, los políticos republicanos han preparado a sus bases para odiar y temer a las minorías. Se han opuesto a la acción afirmativa, los programas redistributivos y los “intereses especiales”, todos los cuales se han convertido en palabras clave para ayudar a las minorías a salir adelante. Por ejemplo, Reagan propagó el mito racista de la welfare queen ("reina del bienestar") que embaucaba a las políticas redistributivas, mientras que la idea del hombre negro como un “superdepredador sexual” se originó con el Manhattan Institute, un centro neoliberal y negacionista del cambio climático reaganita. Incluso la libertad de elección, valor central de la ideología neoliberal, tiene un tinte racista. Como Nancy MacLean ha documentado cuidadosamente, los primeros defensores del pensamiento neoliberal en los Estados Unidos apoyaron la privatización de la educación pública en parte porque se oponían a la integración racial de las escuelas. En resumen, el racismo ha sido durante mucho tiempo una barrera no solo para el desarrollo de la socialdemocracia en los Estados Unidos, sino también para la educación básica, la atención médica y otros servicios públicos. En pocas palabras, el racismo y el neoliberalismo van de la mano.
Esto nos lleva a un rompecabezas central en la política estadounidense actual: ¿Por qué el Partido Demócrata no puede generar una alternativa convincente a las políticas extremistas, racistas y antidemocráticas de los republicanos? Con el mediocre Joe Biden como su candidato, y las crecientes divisiones internas entre socialistas democráticos como Bernie Sanders o Alexandria Ocasio-Cortez y el liderazgo del partido, el Partido Demócrata tiene problemas para capitalizar el activismo de los movimientos sociales. Líderes como Hillary Clinton han sido notablemente sordos (Clinton incluso ha enfrentado críticas por decir que "Todas las vidas importan" y en el pasado ha utilizado la retórica de los "superdepredadores").
En lugar de impulsarse hacia adelante, los demócratas luchan por equilibrar la necesidad de tranquilizar a los votantes suburbanos moderados y fáciles de asustar mientras dinamizan una base cada vez más radicalizada. Más aún, algunos estrategas demócratas buscan ganarse a los republicanos descontentos en lugar de mantener su propia base, una estrategia que se remonta a la adopción del neoliberalismo y el abandono de la clase trabajadora por parte del Partido mientras cultivaban aliados en Wall Street. Esto ha dejado a gran parte de la clase trabajadora compartiendo la sensación de abandono que impregna el sur profundo.
Para comprender cómo funciona esta dinámica, considere Kenosha, Wisconsin, donde viven mi hermana y su familia. Kenosha, una tranquila comunidad donde habitan unas cien mil personas, solía ser una ciudad de fabricación de automóviles. Ahora es principalmente una comunidad de paso para personas que trabajan en Chicago, a un par de horas en tren. Tiene una universidad de humanidades y un parque industrial. Aproximadamente las tres cuartas partes de la población es blanca, la mayoría del resto son afroamericanos y latinos. Kenosha parecía un punto poco probable para la explosión de tensiones raciales en los Estados Unidos, a menos que uno mirara bajo la superficie. Hace unos años, después de un robo, el sheriff del condado de Kenosha expresó el tipo de opiniones duras contra el crimen que sugieren un problema más profundo en las interacciones raciales. Aunque más tarde lamentó su elección de palabras, estas fueron reveladoras: "Estas personas tienen que ser acopiadas", dijo, "tienen que desaparecer".
Esto es importante porque fue en Kenosha, en agosto, donde la policía le disparó a Jacob Blake por la espalda cuando abandonaba la escena de un altercado e intentaba entrar en su automóvil. La matanza desembocó en varios días de protestas, durante las cuales se quemaron vehículos y se dañaron edificios gubernamentales y comercios. Se llamó a la Guardia Nacional para restablecer el orden y empezaron a aparecer grupos armados de vigilantes, incitados por un exconcejal. Su presencia fue bienvenida por la policía en Kenosha, y uno de los vigilantes, Kyle Rittenhouse, de 17 años, presuntamente disparó y mató a dos manifestantes.
Cuando el presidente Trump visitó Kenosha no habló con la familia Blake, sino que elogió los esfuerzos de la policía local y ofreció más fondos para la vigilancia y la reconstrucción de negocios. Atacó a la "Antifa", los criminales, los inmigrantes ilegales y deploró la anarquía en las ciudades controladas por los demócratas, pero sugirió que el vigilante asesino había actuado en defensa propia.
La visita de Trump fue controvertida: tanto el alcalde de Kenosha como el gobernador de Wisconsin le dijeron que se mantuviera alejado. Pero como dijo un residente blanco mayor y de clase trabajadora: "Es la primera vez en una semana que mi esposa y yo sentimos que podríamos acercarnos al centro de la ciudad .. . Envía el mensaje correcto sobre quién está a cargo y quién debe retirarse, de qué tipo de país se supone que debe ser y cómo debe comportarse la gente". Continuó reflexionando sobre la política más amplia de la visita, diciendo: "Si las imágenes que la gente va a ver de Kenosha en la televisión, todos los negocios tapiados y las barricadas, ayudan a los estadounidenses a recordar eso, y eso empuja los votantes a apoyar la reelección de Trump, entonces la visita de Trump fue ciertamente lo correcto".
Para otros, como el alcalde de Kenosha, las protestas fueron una llamada de atención y una oportunidad para la deliberación pública de reformas. Puede que Kenosha no esté tan segregada como Chicago o Milwaukee, pero tampoco es inmune a la discriminación racial y la violencia contra los negros. Mi cuñado, Temple Burling, espera que el alcalde “pueda conseguir que suficientes kenoshianos se preocupen lo suficiente como para realmente hacer el trabajo de mirarnos a los ojos y enfrentar las complejidades y las verdades dolorosas que debemos reconocer como ciudad, estado y país." Eso es poco probable con Trump en el cargo.
De vuelta en Washington, Trump redobló su retórica incendiaria. Tachó la teoría crítica de la raza como "propaganda divisiva y antiamericana" y defendió la "educación patriótica" mientras minimizaba los legados de la esclavitud. Como dijo el New York Times, "el presidente ha hecho cada vez más de las invocaciones a las quejas de los partidarios blancos una pieza central de su campaña de reelección". Si postularse como defensor de la "América blanca" es una propuesta ganadora es una cuestión importante. A menos que Estados Unidos pueda encontrar una manera de aceptar su pasado y presente racista, pasará a la historia como prueba de que el poder y la riqueza no significan nada si los ciudadanos de una nación no pueden ponerse de acuerdo sobre cómo vivir juntos.
Epílogo
¿Fue una propuesta ganadora apelar a la sensación de agravio de los electores blancos? Lamentablemente, la respuesta tiene que ser “casi”. No hubo una ola azul. A los republicanos les fue bien en la Cámara de Representantes, el Senado, las legislaturas estatales y las gobernaciones. Donald Trump ganó 70 millones de votos, perdiendo votos del Colegio Electoral por estrechos márgenes en varios estados claves. Las elecciones del 2020 pueden haber sido una derrota humillante para Trump pero, si bien no fue reelegido como pasa normalmente con presidentes en ejercicio, no puede quejarse de la lealtad de su base electoral.
La base de electores de Biden salió a apoyarlo con más de 75 millones de votos. Sin duda, el movimiento #BlackLivesMatter ayudó a movilizar la base demócrata, pero a la vez asustó a los partidarios de Trump, quienes aceptaron su retórica de “ley y orden”. Y el intento de pintar a Biden como en deuda con socialistas dentro del Partido Demócrata, por extraño que sea, aparentemente resonó entre los votantes latinos conservadores, especialmente entre ciertos sectores cubanos y otros sudamericanos, pero no tanto entre los mexicanos o centroamericanos.
Los demócratas tendrán un gran reto en unir sus bases. Pero, más aún, deberán usar todos los medios disponibles para resistir la agenda republicana de controlar los tribunales, manipular distritos electorales, erosionar los derechos de voto, suprimir el voto y bloquear legislación en el Senado (filibuster). Los demócratas deben abogar por una agenda a largo plazo que incluya: la abolición del colegio electoral, la ampliación de la corte suprema y la limitación de los plazos de sus jueces, reforzar los derechos del votante, reducir el poder del dinero en las campañas, y poner fin al obstruccionismo en el Senado. Los demócratas deben repudiar en todo momento intentos de los republicanos de construir un sistema de dominación minoritaria etno-nacionalista y ofrecer, en cambio, una visión alternativa de democracia pluralista, multicultural e igualitaria.
Los gringos están tan divididos entre republicanos y los demócratas que se odian entre ellos. Esta extrema polarización debilita la democracia e impide alcanzar la justicia social. La solución no es intentar apaciguar a los políticos republicanos. El presidente electo tendrá que trabajar con los republicanos que probablemente controlarán el Senado, pero no debe rendirse ante su agenda.
Construir la amplia y plural coalición imaginada por Martin Luther King será el trabajo de varias generaciones. Quizás por esa razón eligió a una mujer de color más joven como vicepresidenta.