Perú, un país sin tradiciones liberales
El texto siguiente es más una reflexión sobre nuestra historia que una exposición histórica propiamente tal. Me atreveré, por tanto, a presentar enunciados sin detenerme a probar su fundamento historiográfico.
En los albores del Perú independiente, el Convictorio de San Carlos, sabiamente dirigido por Toribio Rodríguez de Mendoza, era un semillero de liberalismo. Exponente señero de esta perspectiva política y social fue Faustino Sánchez Carrión, a través de sus conocidos escritos e intervenciones políticas. Pero el terreno cultivado con esmero por “El solitario de Sayán” fue transitado en el siglo XIX sólo por personalidades sueltas, como Francisco Javier Mariátegui, Benito Laso, Francisco de Paula González Vigil (éste último con su farragoso estilo) y pocos más. Se impuso pronto la perspectiva de otro director del Convictorio, Bartolomé Herrera, continuador de las propuestas conservadoras del primer debate sobre la forma de gobierno más conveniente para el Perú. Herrera, desde el púlpito, el aula, la curul, el ensayo y otros medios, difundió una perspectiva providencialista y elitista para revalorar la conquista y la colonización, tratar de sentar las bases ideológicas del tradicionalismo peruano y legitimar el copamiento del poder por los herederos y sostenedores de la colonialidad.
Fuera de ciertas huellas en algunas acciones y expresiones legales y hasta constitucionales, el liberalismo del siglo XIX peruano quedó rezagado, mortecino, enclenque, incapaz de dejar asentadas tradiciones liberales en alguno de los componentes básicos de la vida en sociedad: las estructuras y relaciones sociales (el mundo al que la actual filosofía política llama “lo político”), las variadas expresiones del mundo simbólico (provisoras de sentido y de legitimación a las acciones sociales y políticas) y “la política” propiamente tal (encargada de escenificar, representar y articular intereses para normar y hacer llevadera la convivencia).
Es cierto que el tradicionalismo providencialista tuvo más éxito que el liberalismo, pero es también cierto que, en general, el mundo simbólico e ideológico de la sociedad “letrada” de la primera mitad del XIX (que incluye arte, literatura, pensamiento, memoria histórica, etc.) fue tan pobre que no hubo manera de proveer de una legitimidad convincente a las formas de convivencia, ni fue posible construir consensos duraderos ni lealtades permanentes. La inestabilidad en “la política”, eso que conocemos como golpes de Estado, militarismo y asalto permanente al poder, no es sólo fruto de ambiciones incontroladas y de la “sagrada hambre de riqueza” (Weber), sino la expresión escenificada, por un lado, de la ausencia de solidez y cortedad de miras en el diseño y construcción de “lo político”, y, por otro, de la pobreza del mundo simbólico “oficial”, aquel tenido en cuenta para legitimar y proveer de sentido a la acción social y política.
Desde mediados del XIX, por circunstancias conocidas, fue formándose y haciéndose visible una nueva categoría social, la de los profesionales con formación escolarizada y secularizada (médicos, arquitectos, ingenieros y técnicos; los clérigos, abogados, militares y literatos venían de antes). Antiguos y modernos se unieron alrededor de dos publicaciones periódicas emblemáticas, El Progreso Católico (antiguos) y La Revista de Lima (modernos), y desde ellas y otros medios pugnaron unos, los antiguos, por mantenerse en el poder material y simbólico, y otros, los modernos, por fortalecerse corporativamente y abrirse paso en el espacio público. El proceso, pese al batacazo de la guerra con Chile, fue madurando a lo largo de la segunda mitad del XIX y primeras décadas del XX y se consolidó, por ejemplo, para el caso de los ingenieros, arquitectos y técnicos, con la creación de escuelas técnicas y de ingeniería, la formación de cuerpos oficiales de ingenieros y de asociaciones privadas (como la Sociedad de Ingenieros del Perú) y el surgimiento de nuevas instituciones, entre las que sobresale el Ministerio de Fomento. Órganos de expresión fundamentales de este sector fueron los boletines de las escuelas, organismos públicos y del nuevo ministerio y, muy especialmente, Informaciones y Memorias, la publicación mensual de la Sociedad de Ingenieros del Perú. Mientras esto ocurría en el ámbito de los ingenieros, arquitectos y técnicos, en el mundo de la salud se producían igualmente procesos de modernización empujados por médicos de sólida formación y anchura de miras. Tanto unos como otros tuvieron que dar una pelea sostenida para que la sociedad y el Estado confiaran en los profesionales.
La etapa de institucionalización y modernización que se abrió con la (desacertadamente llamada) “República Aristocrática” no es pensable sin la presencia de los profesionales e instituciones a los que acabo de aludir. Médicos, ingenieros, arquitectos y técnicos comenzaron a ocupar puestos públicos, contribuyeron a mejorar algunos servicios del Estado, impulsaron y facilitaron la inversión privada, se esforzaron por articular el territorio y dotarlo de infraestructura, participaron en los debates sobre la incorporación de migrantes y, algunos de ellos, fueron llamados a hacerse cargo de ministerios y a participar en las elecciones de representantes.
La política comenzó a “tecnificarse”, a adquirir el rostro de la profesionalidad, compuesta por miembros “con apellido” y por gente de capas medias. Hasta puede uno aventurarse a dejar sugerido que la profesionalidad fue abriendo y construyendo un tipo de mundo (“lo político”) diferenciado del de “la política”. Constituyó, sin embargo, un problema no debidamente enfrentado el hecho de que los profesionales portadores de la modernidad arrastraran, además, no pocas vigencias tradicionales. Lo tradicional se manifestó en la primacía que se dio al liberalismo económico por sobre el liberalismo en lo social, político y cultural. Quedó, por eso, como herencia un liberalismo trunco, inmaduro, empobrecido, cristianizado, una modernidad sin aristas que no solo toleraba la tradición colonial, sino que convivía armoniosamente con ella, mientras explotaba, inmisericorde, al llamado “Perú tradicional”. Por ésta y otras razones, me atrevería a rebautizar esta época poniéndole el nombre de “Modernidad trunca”, una modernidad que consolida el sometimiento del llamado “Perú real” o “Perú tradicional” al “Perú oficial” o “Perú moderno”.
El panorama de posibilidades ideológicas se ensanchó al terminar la Segunda Guerra Mundial, pero, en el Perú, las viejas oligarquías se valieron de Odría para estrecharlo. Al final de esta nueva dictadura, las capas medias profesionalizadas, en compromiso con la burguesía industrial urbana, recogieron ideas del liberalismo clásico, del socialcristianismo y de la socialdemocracia europea, las revistieron con algún ropaje autóctono y consiguieron ganar, no sin dificultades, el consenso social. Instalada la profesionalidad por primera vez en el poder político, con el arquitecto Belaúnde como presidente, se vio sin embargo impedida de llevar a cabo su tardía y tímida propuesta liberal. Se lo impidió una renacida oligarquía que contó con el apoyo de un aprismo ya claudicante. Por circunstancias que no examinaremos aquí, se perdió durante el primer gobierno de Belaúnde la última oportunidad de poner en marcha una propuesta de corte liberal que abarcara no sólo el ámbito de “la política”, sino el de “lo político” (sociedad y relaciones sociales), lo simbólico y el mundo de la vida. Después vino lo que vino: el empeño autoritario por cortar de raíz las causas de las injusticias ancestrales a través de impactantes reformas estructurales (Velasco), el desmontaje de las reformas acompañado de guiños a los mandamases locales y globales (Morales Bermúdez, Belaúnde), la desastrosa aventura alanista (García) y, finalmente, el abandono complaciente en los brazos del neoliberalismo (Fujimori).
Y ahí nos quedamos, en “piloto automático”, con el bien cultivado temor de que algún “antisistema” salte a la palestra y nos encarrile hacia la barbarie. Hasta el cansancio se nos repite que hay solo dos caminos: “piloto automático” o barbarie. Es nuevamente la puesta al día del dilema civilización/barbarie (cosmos/caos) al que han recurrido todos los autoritarismos con la pretensión de sustituir, a lo bruto, a la razonable oposición liberalismo/socialismo, que sí estuvo presente, en décadas ya viejas, en el panorama internacional de opciones culturales, sociales y políticas. A esta última oposición –lo sabemos bien- las raíces le vienen de la condición humana misma, tendiente a lo individual o cercanamente familiar, por un lado, y a lo social, por otro. No es raro, por eso, que para pensar formas dignas de convivencia humana, el debate contemporáneo se haya centrado en asuntos como la construcción de consensos, la acción comunicativa, el comunitarismo, el liberalismo, la comprensión del otro, la gestión de la diversidad, etc.
Con este breve recorrido por nuestra historia política desde la independización hemos pretendido únicamente hacer caer en la cuenta de que carecemos de una tradición liberal debidamente asentada en la política. No podemos exhibir, por ejemplo, a un solo pensador liberal de talla mayor, como sí lo podemos hacer en otros campos. Esta carencia medular del mundo de la política está, naturalmente, relacionada con una débil presencia de las vigencias del liberalismo tanto en el ámbito social como en el cultural y en la vida cotidiana, pero de esto no voy a ocuparme ahora. Interesa más subrayar que la débil presencia del liberalismo en la política nos viene de antiguo. No nos gusta reconocer que, en el paso del siglo XVIII al XIX, carecimos de una burguesía ilustrada (liberal) y suficientemente empoderada para promover, implicarse y conducir el proceso (militar, cívico y político) de independización, o con las competencias (cognoscitivas, actitudinales y procedimentales) para diseñar y hacerse cargo de la construcción de una república no solo independiente, sino incluyente y realmente liberadora. Quedó, así, constituida una república con graves deficiencias de diseño, fallos estructurales de construcción y sin voluntad ni herramientas para iniciar un proceso, por un lado, de desmontaje de la colonialidad metida en el alma y visible en las estructuras y relaciones sociales, y, por otro, de ampliación de la participación ciudadana, de construcción de consensos, de cultivo esmerado de lealtades, de gestión acordada de las diferencias, etc.
Lo que ocurre hoy en el Perú, cuando se destierra a la ética del mundo de la política y el interés privado o grupal se impone a golpes sobre los intereses públicos, es, a mi ver, una manifestación más de la carencia medular de espíritu e instituciones realmente liberales en nuestras tradiciones. Añado, para terminar, que no pienso de ninguna manera que el liberalismo sea la panacea, pero sí considero que una importante dosis de liberalismo es fundamental para gestionar con cordura la convivencia humana.