Mario Vargas Llosa, intelectual público
Desde Pullman (Washington), el 20 de enero de 1969, Mario Vargas Llosa le escribió al mexicano Carlos Fuentes: “En el Perú la confusión política adquiere niveles paranoicos. Los generales se van a quedar en el poder muchos años y cuentan con el apoyo de la izquierda, que proclama a diestra y siniestra que el régimen es nacionalista y antiimperialista, lo que es un disparate apocalíptico. Pero ni siquiera se puede atacar a los generales, porque sería hacer el juego a la extrema derecha que capitanea la oposición. En vista de este caos he decidido no regresar al Perú.” 1
Es un análisis de coyuntura política, no literario. En él, el escritor no sólo ofrece su mirada sobre el momento presente, sino, también, y, quizás sobre todo, busca precisar su propia ubicación de crítica al gobierno militar de Juan Velasco Alvarado así como frente a la extrema derecha, que se opone a él. Por ello, su decisión es no venir al Perú; sabe que su opinión será requerida y no desea que su distancia del velasquismo se convierta en arma de la derecha. Vargas Llosa es consciente de que es un intelectual público y de la relevancia que adquiere su palabra.
La figura del intelectual público es un producto de la Modernidad y del Iluminismo. El triunfo de la Revolución Francesa remeció la inmutabilidad de las convicciones religiosas y colocó al sujeto de ideas en el centro de las discusiones del ágora. Hacia fines del siglo XIX, se consolidaría el intelectual público, durante el llamado Caso Dreyfus. Intelectuales, escritores y periodistas comandados por el escritor Emilio Zola, emergen como guías de la opinión pública defendiendo los valores generales, alejados de las pasiones políticas. Esto cambiaría radicalmente con la Gran Guerra, cuando el intelectual de valores generales se tornaría en uno involucrado en los enfrentamientos políticos e ideológicos, especialmente después del triunfo de la Revolución Soviética. Ya era imposible permanecer indiferente ante los conflictos sociales; se debía tomar posición, comprometerse. El intelectual comprometido lo encarnó el filósofo Jean Paul Sartre, dueño de la palabra y guía de la acción.
En América Latina el momento seminal para que el intelectual público adquiriera notoriedad fue el boom literario, luego de la Segunda Guerra Mundial, en plena Guerra Fría, en medio de luchas de liberación nacional y, especialmente influyente para nuestros países, el triunfo heroico y romantizado de la Revolución Cubana, que dividiría el campo literario latinoamericano y lo convertiría en campo ideológico.
Vargas Llosa —uno de los pilares de la explosión literaria latinoamericana—, es el intelectual público más polémico en el Perú. Desde su legitimidad adquirida como escritor, aprovecha la tribuna pública para dirigirse a la sociedad en general e incidir en el terreno político. Comunista de joven, estudiante universitario, periodista y escritor, Vargas Llosa en un inicio apoyó decididamente al socialismo y al gobierno de los barbudos de Sierra Maestra. Sus novelas, como Conversación en La Catedral, son críticas severas de la realidad nacional y la oligarquía dominante. Sus palabras tienen tono de imperativo moral, muy propio de los intelectuales que, de una u otra manera, intervienen en la política. En sus artículos periodísticos, fustiga el orden político y sostiene como salida el socialismo. Es un agonista en la lucha por el poder, aunque hombre de ideas antes que de organizaciones partidarias.
En tanto intelectual público, Vargas Llosa se comunica con la sociedad fundamentalmente por medio de la palabra escrita (libros, ensayos, artículos periodísticos), pero gracias a las innovaciones en los medios de comunicación también apelará a la palabra hablada y a la imagen (radio y televisión), no así a las redes virtuales que si bien permiten ampliar y diversificar al público, quitan terreno al intelectual público. Esto es parte de la nueva cultura o civilización que Vargas Llosa critica.
Sentando con vehemencia sus ideas —que variaron con el tiempo—, con la vanidad de sentirse depositario de la verdad iluminadora, Vargas Llosa pasó de exaltar la igualdad y la justicia social, a priorizar la libertad (sin negar sus vinculaciones). Su prelación de valores se relaciona directamente con el cambio radical de ubicación ideológico-política: de ser de izquierda internacionalista a convertirse en el ideólogo de la derecha global.
El reconocimiento literario le proveyó al Vargas Llosa socialista la legitimidad para explicitar su defensa del cambio social. Discípulo de Sartre, se comprometió con el apoyo a la Revolución Cubana entendiéndola como el anuncio de una nueva época en los países latinoamericanos que buscaban liberarse de las oligarquías y del imperialismo, los mayores obstáculos en la conformación de sociedades justas. Por diversos sucesos, se apartaría del socialismo y dejó de consideralo la solución a las desigualdades de América Latina.
Desde fines de los años setenta, pero especialmente en los ochenta, el compromiso ideológico de Vargas Llosa sería con la doctrina liberal que identificaba con “las formas más avanzadas de la cultura democrática”, porque afirma que ha posibilitado “los derechos humanos, la libertad de expresión, los derechos de las minorías sexuales, religiosas y políticas, la defensa del medio ambiente y la participación del ciudadano común y corriente en la vida pública” (El llamado de la tribu). Para lo que no tuvo discurso fue para conciliar el liberalismo político con el liberalismo económico. Priorizó la libertad de mercado y fue concesivo con los gobiernos de Thatcher y Reagan, quienes minimizaron el papel del Estado a favor del mercado a costa de vulnerar derechos de los trabajadores y de ejercer el poder con dureza para imponer el “orden”. Para el escritor lo fundamental era combatir a la izquierda y al colectivismo.
Como intelectual público, Vargas Llosa se autoimpone el ser guía de la sociedad en tanto poseedor de un saber que los demás sólo pueden descubrir por medio de su palabra. Considera que sus cambios ideológicos deben ser seguidos por los demás. En ese sentido, Vargas Llosa valora su paso del socialismo al liberalismo como esencialmente correcto y se arroga el derecho de criticar rudamente a los que no siguen sus pasos, convirtiéndolos en adversarios sin concesiones. El intelectual converso —y Vargas Llosa lo es— siempre es más dogmático y radical en sus nuevas convicciones; desde ese mirador pretende ser profeta que conduce a la multitud.
Identificando al socialismo como totalitarismo, y ya desde su credo liberal, Vargas Llosa pontifica sobre diferentes temas, desde los más abstractos hasta los más prácticos e inmediatos. Embate contra enemigos políticos, que usan el término “neoliberal”, acusándolos de crear un fantoche para esconder las virtudes liberales, pasando por alto que integra el lenguaje académico del Oxford English Dictionary. Sostiene que la base de la cohesión social es la libertad individual y no la vida comunitaria, afirma que el mercado, y no el Estado, es la fuente de la vida social. Niega la intromisión del Estado en la economía, afirmando que el mercado es “el motor del progreso”, sin considerar que el Estado es la institución que puede controlar las consecuencias producidas por la competencia de individuos egoístas.
Denuesta al nacionalismo —“religión laica”—, describiéndolo como un sentimiento propio de seres egoístas y arcaicos, “aberración que ha hecho correr mucha sangre”, propiciador de racismo y enemigo de la cultura. Afirmación sectaria que no toma en cuenta que hay nacionalismos integradores y nacionalismos imperialistas, como distingue otro intelectual liberal, Isaiah Berlin. También critica a la religión: “Nada atrae a la locura (ni la excita tanto) como la religión”, afirma, y entiende que las personas que asumen una fe es porque la “pura cultura no les basta. Nos basta a una minoría, la gran mayoría necesita una religión”; no niega su importancia en la identidad latinoamericana, pero rechaza que las instituciones religiosas tengan alguna injerencia en el Estado. Considera al nacionalismo y la religión responsables de los grandes males de la humanidad, no a los poderes económicos y políticos (nacionales y transnacionales), verdaderos causantes de esas calamidades.
Desde el terreno político, afirma que el campo del liberalismo es diverso, donde conviven visiones disímiles, que se traducen en la democracia: “un sistema lo más flexible posible que permita la coexistencia de esa extraordinaria diversidad, que es la verdad humana”. En este aspecto, se debe valorar que Vargas Llosa no ha apoyado a ninguna de las diversas dictaduras latinoamericanas, aunque sí a candidaturas y gobiernos de derecha que, vía políticas neoliberales, buscan implantar el pensamiento único.
Quizás el aspecto que más atañe a Vargas Llosa, en tanto hombre de letras, es lo que llama La civilización del espectáculo, libro en el que critica con crudeza la situación de la cultura (global): “hemos hecho de la cultura uno de esos vistosos pero frágiles castillos construidos sobre la arena que se deshacen al primer golpe de viento”, lo que deriva en el declive del sujeto intelectual, como es él mismo. Obvia en su análisis que la banalización de la cultura y la entronización del entretenimiento como fin último son expresión o consecuencia del modelo liberal hegemónico, económico y social, que defiende ideológicamente.
Así como tiene posición sobre los grandes temas, Vargas Llosa interviene en las coyunturas políticas, especialmente en los procesos electorales, “aconsejando” y, dada su autoridad como intelectual público, “decidiendo” cuál es el mejor candidato por el que los ciudadanos deben optar.
Cuando Vargas Llosa decidió ingresar a la lucha política efectiva, lo hizo con un criterio de moralidad y de compromiso con la verdad. Al ubicarse, en la práctica, en una de las partes del conflicto, en un actor que lucha por la distribución del poder, suspendió su condición de intelectual público para adoptar la figura de intelectual político.
Su fracaso como candidato a la presidencia del Perú, en 1990, con FREDEMO, hizo a Vargas Llosa volver a su papel de intelectual público, como lo confiesa en sus memorias, El pez en el agua. Su derrota electoral lo hizo por muchos años un adversario total del fujimorismo. Pero ante el retroceso de la derecha en el Perú, que sentía que podía perder el control del poder, Vargas Llosa no dudó en apoyar a Keiko Fujimori, auspiciándola como defensora de la libertad ante la amenaza que para él representaba Pedro Castillo, encarnación del “populismo”, del estatismo marxista y del peligro contra la libertad, en sus palabras.
Vargas Llosa, exitoso escritor, sin duda, el único Premio Nobel peruano, se transformó en un liberal conservador. Aceptó un título propio de Antiguo Régimen (el de marqués, en 2011), su círculo de socialización varió, se movió entre las élites globales y accedió a aparecer en portadas y noticias de revistas frívolas, convirtiéndose en parte de la civilización del espectáculo que tanto había criticado. Como personaje público, deslizó su papel hacia otros terrenos muy distantes de lo que había sido su trayectoria, camino que luego se arrepintió de haber transitado.
Su decisión de dar por concluido su ciclo como escritor también dio término a su papel como intelectual público.
Footnotes
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Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, Las cartas del boom. Alfaguara, 2023 ↩