Apuntes a 100 años de Trilce - I
“Trilce no quiere decir nada”, respondió César Vallejo al periodista español César González-Ruano, en 1930, en una entrevista por la publicación en Madrid de la segunda edición del poemario, aparecido inicialmente en Lima en 1922. “No encontraba, en mi afán, —añade— ninguna palabra con dignidad de título y entonces la inventé: Trilce. ¿No es una palabra hermosa?”.
Aunque revela un ánimo lúdico, la respuesta también explicita una atención central a la materialidad de la palabra, sobre la que algunas décadas después testimoniaría Juan Espejo Asturrizaga, amigo de Vallejo desde los días juveniles de la Bohemia Trujillana. En su César Vallejo: itinerario del hombre 1892-1923 (1965), Espejo recuerda que Trilce estuvo a punto de titularse Cráneos de bronce y estaba firmado por “César Perú”. Vallejo, ante la insistencia de sus amigos, accedió a colocar su apellido; pero como las primeras páginas ya estaban impresas y el cambio de los folios costaría “tres libras”, “... se sintió muy mortificado. Por varias veces repitió tres, tres, tres, con esa insistencia que tenía en repetir palabras y deformarlas, tressss, trissss, trieesss, tril, trilssss. Se le trabó la lengua y en el seseo salió trilsssce… ¿trilce? ¿trilce? Se quedó unos instantes en suspenso para luego exclamar: “bueno, llevará mi nombre, pero el libro se llamará Trilce”. El interés por la condición material de los signos, cifrado en primer lugar en el título inventado, queda resaltado así como central en su apuesta estética. Y más, en tanto esa era la primera palabra que enfrentaría al lector. Un gesto desafiante e incluso incómodo, por lo incomprensible, puesto en primer plano.
Esa incomodidad fue patente desde los primeros comentarios sobre el libro. Clemente Palma, por ejemplo, periodista, narrador y el más reputado crítico (oficial) aquellos días, como todavía no lo había leído, se refirió burlonamente al título:
Sospechoso - Está circulando en plaza un libro del poeta trujillano Vallejos [sic], libro que aún nuestros fiscales no han tenido tiempo de revisar en su contenido, pero que por el título les tiene intrigados, haciéndoles nacer la sospecha de [que] hay gato encerrado. En efecto, el libro de versos se titula Trilce… ¿Trilce?... ¿¡Caracho!... —como dice Durand— no tendrá tripa ese trilce? […] No estará demás que se presente en esta oficina para que dé las razones de su endiablado titulito.
Así se anunciaba la desconfianza o incluso displicencia que caracterizaría gran parte de la recepción al poemario. También Luis Alberto Sánchez expresó en Mundial su desconcierto respecto de un libro con el que “luchó en vano, pues cada línea me desorienta más, cada página aumenta mi asombro”. Acto seguido, preguntaba por qué habría escrito Vallejo este “libro incomprensible y estrambótico”, para añadir que “en cuanto le venga en gana dejar las cabriolas verbales y recordar que los dadás valen solo por lo que significan como reacción y renovación —y de ellas es millonario este poeta— Vallejo hará una poesía suya, completamente suya, y absolutamente nueva en el Perú”. Esto sucedía a pesar de que Antenor Orrego, autor del prólogo de Trilce, y figura principal de la bohemia trujillana, había intentado preparar al lector explicando que “Vallejo está destripando los muñecos de la retórica. Los ha destripado ya. Ha hecho pedazos todos los alambritos convencionales y mecánicos”.
Quizá la única reseña favorable en 1922 fue la de Carlos Gonzales Posada, en El Tiempo de Lima, que auguraba lo que de hecho ocurrió: “los misoneístas, los monocordes y los académicos seguramente van a negar el valor estético y emotivo de este libro”. La reacción fue aún mayor cuando, al iniciarse 1923, José León Barandiarán, en El Tiempo de Chiclayo, afirmó con gran entusiasmo que Vallejo estaba insinuando “una nueva estética”, que “ en América, solo Walt Whitman y Darío pudieron hablar desde tan alto y con tal original virtualidad” y que “este poeta […] con una mano arrasa las cosas anquilosadas y putrefactas. En la otra se afirman ademanes de Sembrador”. Estas palabras desataron, en El Tiempo y El País de Chiclayo, una serie de intervenciones que buscaban rebatirlas e ironizar contra Barandiarán, Vallejo y Trilce. Otras, sobre todo en El Norte de Trujillo, asumieron la defensa de Vallejo y su obra.1 No era de extrañar este revuelo y la polémica generada. Quienes se acercaban al libro debían enfrentar ya no al particular simbolismo que había interesado a muchos lectores de Los heraldos negros, y menos a la dicción, cercana al Modernismo, presente todavía en varios de los poemas de dicho libro, ni tampoco a las estructuras formales regulares (estrofas, rima y métrica al uso) que, aunque en varios casos transgredidas, allí se encontraban.
Un rápido vistazo da cuenta de que en Trilce había algo mucho menos familiar: no sólo se trataba de un libro titulado con una palabra inexistente, con 77 poemas también sin título, numerados y organizados al margen de cualquier estructura de secciones —que podría haber dado algunas pistas de lectura—, sino que evidenciaba, al lado de la insistencia en el alejamiento del paradigma de belleza establecido, un léxico complejo de diversa procedencia (tecnicismos, arcaísmos, coloquialismos, regionalismos, sustantivaciones y abundantes neologismos), una exploración de la visualidad todavía poco común entre nosotros (versos en mayúsculas, en vertical o de derecha a izquierda, espaciados inhabituales, cortes atípicos del verso), así como énfasis fónicos, transgresiones ortográficas y gramaticales, rupturas cronológicas y un uso intensivo de guarismos. En suma, para un lector acostumbrado a la más legible poesía modernista, todavía predominante en el gusto oficial peruano, e incluso, quizá, para varios de quienes se abrían a lo nuevo representado por Eguren, Trilce suponía todo un desafío. El lector se acercaba a un libro que, como señala Julio Ortega, “exige al lenguaje no sólo decir más de lo que dice, sino también decirlo todo de nuevo, como si nada estuviese dicho”.
Aunque Vallejo, según contó Georgette, su viuda, afirmaba “no me ha sorprendido ni afectado” la exigua acogida a Trilce, refiriéndose a los días de su aparición, es posible imaginar que esperara otra reacción. Quizá por ello escribió a su amigo Orrego, a poco de la aparición del libro, que “los vagidos y ansias vitales de la criatura en el trance de su alumbramiento han rebotado en la costra vegetal, en la piel de reseca yesca de la sensibilidad literaria de Lima. No han comprendido nada. Para los más, no se trata sino del desvarío de una esquizofrenia poética o de un dislate literario que sólo busca la estridencia callejera”. En esta misma carta, añadía que “Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista: ¡La de ser libre! Si no he de ser libre hoy, no lo seré jamás. […] ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para mi pobre ánima viva!”. 2
De las citas puede destacarse primero la apuesta por la libertad como responsabilidad indeclinable del artista. Y segundo, la aludida evaluación de Trilce como “un desvarío de una esquizofrenia poética” o “un dislate literario que solo busca la estridencia callejera”. Las palabras resaltadas parecen implicar que Vallejo pensaba en la posible asociación de su poesía con los ismos vanguardistas que ya para entonces concitaban la atención de no pocos jóvenes en el país. Ante una fácil identificación con ellos, como la que suponía el artículo “El Dadaísmo. Sus representantes en el Perú”, de su amigo el poeta Juan José Lora, aparecido el año anterior —en el que se publicaron versiones preliminares de tres poemas de Trilce— Vallejo prefiere el deslinde y la afirmación de su libertad plena como artista, que debe seguir sus intransferibles necesidades expresivas sin ceder a imposiciones de moda o escuela.
El asunto es crucial, pues es precisamente por Trilce que Vallejo es reconocido como el más importante poeta vanguardista peruano, y uno de los mayores, si no el mayor, del idioma. Si bien los rasgos mencionados más arriba colocan indiscutiblemente a Trilce en el espectro renovador de las vanguardias, la relación del poeta santiaguino con éstas fue siempre tensa e incómoda. La crítica, a propósito de esto, se preguntaba cómo se explica la radicalidad de esta experiencia verbal y qué habría leído Vallejo que pudiese anticipar ese camino.
Es cierto que para los años de escritura del poemario, había ya en el Perú un conocimiento sobre las experimentaciones de las artes nuevas en el escenario internacional que Vallejo pudo haber considerado y que, como han narrado varios de sus amigos y contemporáneos, por revistas como Cervantes, Grecia o Ultra accedían a las novedades literarias y a los aires de las vanguardias europeas y sus recientes manifestaciones en el continente. En el caso de Vallejo, incluso, Carlos Fernández y Valentino Gianuzzi, hallaron recientemente tres notas periodísticas de 1921 en que se anuncia una gira que realizaría (aunque no llegó a hacerlo) hacia los departamentos del sur del Perú, Bolivia y Argentina, para dar a conocer al público “las últimas corrientes estéticas que después de la gran guerra se disputan el dominio del arte contemporáneo”. No obstante, este conocimiento no alcanza para explicar la radicalidad de la experiencia trílcica, la más extrema del idioma y una de las más arriesgadas más allá de éste.
Footnotes
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Ver el anexo al respecto en la edición de Artículos y crónicas completos (1918-1939) Desde Europa, de Jorge Puccinelli Converso (1997), y El escándalo acerca de Vallejo. Trilce y el diario El Norte de Jorge Puccinelli Villanueva (2020). ↩
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Un artículo reciente de Carlos Fernández y Valentino Gianuzzi cuestiona que esta carta, tal como se ha reproducido en algunos volúmenes de la correspondencia de Vallejo, se ajuste literalmente a lo que este escribió (2021). ↩