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Trabajo

Dos mentiras sobre el trabajo en la economía de hoy

Dos mentiras sobre el trabajo en la economía de hoy
Mario Zolezzi

Es bien sabido que sin lo que llamamos "sentido común" no sería posible la vida. Lo que a uno le permite sobrevivir no lo aprende en la universidad ni leyendo tratados teóricos. ¿Cómo sería nuestro día a día si tuviéramos que hacer complicados estudios antes de subir a un bus o para saludar a un vecino?

Confiamos en nuestras creencias cotidianas y las necesitamos. Pero dentro de esta sabiduría práctica, pueden infiltrarse una serie de mentiras que nos ayudan a vivir tranquilos sin hacernos incómodos cuestionamientos. Son como somníferos para conciliar el sueño ante la ruidosa realidad.

Aquello no tendría por qué ser un problema si no fuera porque al creer tales mentiras tendemos a asumir como normales situaciones que, una vez descubiertas, consideraríamos injustas; situaciones de dominación que nos involucran directamente sin que lo notemos.

El ejemplo más claro lo encontramos en la idea de raza y en su relación con la esclavitud, un tipo de orden social que nadie aceptaría abiertamente el día de hoy. Cuando la esclavitud europea de los pueblos africanos se justificó con el argumento de que la "raza negra" era inferior a la "raza blanca", el acto abierto de violencia y de sometimiento de un pueblo por otro, quedó oculto.

Los esclavistas y, progresivamente, los esclavos fueron asumiendo como normales sus posiciones. La abierta mentira -que hay razas y que el sometimiento de las demás por una de ellas se debe a su superioridad natural o, incluso, a la voluntad de Dios- se convirtió en un conveniente sentido común. Permitía que la esclavitud funcione. La clase de los esclavistas, su estilo de vida y el de sus familias, se sostenía en la esclavitud forzada de otros hombres y mujeres, pero ante los ojos de los amos e incluso ante los ojos de los esclavos más cercanos a ellos, eso era algo normal y no había nada que explicar -ni que responder, pues no había nada que preguntar.

La esclavitud es, generalmente, rechazada y vista como un sombrío pasado, de modo que lo dicho hasta aquí podría ser aceptado sin mayor problema por casi todo lector. ¿Pero sería igual si me refiriera a mentiras que atañen a las formas de relacionarnos hoy mismo? Veamos dos ejemplos relacionados con nuestra economía actual.

"Yo no exploto a nadie, aquí se respetan los derechos laborales"

La palabra explotación tiene connotaciones negativas. En el ámbito laboral, evoca la imagen de trabajadores desempeñándose en condiciones precarias durante diez, doce o catorce horas al día, con un ingreso apenas de subsistencia y en medio de un permanente trato hostil de parte del empleador.

La ausencia de explotación, de manera inversa, se presenta como la ausencia de abuso laboral. Un trabajador no explotado trabajaría ocho horas por día, tendría un sueldo digno y sería tratado humanamente. Sus derechos laborales estarían garantizados.

¿Es así? ¿La explotación se acaba cuando se cumplen los derechos laborales? Uno de los principales argumentos que se desarrollaron después de la Segunda Guerra Mundial en las sociedades occidentales industrializadas para defender la economía de mercado (el capitalismo, el sistema económico que prima hoy en el mundo) frente a la "amenaza comunista", fue que, si bien había existido explotación en la época de la revolución industrial (siglo XIX), el nivel de vida de los trabajadores había mejorado notablemente desde entonces, lográndose un equilibrio entre los derechos de los trabajadores y el interés de lucro del capital (de los empresarios).

El gran árbitro, encargado de hacer cumplir las reglas de juego de ese equilibrio, era el Estado, puesto al margen de esa contradicción. Ese fue el llamado "Estado de bienestar". Una vez logrado, no era necesario hacer una revolución que llevara a la humanidad hacia un sistema alternativo, como el que promovía la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

El nivel de vida de los trabajadores europeos entre los años cincuenta y sesenta era, en efecto, bastante alto. Por supuesto, no fue un regalo, se debía a la fuerza sindical y a las luchas sociales, pero esas conquistas podían convivir con el capital, así que la idea del fin de la explotación, vista como maltrato, podía ser aceptada.

En países como el nuestro, ubicados en la periferia del sistema global, donde las condiciones laborales han sido, tradicionalmente, peores a las de los países del centro -aquellos en los que se desarrolló inicialmente el capitalismo: Europa occidental y EEUU-, hemos tendido a anhelar el nivel de vida alcanzado por los trabajadores de esas sociedades. Incluso, a pesar de que desde los años setenta del siglo pasado comenzaron a ser desmantelados los Estados de bienestar europeos (proceso que todavía no culmina), los trabajadores occidentales siguen teniendo mayor calidad de vida que un peruano o un latinoamericano promedio.

Por ello, no extraña que en el Perú cale fuerte la idea de que el cumplimiento de derechos laborales equivale a la ausencia de explotación, sea apelando a la figura de estos trabajadores occidentales de "países desarrollados" (camino que habría que emular y que no requiere acabar con el sistema, sino más bien "desarrollarlo") o contrastando la realidad del trabajador marginal (autoempleado, o asalariado sin derechos cumplidos) con la de un trabajador estable, con contrato, con seguro, etc., situación que se presenta como "privilegiada tras treinta años en los que las protecciones al trabajador fueron arrasadas en nuestro país.

Esta idea podría cambiar si consideramos dos cuestiones. La primera tiene que ver con el concepto de explotación. En sentido estricto, explotar algo o a alguien significa obtener algún beneficio a partir de un determinado uso. En eso pensamos cuando hablamos de explotar la tierra o explotar una mina. En términos productivos, el trabajador es explotado cuando algún otro (persona, institución, etc.) obtiene un beneficio mayor por el trabajo desempeñado, que la retribución que el trabajador recibe.

Pensemos de nuevo en el esclavismo. Es un buen ejemplo porque nadie duda de que el esclavo es explotado. Todas sus fuerzas están al servicio del amo. Todos los frutos de su trabajo serán propiedad del amo. Sin libertad alguna, su vida entera y la de sus hijos le pertenecen a otro, que lo compró. Lo único que recibe a cambio es alimentación, vestido, comida y todo aquello que permita que la "inversión" del amo rinda beneficios. El esclavo debe seguir vivo y seguir trabajando. Un esclavo muerto es dinero perdido.

Preguntémonos ahora lo siguiente. ¿Cambia en algo esta realidad si el esclavo es tratado amablemente? ¿Cambia si se le dan más horas de descanso, mejor alimento, si le hacen creer que es un "colaborador" y le aseguran un buen clima laboral, digamos, con un día a la semana en el que puede escuchar música o vestirse como quiera? ¿Cambia si lo dejan viajar de vez en cuando para que sienta que vive intensamente y conoce el mundo? Evidentemente, no.

Se dirá que lo central con el esclavismo es la pérdida de libertad y que en la economía actual nadie es dueño de nadie. Si excluimos la trata de personas y pensamos en el trabajo asalariado típico, suena creíble. Uno busca empleo y firma voluntariamente un contrato que puede romper cuando lo desee. Pero nuestra libertad, en tanto trabajadores, está acotada a elegir quién nos empleará -quién de los que acepten contratarnos, en el supuesto de que tengamos más de una oferta. Asimismo, estaremos condicionados por el tiempo que podamos esperar, tiempo que cuesta dinero.

Quizá se escandalicen algunos lectores con lo que voy a decir, pero hoy somos como esclavos buscando a su esclavista, donde los amos pueden desechar al esclavo si se enferma o accidenta y dejar en sus manos el reto de resolver su vida material. Si antes el esclavista debía lidiar con el esclavo durante toda su vida, hoy el esclavista moderno -está bien, llamémosle empresario-, aprovechará solo el tiempo productivo del trabajador y no tendrá problemas en desecharlo o cambiarlo si no le sirve, por más colaborador que se le haga creer que es.

El empresario no es -ni antes el esclavista- un monstruo, un tipo malvado. Esa imagen es, además, injusta con muchos medianos empresarios que trabajan duro por sacar adelante a sus familias mediante un negocio. No es un asunto moral, es económico. La cuestión es bastante sencilla y objetiva. La forma en que se produce en el capitalismo, nuestra actual economía, consiste, visto desde la óptica de una producción específica (digamos, elaboración de prendas de vestir), en contar con un dinero inicial suficiente para comprar medios de producción (local, máquinas de coser, algodón, energía eléctrica, tintes, etc.) y alquilar fuerza de trabajo (trabajadores textiles, administradores, contadores, guardianes, etc.).

El objetivo de este proceso es obtener productos que puedan ser vendidos en el mercado, de modo que generen más dinero que el invertido. Eso hace que el dinero sea considerado capital. Ese es el objetivo del inversionista, lucrar. Todos lo sabemos. Ahora bien, ¿de dónde viene la ganancia? Abordar de forma rigurosa y exhaustiva esta cuestión nos llevaría a escribir nuevamente El Capital, obra cumbre de Carlos Marx. Sin embargo, podemos desarrollar una intuición básica. Si a los trabajadores se les pagara exactamente lo equivalente al valor de toda la producción generada durante las horas de trabajo de un día o un mes, no sería posible que haya ganancia alguna para el dueño de todo el proceso.

Si hay ganancia es porque el trabajador recibe un ingreso equivalente al tiempo de uso de su fuerza de trabajo, mas no al valor total de los productos que genera en ese tiempo. Mientras mayor sea la distancia entre el pago por hora, día o mes y el valor producido en ese periodo, mayor será la ganancia del dueño del capital. Sin leer este artículo ni ser marxista en absoluto, todo empresario lo sabe, del pequeño al grande.

Si esto es posible -que el valor de lo producido por los trabajadores sea mayor al pago que reciben como salario- lo es solo por una razón de orden social: el trabajador pone en alquiler su fuerza (incluye también su conocimiento, su experiencia, etc.). Su capacidad de trabajar tiene un valor y un precio, como cualquier otra mercancía, como cualquier otro bien o servicio.

La venta de esa mercancía (el uso de su fuerza de trabajo durante un tiempo, no la propiedad total pues no es un esclavo) queda consagrada en el contrato, que hace creer al trabajador y al empleador que protagonizan un trato entre iguales, entre personas libres y propietarias.

No obstante, aquella libertad es limitada, por no decir falsa, y el trabajador, en tanto siga en su condición de trabajador, estará permanentemente obligado a laborar para otros, mostrar eficiencia, capacitarse y un largo y aspiracional etcétera.

¿Esa realidad cambia si hay derechos laborales? No, sigue habiendo explotación, pero lo que sí cambia, y es la razón por la que los derechos laborales deben ser defendidos, es que la explotación será más soportable y habrá mayores condiciones para luchar por acabar con el problema de fondo, que es que el trabajo humano tome la forma de una mercancía.

Acá entra la segunda cuestión a considerar. Los derechos laborales, por usar un coloquialismo, "no cayeron del cielo". Han sido una conquista de los trabajadores organizados, luego de luchas que han costado centenares, si no miles, de vidas en cada país.

Si uno revisa el contenido de los principales derechos conquistados, los más emblemáticos, como la jornada de ocho horas, el sueldo mínimo, la estabilidad laboral, la seguridad social y la libertad sindical, se puede apreciar que se trata de intentos por des-mercantilizar al trabajador; es decir, que sea más un ser humano que un bien de cambio.

Si el trabajador entra al proceso de trabajo en condición de mercancía, el dueño de esa mercancía (dueño del tiempo del trabajador) querrá disponer de la mercancía-trabajador como de cualquier otra. Si compro algo, digamos una silla, según las reglas que regulan el mercado nadie me debe obligar a comprarla a un precio por encima del que me ofrecen los vendedores de sillas, a usarla por determinado tiempo por día, a cuidarla para que dure muchos años o a retenerla así yo quiera re-venderla o desecharla. Yo le doy el uso que desee, uso que, en principio, es el de sentarme.

Igual sucede con el trabajador. Al dueño de capital le interesa el lucro. Busca, por tanto, sacarle el mayor provecho a su inversión, busca eficiencia: obtener más en menor tiempo y con el menor gasto. Si puede comprar máquinas más baratas y usarlas día y noche, con procesos productivos que den más productos por hora, lo preferirá. Si puede hacer que el trabajador labore más horas, le salga más barato (le pague menos), pueda cambiarlo por otro más eficiente cuando así lo desee, pueda contratar a todos los miembros de su familia, etc., lo preferirá.

Como se trata de una realidad tan severa como la del condenado esclavismo, que escandaliza a todos, no extraña que cada vez se generen más mecanismos mentales para ocultarla, como hacerle creer al trabajador de rango medio que es superior al de rango bajo, que el trabajador que está al lado es competencia y es un enemigo, que el más productivo será mejor pagado, que con ahorro y esfuerzo se podrá ser eventualmente empresario, que la empresa piensa en el trabajador cuando asegura un buen clima laboral, que es un avance que haya más mujeres trabajadoras (explotadas igual que los hombres), que las empresas pueden estar al servicio de las buenas causas mediante publicidad inclusiva, etc.

El fondo del asunto, repito, no es moral, es económico. Mientras el trabajador esté separado de los medios de producción, mientras entre como mercancía al proceso de producción y no sea dueño de su trabajo ni de los productos del mismo, habrá explotación y no habrá, en consecuencia, libertad real.

Finalmente, agreguemos algo. Por la lógica de crecimiento del capital, por el deseo permanente de lucro, es completamente esperable que los derechos laborales, cuando el trabajador muestre algo de debilidad en su organización, sean rápidamente arrebatados, con una excusa u otra o de forma abiertamente violenta. Las dictaduras que han aplicado con sangre la política de libre mercado y de flexibilización laboral (pensemos en Fujimori acá o Pinochet en Chile), son consecuencia directa de esta lógica de funcionamiento del capital; aunque nuestros liberales, que no rechazan la explotación, se sientan indignados con tales autoritarismos. La cuestión de fondo no es de derechos, es de sistema.

"No más injusticia ni desigualdad, ¡igualdad de oportunidades!"

Veamos una segunda mentira. Imaginemos a un liberal de izquierda o "centro" que llega hasta aquí y se siente interpelado. Él rechaza el sufrimiento humano. Firma todas las peticiones públicas que circulan en internet para acabar con la barbarie en el mundo. Defiende las instituciones y la democracia. Trata bien a sus trabajadores. Cree que el mercado puede ser regulado, que sus extremos pueden ser evitados. Entonces clama, algo agitado: "¡sí, el sistema genera injusticias, pero lograremos un verdadero desarrollo humano si garantizamos igualdad de oportunidades! Ese es el problema, los privilegios. No todos comenzamos desde cero".

En un país como el nuestro, donde acceder a una universidad de calidad es prácticamente un lujo; donde, por lugar de residencia, color de piel, lengua materna, apellido, sexo e identidad de género, unos pueden tener ventajas enormemente mayores al resto para lograr lo que deseen; la consigna a favor de la igualdad de oportunidades tiene tintes revolucionarios.

Al igual que con la mentira anterior sucede que esta apelación está emparentada con el discurso del Estado de bienestar europeo y tiene, como vimos, un trasfondo político. No sería necesario atacar el fondo del asunto, la causa generadora de la desigualdad social -que es el hecho de que el capital crezca a costa de apropiar trabajo ajeno-, sino que el Estado puede regular esa contradicción y asegurar que todos tengan las mismas oportunidades para ser exitosos en la vida.

¿Que está oculto en esta promesa de la igualdad de oportunidades? Cuando se plantea que el éxito o el fracaso de una persona debe depender exclusivamente del esfuerzo y que, por lo tanto, suponiendo que estamos en una competencia de atletismo, si alguien comienza a correr en la competencia varios metros más adelante que los otros, está en ventaja; se está asumiendo lo siguiente: cada quien corre en un carril paralelo al resto, somos individuos que viven en islas. Por supuesto, se dirá que eso nunca se afirma, que hay interacciones, que hay intercambios, que unos compiten o colaboran con los otros, etc. No obstante, en el fondo, siguen siendo corredores independientes. Después de la interacción se vuelve al carril o a la isla. Las relaciones no fueron el punto de partida para explicar al corredor ni a sus decisiones y deseos.

Pues bien, eso es falso desde cualquier análisis serio. Pensemos en el caso de un "exitoso" de hoy. Supongamos que traemos frente a nosotros a Roque Benavides, empresario peruano que dirige el gremio nacional de empresarios y que es el principal accionista de la empresa minera Yanacocha.

El liberal de nuestro relato dirá, sin dudarlo, que Benavides ha gozado de innumerables privilegios. Pudo acceder a una educación de élite, viene de una familia con dinero, tiene un apellido que le abre múltiples redes, heredó parte de su fortuna, es hombre en una sociedad patriarcal y es blanco en una sociedad racista. No vino de abajo.

Muy bien, ¿pero eso explica su riqueza, su "éxito"? No. Si analizamos con cuidado, solo explica sus mayores posibilidades de hacerse rico, de ocupar el papel de gran empresario. El listado de privilegios lo pone en ventaja frente a otros que quieren lograr lo mismo, pero, en sentido estricto, su fortuna depende de que se logre lo que ya se ha venido diciendo: que sus inversiones le den utilidades, le den beneficios.

Para que eso sea posible, debe comprar a proveedores, lograr una concesión minera del Estado, contratar trabajadores, vender su producción al mercado internacional, contar con seguridad jurídica para sus negocios, hacer uso de dinero con respaldo oficial, etc. En cada uno de los puntos de esta gruesa enumeración, no solo intervienen otros, sino que para lograrlos se pusieron en práctica relaciones sociales específicas e instituciones que las resguardaban.

Dicho en buen cristiano: debe ser posible encontrar trabajadores dispuestos a ser explotados, leyes hechas para proteger la propiedad de sus negocios, un sistema monetario que permita que circule el valor de su producción, etc. Su fortuna no depende únicamente ni de su esfuerzo ni de sus privilegios; depende del funcionamiento de una economía en la que es posible que se haga rico porque otros no lo son y, por tanto, están dispuestos a trabajar para él y donde es perfectamente legal que lucre sobre la base de trabajo ajeno.

Esto es lo fundamental, no corremos en carriles paralelos, sino, en todo caso, en medio de redes donde el "éxito" de unos está vinculado directamente al "fracaso" de otros y donde, en las reglas de la sociedad capitalista, tendremos siempre un "cuello de botella". La apelación a la igualdad de oportunidades no es otra cosa que una forma indirecta de aceptar la desigualdad de resultados, tan solo que con la esperanza de que los "ganadores" sean "los mejores".

Es el viejo discurso de la meritocracia como forma de justificación de la explotación. Si los esclavistas son mejores que los esclavos, si comenzaron desde abajo, entonces está bien la esclavitud, los amos tienen aquella posición como premio a sus méritos. O acaso, yendo un poco más allá, nuestro liberal se sienta satisfecho con ver que, producto de la igualdad de oportunidades para ser esclavista, habría no solo amos hombres sino también mujeres y no solo blancos, sino también de otro color.

Digamos algo más. El funcionamiento del sistema capitalista demuestra que es imposible lograr tal igualdad de forma sostenible, aunque sea en los términos formales de "posibilidades" para ser exitoso, como defiende la lectura liberal. Esto se aprecia con claridad cuando vemos ya no el caso de una persona frente a otra, sino el desarrollo de la historia y el funcionamiento de todo el sistema, algo más abarcador que la corta y estrecha vida de un ser humano individual.

El capital tiende siempre a crecer. No todos los empresarios triunfan, pero los que sí lo hacen crecen y compran a otros, o simplemente los sacan del mercado. Se hacen propietarios de actividades productivas que les permiten abaratar costos. Al ser muy grandes, pueden producir a gran escala y vender productos baratos, que limitan a los nuevos competidores. Al ser enormes, de alcance transnacional, tienen también poder político y pueden lograr condiciones favorables para seguir creciendo. Hay empresas que tienen ingresos equivalentes al PBI de tres o cuatro países juntos. Estos capitales tendrán también, cada vez menos, el rostro de un dueño o de una familia y serán, crecientemente, corporaciones con participación de accionistas directos o a través de bancos, de otras empresas o mediante complicados mecanismos de propiedad.

En palabras sencillas, mientras pasa el tiempo, el capitalismo tiende a ser manejado por grandes monopolios, de alcance global, que cierran las puertas incluso a los "privilegiados" de antaño y hacen que el "cuello de botella" sea cada vez más angosto y que la igualdad de oportunidades sea, antes que una propuesta realista ante el "utópico" cambio de sistema, una alternativa ingenuamente idealista, al menos si se presenta como la salida al hambre, la miseria o la profunda desigualdad que produce el capitalismo.

¿Por qué no abandonamos esas mentiras?

Estimado lector, debo confesarte que no he dicho nada nuevo. Espero no decepcionar. Solo he expuesto, de una forma que ha procurado ser sencilla y ágil, libre de la pesadez académica, el contenido central de la crítica que se ha realizado desde la teoría marxista a algunos de los principales discursos ideológicos difundidos por la clase dominante para, precisamente, ocultar su dominio -incluso ante sus propios ojos.

La cuestión ahora es preguntarnos por qué, si estas mentiras han sido hace tiempo señaladas, las seguimos creyendo. Es cierto que hay innumerables matices, que la línea divisoria entre capitalistas y trabajadores presenta una serie compleja de gradaciones; que la experiencia de un sector cada vez más grande de la humanidad no es la de explotado, sino la de excluido de la explotación directa; que en nuestro país la imagen del empresario es bien vista porque casi dos de cada tres asalariados trabaja en empresas pequeñas, donde el dueño también trabaja; que, en fin, hay grandes dificultades para una lectura clasista del problema laboral y más aún para una alternativa política al sistema, pues cayó la URSS y en el Perú la idea de revolución está asociada al periodo de violencia política vivido hace dos décadas.

De acuerdo, ¿pero eso quiere decir que debamos creer que la explotación termina cuando hay derechos laborales y que la igualdad de oportunidades ataca las causas de fondo? Entonces, ¿por qué seguir creyendo en esas mentiras? Volvemos aquí al inicio. Tales mentiras, como una buena droga, nos ocultan lo problemático de la realidad. Nos ayudan a dormir, a que todo siga igual. ¿Nos atreveremos a despertar?

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