¿Qué república? ¿Cuál bicentenario?
El bicentenario de la república criolla
¿Qué es república? Es lo primero que se preguntan algunos cuando se enciende el debate sobre el porvenir de la república peruana. La república es la organización institucional que se da un Estado, que comúnmente se denomina régimen político, donde se encuentran los aparatos del poder con los ciudadanos que participan de una comunidad política. La voz república viene del latín res publica, lo que es de todos, y la tradición republicana de la política alude a la participación ciudadana en los asuntos de todos, a la soberanía de lo que en cada momento se considera el pueblo y a la capacidad de autodeterminación de una entidad pública específica. Este encuentro ha existido en el Perú, pero como experiencia de unos pocos, generalmente a costa de los demás. Cuando se alzan las voces, por tanto, sobre la necesidad de una Nueva República o de una Refundación de la República, no es pura retórica, aludiendo a un término grandilocuente sino, más bien, alusión a que lo considerado como república no ha sido de todos, sino de unos cuantos.
Lo que hay, que llamaré república criolla, ha sido la forma del régimen político del Estado peruano por oposición inicialmente a la monarquía colonial española. Una república de raíz colonial que se limitaba a representar al linaje de ancestro europeo, principalmente español y a algunos mestizos, dejando de lado a la población abrumadoramente indígena y minoritariamente de origen africano y asiático, en condiciones de servidumbre o esclavitud. Esta situación ha evolucionado, pero no ha perdido sus claves de dominación étnica y clasista, ni sus marcas determinadas por la herencia colonial en cuanto a estructuración interna de la sociedad y dependencia de sucesivos poderes extranjeros.
La reflexión es en torno al bicentenario porque la república peruana que conocemos cumplirá 200 años. La fecha supone varios retos, el primero es de memoria en el sentido más sencillo y pesado del término. ¿Qué recordamos? ¿Simplemente una fecha o la celebración de un aniversario? Para mí, se trata de una fecha porque no hay mucho que celebrar. Esto no quiere decir que no se trate de una importante o de un recuerdo banal, porque indudablemente ha sido el punto de partida del Perú como país, al menos formalmente, independiente. Así, el 200 aniversario es ocasión para asumir lo que constatamos como presente, miramos en el pasado y proyectamos al futuro.
Lo que vemos hoy es un Estado que no ha podido responder a su ciudadanía en un momento de crisis extrema, la pandemia del COVID19, llevándonos a ostentar el terrible privilegio de la mayor tasa de mortalidad por millón en esta tragedia planetaria. Esto se articula con una crisis sanitaria, así como una de hambre y desocupación, como el país no conoció en tiempos recientes. Las varias crisis se articulan con una de régimen que precede a la pandemia y que agrava severamente el cuadro general. No sólo hay ineptitud de los gobernantes de turno que suelen acusar a la población de los problemas, sino cuestiones de mayor dimensión y profundidad que suelen llamarse estructurales que tienen que ver con fracturas históricas que se forman en la agonía de un tiempo largo. Una cifra persistente y que ha vuelto a salir a la luz en los últimos tiempos es la de la llamada informalidad, que dependiendo de la fuente que uno consulte ronda entre el 75 y el 80% de la PEA en el Perú.
La herencia colonial
La gravedad del presente nos obliga a mirar al pasado, especialmente al origen que expresa la fecha que recordamos: el 28 de julio de 1821, día de la independencia del Perú, un momento emblemático, aunque por razones diferentes a las que ha señalado la historia tradicional. La independencia significa un cambio político; el Perú deja de ser una colonia española y pasa a convertirse en un país formalmente independiente. Sin embargo, esto sucede sin romper con la herencia colonial, es el paso de colonia a semicolonia.
El no romper con la herencia colonial significa la dependencia de un poder extranjero, la jerarquización de las relaciones sociales en base a las ideas de raza y desigualdad de género, el desprecio al valor del trabajo humano y la naturalización del saqueo del territorio y los recursos naturales. La persistencia de la herencia colonial configura un Estado ajeno a la mayoría social, tanto por oligárquico, -compuesto por un grupo minoritario que controla el poder económico y político y lo articula con el imperio de turno-, como por patrimonial porque considera el poder político como recurso privado de las élites. Este aparato extraño a la mayoría choca constantemente con los intentos pequeños o grandes de democratización.
El Estado produce y reproduce una república con una exigua minoría de ciudadanos, república vacía o sin ciudadanos, como señala Alberto Flores Galindo.1 Por su componente central de poder étnico y clasista es la que denominaremos república criolla. La alusión a los pocos ciudadanos que históricamente la han conformado y al muy diferenciado ejercicio de derechos de quienes se han incorporado posteriormente, a lo largo de lo que Sinesio López denomina sucesivas “incursiones democratizadoras” de la sociedad en el Estado,2 es lo que no ha permitido que se considere un régimen político mayoritario.
Las reinvenciones de una promesa traicionada
La república criolla ha tratado de reinventarse, en los interregnos que dejaban los caudillos militares, varias veces. La Primera República de la independencia, hija de la primera constitución de 1823 de vida efímera por la llegada de Bolívar. La República Práctica del primer civilismo, con Manuel Pardo a la cabeza, que quedaría enterrada con la derrota frente a Chile. La República Aristocrática del segundo civilismo, que emprendió la centralización del aparato estatal y terminó ahogada en su voluntad excluyente. La Patria Nueva de Augusto B. Leguía, que derivó en un régimen autoritario que terminó devorado por la crisis mundial de 1930.
Acá se produce un quiebre; Sinesio López lo llamará el momento de la crisis histórica de la dominación oligárquica o la imposibilidad de que las mayorías excluidas estén dispuestas a seguir siendo tributarias de proyectos que no las consideran.3 Es el momento del surgimiento del Apra y el Partido Socialista y el enfrentamiento armado, sobre todo del primero, con las Fuerzas Armadas que salen en defensa del poder oligárquico. Se da paso entonces a la dictadura abierta, que, con el paréntesis del gobierno de Bustamante, nos lleva hasta 1962.
Entre 1962 y 1980, gobiernos civiles y militares reformistas tratan “desde arriba” de superar el régimen de minorías de la república criolla, sin lograr su cometido. Sus intentos integradores son tardíos o muy parciales y no llegan a buen puerto. La idea de separar finalmente sociedad de Estado y que éste último no sea mero reflejo de los grandes propietarios, naufraga entre los gobiernos conservadores e irresponsables de los ochenta y los fuegos de la guerra interna. De esta manera, la posibilidad de reinvención de la república criolla llega a un momento culminante.
Me refiero al golpe del cinco de abril de 1992 que instituye la república neoliberal. Una forma extrema del capitalismo dependiente, salvaje, que subordina a la sociedad y la política a los dictados de un pequeño grupo de monopolios que controlan lo que llaman mercado. Fujimori y la antipolítica habían ganado electoralmente en 1990, pero en los marcos del período anterior y hasta su prédica de campaña, había sido contrario al ajuste económico neoliberal. Su cambio súbito apenas llegado al poder y la traición del paquetazo inicial no fueron suficientes para cambiar estratégicamente la correlación de fuerzas existente. Una nueva economía necesitaba su nueva política. Para ello, tuvieron necesidad de terminar con los partidos del período anterior, liquidando su ámbito de desarrollo, la Constitución de 1979, dando un viraje autoritario.
Esta reinvención neoliberal ha significado volver a poner vigente, por si alguna vez tal condición perdió lustre por los reformistas de la segunda mitad del siglo XX, las características básicas de la herencia colonial. La dependencia, el racismo, el desprecio al trabajo y la vista gorda frente al saqueo, llevadas a extremos desconocidos, se convierten de nuevo en la manera de conducir el país. Ello se complementa con el patrimonialismo, la no distinción entre el bolsillo privado y el tesoro público, heredado también de la colonia, que toma la forma de “república lobista” según Manuel Dammert 4 o de “república empresarial” según Francisco Durand;5 en ambos casos el mecanismo es la captura del Estado, o recaptura, si consideramos al Estado oligárquico cuya rudimentaria máquina estatal también estaba a su servicio. Esto no solo significa influencia, sino ocupación del aparato del Estado por un grupo nuevo en nuestra política: la tecnocracia neoliberal. Así se pone en funcionamiento una estructura de poder en la que los grandes propietarios vigilan, los tecnócratas administran y los políticos actúan, estos últimos en el sentido teatral de la palabra. Todo para que un pequeño grupo siga viviendo a costa de los demás.
“La promesa de la vida peruana”, de la que escribiera Jorge Basadre en 1945,6 fracasa así en todos sus extremos. Las diferentes reinvenciones republicanas ni siquiera están a la altura de las tímidas demandas del historiador tacneño. Éste incide en la necesidad de potenciar una continuidad histórica y una afirmación nacional “desde la época de los Incas”, muy cuestionables por cierto, que nuestros próceres habrían soñado como una posibilidad de futuro bienestar, pero la carencia de élites habría hecho imposible de realizar. Ni qué decir de una promesa más exigente que estableciera las rupturas que Basadre ignoraba como las que José Carlos Mariátegui y el joven Haya de la Torre reclamaban algunos años antes.
De la tradición crítica a la salida constituyente
Este proceso de continua reinvención republicana se enfrenta, sin embargo, a una tradición crítica que tiene momentos claves, autores notables y repercusiones presentes. Hay una vertiente clásica con Manuel González Prada, el joven Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui que define la crisis histórica de la dominación oligárquica; una contemporánea que tiene entre otros, para solo mencionar a los fallecidos, a Aníbal Quijano, Carlos Franco y Carlos Iván Degregori, que denuncian los límites de la democratización neoliberal, así como una vertiente actual, más débil en autores que los momentos anteriores, pero con impacto en nuevos movimientos sociales, que aparece en los estertores de la hegemonía neoliberal. Empero esta tradición crítica no ha logrado establecer una contrahegemonía cultural y política al poder de turno que goza todavía, aunque maltrecho, de la representación imaginaria de la sociedad.
Pero lo que ahora sucede, al confluir graves problemas estructurales, es que esta vieja forma de ejercer el poder muestra, por primera vez en muchos años, que está en crisis. El agotamiento de la forma neoliberal de mandar se expresa a través de los múltiples escándalos de corrupción que han pasado frente a nuestros ojos en los últimos años. La corrupción se ha convertido en un disolvente que atraviesa casi todas las costuras de la sociedad y el poder, dañando una hegemonía hasta hace poco imbatible. Esta lacra ha probado ser de tal magnitud y profundidad que las explicaciones que la presentaban como un problema de personas o circunstancias han quedado de lado. Se trata de un problema muy de fondo, cuyo calado recién empezamos a medir. La realidad de los escándalos que no cesan, más allá de quién sea el gobernante de turno, me lleva a concluir que la república neoliberal, lobista o empresarial, está terminando como una república podrida.
Esta situación nos abre una formidable oportunidad. Frente al Estado ajeno y la república casi vacía, se vuelve a poner a la orden del día levantar un proyecto de nación, de un nosotros colectivo, lo que Otto Bauer hace cien años llamaba una comunidad de destino.7 Un empeño tan formidable necesita un cambio en el régimen político que lo lleve adelante. Se torna imposible con esta república criolla que en su reinvención neoliberal tiene cada vez menos legitimidad entre la ciudadanía. Hay necesidad de una refundación de la república, refundación digo y no fundación, porque hay necesidad de reconocer avances en especial en términos de derechos y ciudadanía, en medio del atraso, los estancamientos y los retrocesos. Primero, el hecho fundante de la independencia original por más limitaciones que tuvo, por el cambio político de colonia a semicolonia. Pero también por las luchas llevadas adelante, desde abajo, por movimientos sociales, partidos y personas, que lograron avances en sus incursiones democratizadoras en el Estado, y desde arriba, por algunos gobiernos que impulsaron reformas, en especial el de Juan Velasco, con repercusión en la política y la sociedad.
El objetivo de la refundación es una república democrática que tenga como punto crucial la ruptura con la herencia colonial y sea capaz de brindarnos un Estado inclusivo, soberano y libre de corrupción. Para llegar a un nuevo orden político debemos tener un proceso constituyente que nos dé una nueva constitución. La que tenemos, el documento de 1993, fue aprobada en un referéndum fraudulento producto de un golpe de estado, por lo que es una carta, más allá de las críticas a la misma, viciada de origen. Subrayo lo de proceso constituyente porque creo que no es un asunto para definir de un día para otro, sino que requiere la construcción de una correlación de fuerzas social y política que parta por poner el tema en debate en la agenda nacional, precipitar un momento constituyente y desarrollar el mecanismo adecuado para elaborar una nueva constitución y finalmente llegar a su aprobación.
Creo que los puntos más importantes en una nueva constitución son tres: la ampliación de derechos, especialmente los sociales y culturales, con una expresión institucional adecuada en servicios públicos que puedan convertir esos derechos en realidad; la modificación del régimen político, -del “cuarto de máquinas” del poder como dice Roberto Gargarella-8, que ponga atención a la articulación entre participación y representación política, para el adecuado ejercicio del demos en la nueva república, que vaya de los espacios locales y regionales al espacio nacional; finalmente, la modificación del “capítulo económico” que sacraliza la dictadura de los grandes propietarios, señalando el respeto a una pluralidad de formas de propiedad y al papel del Estado en la orientación de la economía y en la conducción de los sectores estratégicos de la misma.
La república democrática se convierte así en la herramienta de una transformación que nos debe llevar a la forja de la nación peruana, a que la población se identifique con un orden político que haga suyo porque le brinda bienestar, pertenencia y autonomía. La nación será así nuestra contribución a la Patria Grande latinoamericana y nos permitirá “tener un lugar bajo el sol” en una globalización que se muestra cada vez más incierta.
La puesta en marcha de la república democrática debe ser el parteaguas del debate político y la manera como convertimos en celebración el recuerdo de los 200 años de la independencia de España, en una celebración no del pasado sino del futuro del Perú.
Footnotes
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Flores Galindo, Alberto. Buscando un Inca. 1988, Lima: Horizonte. ↩
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López, Sinesio. “Perú: Una Modernización Frustrada (1930-1991)”. En: Desde el Límite. Perú, reflexiones en el umbral de una nueva época. 1992. Lima: Instituto Democracia y Socialismo. ↩
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López, Sinesio. “El Estado Oligárquico en el Perú, un ensayo de interpretación”. El Dios mortal. Estado, sociedad y política en el Perú del siglo XX. 1978. Lima: Instituto Democracia y Socialismo. ↩
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Dammert, Manuel. La república lobbysta y la nación peruana bicentenaria. 2010. Lima ↩
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Durand, Francisco. República Empresarial. La República. Lima. 16 de diciembre de 2013 ↩
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Basadre, Jorge. “La promesa de la vida peruana”. 1945. Revista Historia, No. 3. ↩
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Bauer, Otto. La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia. 1979. México DF: Siglo XXI ↩
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Gargarella, Roberto. Latin America Constitutionalism. 1810-2010. 2013. Oxford: Oxford University Press. ↩