Castigo, precariedad y derechos en tiempos de pandemia
En diversos espacios de opinión se afirma que la pandemia ha puesto en evidencia nuestra incapacidad para identificarnos de manera empática con las condiciones de vida de los demás. Tal incapacidad -ello no debería asombrar a nadie- no es sino la constatación de una situación de derechos y oportunidades muy distante de la justicia y de la igualdad.
En los meses previos a la situación de emergencia sanitaria, el fenómeno de la corrupción primaba en la escena política no sólo en términos declarativos, como un problema a solucionar, sino directamente como un elenco de personajes en situaciones como prisiones preventivas, allanamientos a domicilios, reconocimiento público de delitos, etcétera. Se tenía la saludable sensación que el delito en la esfera pública, que antaño devenía en encubrimiento e impunidad, empezaba a ser sancionado o al menos conducido a lo que se denomina el debido proceso.
Las escenas de sanción protagonizadas por políticos, empresarios y fiscales -con amplia cobertura televisada- si bien formaban parte de un sano ejercicio de orientar la opinión pública a tomar conciencia de la gravedad de los delitos de diversos funcionarios del Estado, no parecían relacionarse con la obtención de derechos básicos de los ciudadanos y ciudadanas. Por un lado se celebraba la sanción, por otro se mantenían las desigualdades y la inequidad: indigno transporte público, bajo acceso a servicios públicos de salud, disparidad en oportunidades laborales, frágiles penas para enfrentar la violencia sexual, discriminación racial, etcétera. El protagonismo de la justicia parecía restringido a los fueros judiciales, y era un componente ausente en la experiencia cotidiana de la ciudadanía.
Lo que hizo la pandemia, con el establecimiento del estado de emergencia y la consiguiente cuarentena obligatoria, más que evidenciar nuestras carencias en materia de derechos y condiciones de vida, fue llevar al límite de lo soportable y escandaloso lo que ya era evidente. Lo que podía ser una sospecha sobre cosas andaban mal, se convirtió en evidencia palpable al colapsar en esta época de confinamientos y contagios. Además de a una altísima tasa de mortalidad, la pandemia de COVID-19 nos enfrenta a la fragilidad de nuestro tejido social y a las grandes brechas que existen en materia económica. También a la brecha entre la búsqueda de un tipo de justicia que antepone el castigo y las sanciones a la horizontalidad en relación a las leyes y normas en tanto generadoras de igualdad y derechos básicos.
El sentido del riesgo no compartido
Desde el inicio de la pandemia, el confinamiento social obligatorio (o simplemente toque de queda) debió ser acatado de manera estricta para mitigar en lo posible la expansión de los contagios de COVID-19. El carácter estricto de esta medida se correspondía con la realidad de un país en el que el acceso a la salud pública es precaria y limitada y el riesgo de colapso del sistema sanitario parece siempre inminente, resultado de décadas de poca inversión en dicha materia. Sin embargo, la posibilidad de su cumplimiento se fue tornando cada vez menos realista: no es lo mismo acatar cuando las condiciones económicas permiten mantenerse en casa con relativa comodidad, que acatar con la angustia de no saber si al día siguiente habrá con qué alimentarse. Dos situaciones que producen conductas muy disímiles frente al riesgo de contagio y muerte. Dos conductas que no son producto de las medidas adoptadas para enfrentar la pandemia, sino de la “normalidad” preexistente.
El riesgo común de contagio, lejos de fortalecer empatías y lazos o de generar un lenguaje compartido para visibilizar injusticias, se tornó una medida de sanción moral. No acatar se interpretó muchas veces como un acto de irresponsabilidad, sin valorar las razones o las condiciones que movilizan acciones en un contexto de riesgo. Castigar se volvió la regla general para ocultar una realidad social compleja y precaria en derechos e instituciones. Desobedecer el confinamiento era punible. Desde este punto de vista, no fue ya posible distinción alguna entre quienes no cumplían la cuarentena obligatoria debido a las carencias de la vida diaria, y quienes tenían en el desinterés y la irresponsabilidad el único motor de sus actos.
No basta con señalar a quién incumple la regla, tampoco es constructiva la aceptación de significantes tutelares sobre personas que encuentran, en los pilares del mercado, las maneras de sobrevivir en lo que denominamos informalidad. Porque, por un lado, las empresas privadas, al requerir del Estado el salvataje económico que les brinde estabilidad, están aceptando tácitamente el fracaso de las dinámicas económicas del mercado. Por el otro, constituyen entidades que se sustentan en lo que los llamados informales hacen suyo ante la situación de precariedad: el sentido de la oportunidad. Entonces, ¿por qué uno es sancionado y el otro recibe un incentivo monetario? Una vez más, las estructuras sociales y económicas así lo permiten. Es más, el sujeto informal en pandemia adquiere una serie de características, de las cuales resalta una en particular, el ser fácilmente ubicable. Topográficamente reconocible. Basta con observar los mapas de calor por distritos para saber quiénes contagian y se contagian en flagrante estado de informalidad.
La primacía del castigo sobre la convivencia
Si bien aún es incierta la duración de esta terrible etapa de pandemia, es necesario llamar la atención y visibilizar las prácticas que perpetúan la figura del castigo y nos alejan de la búsqueda de soluciones a la precariedad de las condiciones de vida.
Un ejemplo claro es la iniciativa política del Congreso de la República, que en más de una oportunidad puso en marcha el mecanismo de vacancia presidencial hasta conseguir su objetivo. Más allá de que las denuncias contra el presidente ameritasen una seria investigación fiscal, no hubo en este proceso sancionatorio un sentido de justicia entendido como castigo por los supuestos delitos cometidos (entre otros, el cobro de coimas). No es la búsqueda de equidad de derechos como acción ejemplificadora lo que se infiere de la conducta sancionadora de los congresistas. Es más, muchos de ellos cuentan con antecedentes judiciales y penales o al menos han sido sometidos a investigaciones por graves delitos contra el Estado. La figura del castigo, en este contexto, no contiene una imagen pedagógica y termina siendo mero instrumento político. No plantea un espacio real de debate sobre igualdad de derechos. En otras palabras, castigar y sancionar al presidente no refleja un esfuerzo real por transformar las condiciones de institucionalidad precaria ni las desigualdades en derechos que la pandemia ha colocado en primer plano.
Desmantelar la normalidad
Esta pandemia, la primera en la llamada era de la información, nos recuerda nuestro estrecho vínculo con las demás especies y organismos vivos. Y aunque parezca obvio, nos recuerda el sentido de una comunidad humana, donde el riesgo de uno supone el del conjunto. Vuelve un asunto de supervivencia el valorar un sentido mínimo de pertenencia a un todo interconectado, a una humanidad conectada, donde cultura y naturaleza convergen y donde la ciencia es el punto clave de esa convergencia.
Es por ese sentido de supervivencia que se vuelve también impostergable demandar mayores esfuerzos y eficacia a las instituciones del Estado en beneficio de los sectores menos favorecidos de la sociedad. Sin menospreciar los esfuerzos particulares de empresas privadas, colectivos, gremios y personas que aportan o movilizan recursos hacia quienes más lo necesitan, es necesario insistir en que el esfuerzo privado no debe ocultar las obligaciones públicas. El ingenio y el esfuerzo particular, en modo alguno deben esconder la precariedad de las condiciones de vida, y, menos aún, la debilidad y limitación de nuestras instituciones. En esa medida, nuestros esfuerzos deben encaminarse a hacer visible la inequidad y desigualdad de derechos, y no solo exaltar el castigo o la condena. Por ello se vuelve ineludible cuestionar las estructuras sociales y económicas que se han cimentado durante las últimas décadas. Un siguiente paso en esa dirección es comprometerse con una seria reconstitución del orden legal que inspiró la emergencia de la informalidad laboral, la precariedad educativa, la carencia de acceso a la salud pública de calidad, y, sobre todo, que legitimaron la brecha de desigualdad económica.
El COVID-19 y la pandemia, han expuesto terriblemente la precariedad de las condiciones de vida de muchos ciudadanos y ciudadanas, lo que en un primer momento llevó a no acatar el confinamiento obligatorio debido a las grandes necesidades existentes. Nuestra “normalidad” contenía el germen de una desigualdad de derechos opacada por la sensación de una justicia en movimiento que venía ocurriendo en los fueros judiciales, con la primacía del castigo y sanción. Y si ese despliegue puede ser saludable en tanto tiende a equilibrar el ejercicio del poder y a cimentar un sentido de la gravedad de los delitos en el fuero público, como ejercicio de justicia es insuficiente para fortalecer derechos básicos en la dimensión social. Se requiere de soluciones estructurales antes que ejemplificaciones moralizantes.