Carlos Franco o el elogio al realismo desencantado
Carlos Franco nos dejó en diciembre de 2011. Un año después, compilado por Emma Zevallos, el CEDEP publicó un libro en su homenaje que reunió artículos sobre su obra, y también su vida, su vigencia. Accedí a la amable solicitud de Emma para escribir sobre Carlos, pero no alcancé a terminar el texto para la imprenta. Lo encontré, inacabado, perdido entre los inverosímiles archivos que una computadora es capaz de albergar.
El 27 de octubre del 2012, en la sección Defunciones de un diario nacional, un pequeño aviso recordaba los 1700 años de la aparición del dios cristiano al Emperador Constantino, en el año 312. Con exacta precisión, el aviso reconstruía cómo el Emperador vio en el cielo, “un poco más abajo del disco solar”, una cruz luminosa y resplandeciente con la inscripción: “In Hoc Signo Vinces”. Una vez puestas las cruces en las banderas, el obediente Constantino derrotó a sus enemigos, abrió la libertad de culto para los cristianos y, lo que parece ser más importante según el aviso, concedió: “la restitución de Iglesias y bienes arrebatados durante la persecución a los cristianos”. ¿Y a quién debemos este milenario recuerdo? A: La Comunidad Monárquica Peruana, pide una oración por su bendita alma – la de Constantino, se entiende – y pide su protección contra las herejías modernas existentes dentro y fuera de nuestra Iglesia Católica.
Cuáles serán las herejías. Sobre todo las que están dentro de nuestra Iglesia. Poco se ha sabido de la Comunidad. Quiénes son estas personas. Serán monárquicos republicanos o de los otros. Nada como la nostalgia de lo no vivido. Pero uno puede imaginarlos, tan descolocados como unos jóvenes peruanos que, hace un tiempo, en una entrevista, se autodenominaban neonazis sin que el fenotipo los ayudara mucho. En todo caso, fue inevitable pensar en Carlos Franco y darle la razón: los que deberían ser los modernos en este país no sólo son los más “atrasados”, sino una rémora para la modernidad, ya alicaído concepto.
Franco nos invitó a descubrir en los migrantes de la década de 1960 en adelante, a los personajes modernos de nuestra historia. Acostumbrados como estábamos a mirar el Perú criollo, urbano, costeño como el impulsor de unos cambios que nos sacarían del subdesarrollo (otro término en desuso), lo que Carlos leyó más de veinte años atrás, fue que los migrantes serranos- distintos a los de las clases medias provincianas que estudiaban en la costa hacia 1940- habían fundado “Otra Modernidad”1.
Como Franco era psicólogo, estaba siempre alerta a leer detrás de las ciencias sociales - y a pesar de ellas- procesos que por subjetivos quedaban inobservados. Así, no fueron ni las locas ilusiones que sacaron de su pueblo para ver la capital a los millones de migrantes comuneros, campesinos. Ni tampoco su expulsión de las zonas rurales por condiciones demográficas, otra de las hipótesis de esta ola migratoria. Como señaló Carlos, fue el escenario subjetivo lo que dotó de sentido a la decisión de migrar. Y lo cito: Al optar por sí mismos, por el futuro, por el riesgo, por el cambio, por el progreso, en definitiva, por partir, cientos de miles o millones de jóvenes comuneros, campesinos y provincianos en las últimas décadas se autodefinieron como “modernos”, es decir, liberaron su subjetividad de las amarras de la tradición, del pasado, del suelo, de la sangre, de la servidumbre, convirtiéndose psicológicamente en “hombres libres”. Y al hacerlo, sin ser concientes de ello, cerraron una época del Perú para abrir otra.
Analistas políticos ironizaban sobre las clases medias limeñas, que habían despreciado a los migrantes que en los 60 invadieron la ciudad, la ensuciaron y la afearon. El temor al desconocido que se agigantó con la revolución velasquista, pues ésta convirtió a la invasión en una intrusión acholada – empoderada. Velasco sentó a los campesinos con sus ponchos y chullos en los lustrosos curules del Congreso- el espacio privilegiado para los dartagnanescos desafíos a duelo de espada entre los políticos- y ahí, definitivamente, las señoras corrieron a esconder el collar de perlas, como auguraba un sociólogo heterodoxo. En ese tiempo, quienes tenían varios collares de perlas, ya estaban en Costa Rica o en Miami. Y los que tenían bastante más, entre otros los luego conocidos como Hijos de la Reforma Agraria, en Europa.
Mientras tanto, los migrantes no intentaron integrarse a las ciudades, o quizá sí. Pero les era difícil. Y fueron ensanchando sus márgenes- la reiterada metáfora del ‘cinturón de pobreza’ que rodeaba Lima- y generando empresas informales, abultando la categoría de “trabajador familiar no remunerado”, las asociaciones de vecinos, y la cultura de la chicha y de la cumbia andina: Chacalón y la Nueva Crema, le cantaron al muchacho provinciano que se levanta muy temprano para ir a trabajar, que tiene la esperanza de progresar y busca una nueva vida en esta ciudad, donde todo es dinero y hay maldad. Esta nueva institucionalidad o la Otra Modernidad como la llamaba Carlos Franco, fundaron un personaje que se adaptaba pero que al mismo tiempo cuestionaba. Quería el progreso en medio de la maldad, por decirlo en las palabras de Chacalón. Y así surgen espacios territoriales como la industria y el comercio de la avenida Gamarra, que volatilizó el precio del metro cuadrado, hoy el más caro de Lima. Y también situaciones como los vendedores del mercado mayorista que se atrincheran con sicarios para resistir la autoridad. Son funcionales, decía Franco, y también contestatarios.
Desde las más de dos décadas que han transcurrido cuando Carlos redactó este texto, algunas cosas se transformaron veloz e inusitadamente. En lo personal, creo que una de las más notables fue la arquitectura. El estilo ‘muchacho – provinciano - que –triunfó’ se impuso en las calles de lo que antes era el cinturón de pobreza y ahora llaman ‘conos’: como vaticinaba Franco, lejos de copiar y asimilarse a un estilo (como muchas de las casas del distrito de San Borja), las casas de conos levantan orondas sus tres pisos enchapados de vidrios polarizados color aguamarina. Son generosas con el fierro forjado de formas caprichosas y marmolina, todo ello tiene algo de aire desafiante que contrasta con algunos barrios que se pasmaron para esa abundancia del progreso tipo soy muchacho provinciano, como Magdalena y hasta algunas calles de Miraflores.
La plata está allá, como lo prueban los supermercados y malls de los conos, cada vez más amplios y saturados de productos ante la languidez de la miraflorina avenida Larco, ella también cada vez más atiborrada de negocios subsidiarios de los conos.
El segundo cambio notable es la actitud de los jóvenes que Carlos había bautizado como plebe urbana, pero que sospecho no lo son más. Ejemplifico con lo siguiente: en el año 2008, la Municipalidad de Miraflores emitió una ordenanza en contra de la discriminación en el distrito, especialmente en los lugares públicos. Fue el corolario de una serie de denuncias sobre bares y lugares de baile que negaban el ingreso a jóvenes de color modesto y vestimenta ídem. Algunos colegas pesimistas no veían en esta situación más que un persistente racismo, para mí y siguiendo a Franco, ese gesto de los jóvenes de conos, que osaban ir a bailar a Miraflores- distrito que tiene pegada una etiqueta de opulencia no por falsa menos permanente- era la modernidad de quienes consideraban que su dinero- como lo manda el liberalismo económico- valía igual a los de sus contemporáneos y, por tanto, se sentían con y en su derecho a ingresar al local, a beber y a bailar. Con su gesto, ellos reivindicaban lo que les había sido ofrecido décadas atrás, eran los modernos.
Varios años después de ese casi exultante tono reivindicatorio de la plebe urbana y los exitosos migrantes, otro ensayo de Carlos Franco arrojó los reflectores a las casi autocomplacientes reflexiones de los cientistas políticos. Y fue un texto que causó escozor. En el seminario internacional “La participación ciudadana y la construcción de la democracia en América Latina”2 Franco presentó una ponencia que en su solo título se adivinaba una provocación Reformas del Estado y régimen político: de las expectativas e ilusiones a un realismo desencantado.
El texto era un estado de la cuestión de los estudios y ensayos escritos por cientistas sociales y analistas políticos sobre el corto período transcurrido entre el gobierno de Valentín Paniagua y los primeros años de Alejandro Toledo. Ambos desembalsaron normas para desconcentrar el poder en las regiones, generando una nueva institucionalidad en ellas, así como espacios de diálogo, como el Acuerdo Nacional, o de presencia de organizaciones sociales en los ‘presupuestos participativos’ y las Mesas de Concertación de Lucha contra la Pobreza. Casi con cariño, Franco califica de angélicos y universalistas los conceptos de participación, ciudadanía y sociedad civil, aplicados en el Perú, pues reforzaron una visión que excluía la fragmentación de la sociedad, la escasa influencia de organizaciones- sindicatos incluidos – la pérdida de derechos económico – sociales con la Constitución de 1993, y en fin, todo aquello que conspiró para que estos nuevos y participativos espacios no fueran mantenidos con entusiasmo por quienes estaban llamados a activarlos.
Lo que la gente hace y no lo que la gente dice, aseguró Carlos que era lo más importante frente a estos nuevos espacios que, aunque con un funcionamiento menoscabado, eran reconocidos como importantes por la población de las encuestas de opinión. Y entonces por qué, se pregunta, si estos espacios fueron creados para “consolidar la democracia” y generar el diálogo y la concertación, entre el 2003 y el 2004, se produjeron 8,400 movilizaciones de protesta, incluso más que en años anteriores.
Lo que Franco recalca en su ponencia es que las reformas neoliberales fujimoristas habían erosionado de tal manera el Estado, contaminado la sociedad y desvirtuado el valor de la organización que si la reforma estatal emprendida post - Fujimori no iba acompañada de una modificación también profunda de las condiciones de inserción del Perú en el orden internacional y en los términos de intercambio con las corporaciones transnacionales, era difícil que tuviera éxito. Así, frente a un panorama medio apocalíptico, Carlos llama a un debate realista sobre la democracia en el país, en medio de un escenario desencantado. Lo cierto es que a veces los analistas políticos suelen engolosinarse con nuevos conceptos, sin haber podido testear los viejos, comprobarlos con la realidad, siempre arisca, o esquiva o excesiva para calzar en estas nuevas proposiciones.