Justicia popular y linchamientos
El paradigma es Fuenteovejuna. Se trata de “hacer justicia con sus propias manos”, a veces matando a una persona, aludiendo con este acto a un ejercicio de “justicia popular”. Pueden surgir múltiples explicaciones para esas explosiones colectivas que convierten a “todos en uno” de tal manera que no hay responsables por el ajusticiamiento. El término “linchamiento” es el más adecuado para designar este comportamiento asignado por algunos a “masas enardecidas generalmente de bajo nivel cultural”. En diversas localidades se expone una banderola de advertencia a quienes pretenden robar: “Ratero: Te vamos a linchar”. ¿Diríamos que el aumento de los linchamientos a nivel latinoamericano es también un producto de la globalización? El artículo de una periodista brasilera, publicado en 2004 en el diario El País de España, se titulaba “La epidemia de la justicia popular”, presentando una explicación sobre el incremento importante de casos de linchamientos en Brasil y Argentina. Más aún, un catedrático brasilero afirma que “en 60 años, un millón de brasileños participaron en linchamientos". Podríamos agregar el importante ejemplo de México, donde han surgido en los últimos años diversas agrupaciones ilegales que buscan enfrentarse al duro contexto de delincuencia, crimen organizado y narcotráfico.
En el Perú la historia de los linchamientos es también de larga data. Hace cincuenta años el país fue impactado por el asesinato del ex mayordomo de la hacienda de Huayanay por comuneros, hartos, según declararon, de las fechorías del ajusticiado. En prueba de su justo actuar, los mismos comuneros trasladaron el cuerpo de su víctima hasta la comisaría del distrito. El “caso Huayanay” fue estudiado, generó múltiples artículos, innumerables opiniones de expertos, una película testimonial, con la idea de consenso que se trataba de la reacción primitiva de campesinos con una cultura diferente y ajena a la justicia “oficial”. Se afirmó –y se afirma- que la justicia al interior de las comunidades campesinas obedecía a ciertas normas existentes ya en tiempos prehispánicos, componentes de lo que se denomina “derecho consuetudinario”. Este argumento es un sustento importante en las normas que regulan la existencia y funcionamiento de las rondas campesinas. Varias décadas después, en 2004, una asamblea para cuestionar la gestión del Alcalde de la provincia El Collao, Cirilo Robles, y solicitar su renuncia, culminó en su asesinato a golpes por la multitud que asistía a esa asamblea. A diferencia de la marginalidad de Huayanay, en concordancia con el desarrollo de las comunicaciones, este asesinato fue televisado para todo el país.
Estos dos casos se han convertido en referencia obligatoria para cualquier interesado en explicar la explosión anónima de la justicia popular en contextos históricos específicos. Huayanay y El Collao tienen una historia precedente que explica la actitud colectiva violenta del grupo afectado. Podríamos presentar las particularidades de la “justicia popular” en el contexto del conflicto armado interno, pero ello escapa a esta breve nota. Nos interesa y preocupa hoy en día la multiplicación de decenas de hechos que pueden inscribirse en lo que se denomina “justicia popular” en relación con el aumento de la delincuencia común, que ha generado un incremento de violencia cotidiana en nuestra sociedad.
Es noticia casi diaria, proveniente de cualquier lugar del país, sea rural o urbano, la detención de un delincuente, sometido luego a castigo físico y en algún caso muerto por una turba de individuos que argumentan estar harto de la delincuencia. Como señala un autor, se trataría de un “ritual expurgatorio de justicia popular”.
El abogado Miguel Ángel Pérez, resume en la revista virtual Enfoque-Derecho, algunos de los casos recientes más sonados: pobladores en Coata, Puno, quemaron vivo a un delincuente; en La Libertad, los ronderos acusaron a una anciana de brujería y la mataron a golpes; en Juliaca lincharon y quemaron vivo a un presunto ladrón y asesino de una pareja. Como vemos, la justicia popular se aplica en todo el país.
Jaris Mujica registró a un conjunto de entrevistados a los cuales solicitó la asociación libre de la palabra “justicia popular” con la primera que se les viniera en mente; en orden descendente, las palabras más recurrentes fueron: “linchamiento”, “golpes”, “castigos”, “pobres”, “torturas”, “ladrón”, “policías”, “sangre”. Según el Barómetro de las Américas, “Perú es el país latinoamericano con más personas que dicen haber sido víctimas de delincuencia: un 30,6%”
Seguramente existe una estadística al respecto, clasificando los hechos según sus características principales (rondas, justicia comunal, abigeato, violación, etc.), pero las cifras no modifican el problema central, arguyendo como coartada principal la debilidad e ineficacia del Estado por controlar y sancionar a los delincuentes. Incluso, como la “justicia no es justa”, surgió en redes sociales la campaña denominada “Chapa tu choro y déjalo paralítico”, que pretende cubrir de legalidad el ejercicio particular de la justicia. En una página similar se afirma “No seamos mediocres llevándoles a los choros en la cárcel o comisaría para que luego salgan y atenten contra tu vida apenas te resistes. Siempre estos delincuentes tienen contactos como sea”.
La justicia por mano propia es ahora una realidad presente en los centros urbanos, incluso con mayor intensidad que en el ámbito rural. Dos son las causales principales de este incremento de actos que violentan la integridad física, incluso generan la muerte, de individuos sindicados como delincuentes. De una parte, la percepción del sistema jurídico y policial como ineficiente y lejano a las demandas de la población afectada por hechos delincuenciales. De otra, el afianzamiento de valores que cuestionan el monopolio de la justicia, potestad fundamental de cualquier Estado.
Algunas expresiones resumen la generalización popular del comportamiento institucional: “La policía siempre está lejos, no atiende, no escucha”; por su parte “el sistema judicial, los jueces, los fiscales, son todos corruptos, por dinero sueltan a los delincuentes que están presos”. Un boletín de la PUCP afirma que sólo el 20% de ciudadanos aprueba el accionar de la policía que los atiende. El porcentaje debe ser similar para el Poder Judicial en conjunto.
De otra parte, en muchos distritos del país existe una dependencia de “seguridad ciudadana”, vinculada a la ampliación de cámaras de vigilancia y al servicio de serenazgo, pero evidentemente ello no basta pues los índices delincuenciales siguen siendo al parecer los mismos. Hace una década se calculó en el Perú la ocurrencia de 2,000 episodios de justicia por mano propia. El 72% de los peruanos están de acuerdo con esas prácticas.
Además, encuestas informales señalan que la mayoría de la población aceptaría la reimplantación de la pena de muerte, sobre todo para violadores y asesinos de mujeres y niñas, pero también para delincuentes asaltantes. La sociedad responde con la ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente”. Para muchos, el incremento de los casos de justicia popular se explica por la crisis a nivel social, institucional, incluso moral, derivada de los niveles de corrupción del gobierno y el Estado. Podemos añadir que a esa crisis se suman los inmensos pasivos de acceso a servicios que el Estado peruano tiene acumulados sobre todo en los sectores más desfavorecidos, precisamente aquellos donde los linchamientos son más frecuentes.
Superar esa crisis solo será posible si logramos la confianza plena de los ciudadanos en el sistema judicial y en la policía nacional, podrá anular la posibilidad de hacer justicia con sus propias manos. Pero no es un asunto sencillo lograr confianza en ambas instituciones, supuestos pilares en el enfrentamiento a la delincuencia. No se trata de presupuestos mayores o de adquisición de más patrulleros; no dispongo de cifras exactas pero me parece que jueces y fiscales del país perciben en promedio salarios más altos que la inmensa mayoría de servidores públicos. Por ello, lo que debe enfrentarse resulta una combinación de limitaciones, desde la incapacidad, el burocratismo y la corrupción, hasta la discriminación y los prejuicios. En otras palabras, crear plena conciencia de ciudadanía en una sociedad que garantiza los derechos de todos.