Guerra, pacificación y conflictividad en el Perú
1980-2000-2020
-¿Cómo fue la vida en Huánuco entre 1980 y 2000, los años del conflicto armado interno, y cómo es ahora entre 2000 y 2020, en el tiempo posterior?
-¿20 años? Para nosotros son 40 años.
Huánuco, 6 de marzo del 2020
La Revista Quehacer me pide una reflexión sobre un período de nuestra historia reciente que solemos dividir en dos tiempos antitéticos, aún si no siempre logramos ponernos de acuerdo sobre como denominar y narrar esos momentos distintos: guerra interna, violencia política, conflicto armado interno, violencia a secas o terrorismo, entre 1980 y 2000; posguerra, posconflicto, retorno a la democracia, milagro peruano, entre 2000 y 2020. A lo largo de estos 40 años imágenes emblemáticas refuerzan la idea de un quiebre histórico en nuestro imaginario nacional.
En 1980 la quema de ánforas en Chuschi simbolizó el inicio de lo que Sendero Luminoso denominaba ‘lucha armada’; en 1983 las fotos de Willy Retto de la masacre de Uchuraccay reflejaron nuestros hondos y mortales desencuentros dicotomizados por la Comisión Vargas Llosa como el enfrentamiento entre un Perú moderno y un Perú primitivo; en 1988 la palabra ‘paquetazo’ se hizo emblema en las portadas de diarios que anunciaban la brutal subida de precios a la que nos acostumbramos en los tiempos hiperinflacionarios del gobierno de Alan García; en 1992 Alberto Fujimori con un mapa del Perú detrás y una banderita al lado golpeaba la Constitución y la democracia en televisión nacional, con argumentos que apuntaban directamente a la reestructuración de la economía antes que a librar la guerra con Sendero Luminoso; en el 2000 el término Democracia ondeaba en una inmensa banderola sobre una multitud que inundó el Centro de Lima durante la Marcha de los Cuatro Suyos.
El punto de inflexión se habría producido el año 2000, con el gobierno de transición de Valentín Paniagua. El inicio del siglo XXI y el tránsito político hacia la democracia electoral, luego de los largos años de guerra interna y del fujimorismo autocrático y corrupto en el poder, generaron la sensación de un nuevo comienzo. En las siguientes dos décadas el imaginario nacional registra otro tipo de imágenes: en 2002 el presidente Alejandro Toledo parecía bailar un vals con George Bush en Palacio de Gobierno en Lima en una foto tomada al inicio de las conversaciones sobre el Tratado de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos; en 2009, en la Curva del Diablo en Bagua, en medio del humo de disparos que atacaban lanzas, vimos el choque frontal entre organizaciones amazónicas y policías y oímos la vergonzosa justificación de un presidente que decía que los pueblos indígenas no eran ciudadanos de primera clase; el 2011 flameaba en Wall Street una bandera roja con el nuevo símbolo del proyecto nacional, la Marca Perú; en años siguientes, la bandera LGBT y las banderolas de #NoAKeiko y de #NiUnaMenos sacaron multitudes a las calles; y de pronto un 21 de marzo de 2018, la imagen del presidente Pedro Pablo Kuczynski renunciando al cargo rodeado de sus ministros con la estampa del héroe Miguel Grau detrás, daba la vuelta al mundo. Nada sorprendería tanto al país desde entonces como el inicio de la pandemia, los mensajes diarios del presidente Martín Vizcarra y el retorno del toque de queda, las declaratorias de Estado de Emergencia nacional y la circulación cotidiana de tanquetas policiales y militares.
Un líder y luchador social me dijo hace poco en Huánuco que no veía grandes diferencias entre los dos tiempos. Huánuco fue la tercera región más afectada en los años del conflicto armado interno, golpeada por Sendero Luminoso y el MRTA, por los narcotraficantes y por las Fuerzas Armadas y policiales del Estado peruano. La pacificación no llegó con la caída de Abimael Guzmán en 1992, ni con la transición democrática en 2000; ni siquiera con la captura de Artemio en 2012. La región vive una violencia de baja intensidad ligada en mucho a los mismos actores del tiempo de la guerra y por eso muchos ven más continuidades que rupturas.
Esa mirada me hizo pensar nuevamente [^1] en cómo Michel Foucault invierte el famoso aforismo de Clausewitz para afirmar que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Foucault propone entender el poder como la “puesta en juego y el despliegue de una relación de fuerza” que no se resuelve a través de un contrato social, negociaciones o acuerdos políticos, sugerentes imágenes del imaginario liberal que informan la retórica nacional. “El papel del poder político sería reinscribir perpetuamente esa relación de fuerza, por medio de una especie de guerra silenciosa y reinscribirla en las instituciones, en las desigualdades económicas, en el lenguaje, hasta en los cuerpos de unos y otros”.[^2] La política sería así la prolongación del desequilibrio de fuerzas que se expresa en la guerra; lo que llamamos posconflicto estaría impregnado de las secuelas de la guerra y la política se desarrollaría como un nuevo esfuerzo –esta vez silencioso—por la batalla final en la que los antagonistas buscan imponerse sobre el contrincante.
Ahora bien, ¿quiénes serían los contrincantes en el Perú? ¿qué estaría en juego en la relación de fuerza? ¿al lado de las continuidades derivadas de la pugna por el poder del tiempo de la guerra, no sería posible identificar también tendencias hacia la pacificación o por lo menos la democratización social y política del país? Pienso que las claves se encuentran en las mismas imágenes entreveradas que van marcando nuestro imaginario social.
El discurso de Alberto Fujimori justificando el golpe de Estado del 5 de abril es esclarecedor. El argumento principal para concentrar bajo su mando los tres poderes del Estado y tomar control de los medios de comunicación fue el obstruccionismo del Congreso. En su discurso, el adversario no era Sendero Luminoso que había declarado la guerra al Estado, era el sistema político mismo y particularmente la separación de poderes, aún cuando ya había logrado aprobar legislación anti-terrorista y tributaria sin mayoría congresal. La imagen de un estancamiento insalvable se usó para justificar un golpe de Estado que selló una alianza con las Fuerzas Armadas, un grupo de empresarios poderosos y una tecnocracia vinculada a instituciones financieras internacionales que habían diseñado la política económica del gobierno.
Fujimori asumió que había consenso sobre la necesidad de reorientar el modelo económico y defendió la necesidad de una "transformación profunda" de las estructuras económicas. No hubo consenso [^3] pero tampoco oposición mayoritaria. Quizás ya en este momento operaba una “memoria del desastre” [^4] que incluye no sólo la violencia armada sino también el doloroso recuerdo del colapso económico simbolizado en los paquetazos y los billetes de millones de intis del gobierno de Alan García. Esa memoria del desastre habría sido también decisiva en el siglo XXI, tanto para la firma a sangre y fuego –en Bagua, pero no sólo allí—del TLC con los Estados Unidos, como para la construcción del nuevo proyecto modernizador nacionalista en clave neoliberal que es la marca Perú, una propuesta que captura la imaginación de diversos grupos sociales en el país.[^5]
El retorno a la democracia trajo procesos electorales altamente contenciosos, cada vez menos competitivos y con resultados altamente irrelevantes frente a las demandas ciudadanas. Y es que la transición política dejó intacto el modelo económico sancionado en la Constitución fujimorista de 1993. Ese es el ‘sistema’ al que se alude cuando se acusa a la ciudadanía organizada de ‘antisistema’ por protestar contra decisiones gubernamentales que afectan derechos fundamentales. Así, el terruqueo y el recurso a declaratorias de Estado de Emergencia y a la militarización para ‘gestionar’ conflictos sociales por proyectos extractivos de minerales, territorios y derechos, son prácticas constantes que ilustran bien, siguiendo de cerca a Foucault, cómo la guerra silenciosa se inscribió en las instituciones, las desigualdades, el lenguaje y los cuerpos por defender el modelo económico.
Pero también son visibles formas de resistencia y abierto cuestionamiento impulsadas desde la sociedad, apelando a la promesa esquiva de la democracia. A falta de intermediarios políticos institucionalizados (léase, un verdadero sistema de partidos, no un sistema de emprendimientos electoreros) y frente a un evidente proceso de descomposición política, que también se revela en la institucionalización transversal de la corrupción en el Estado, diversas formas de organización y articulación social logran a veces hacer contrapeso al poder gubernamental y reorientar el curso de sus acciones. Aunque no se trate de una relación de fuerza equilibrada o permanente, aunque los contrapesos sociales no se articulen como un solo puño o con un solo mensaje, algunos llegan a tener poder de veto gubernamental, como cuando se dice colectivamente: “Todos somos Bagua”, “Conga no va”, “#NoAKeiko” o “No al Nuevo Régimen Laboral”.
40 años después del inicio del conflicto armado interno el Perú no está dividido en dos frentes, no ha sido ´pacificado´ por el modelo ni se ha impuesto un consenso que resuelva las tensiones que lo recorren. Los enfrentamientos persisten y la impronta de la guerra se deja sentir, en un escenario que tiene contrapesos y conflictos superpuestos y entreverados que revelan la lucha viva por conducir el país a puertos que imaginamos distintos.