El senderismo: un maoísmo impostado
“La Revolución es un drama pasional”
Mao Zedong
La revolución y el siglo XX
Existe un cierto consenso en un sector de historiadores respecto a que el siglo XX, como dijo Eric Hobsbawm, fue “corto”. Para ellos, el siglo XX comenzó con la Gran Guerra en 1914 y terminó con la caída de la Unión Soviética. Para algunos la Gran Guerra abrió las puertas para la Revolución Rusa que fue, en definitiva, la que estableció las características del siglo XX. Como dice el historiador catalán Josep Fontana, “…uno de esos intentos de transformación social que se inició en Rusia en 1917, ha marcado la trayectoria de los cien años transcurridos desde entonces”.
Durante mucho tiempo he pensado en analizar la historia de América Latina tomando en cuenta este “esquema”; es decir, ver también el siglo XX como el Siglo de las revoluciones. Hay razones suficientes para sostener esta idea. Una de ellas es la existencia de la Revolución Mexicana que se inició en 1910 y terminó (lo que no es tan cierto) en 1917, coincidiendo con la Revolución Rusa.
Este ciclo inaugurado por la Revolución Mexicana, concluyó cuando la Revolución Cubana que nació bajo las banderas del nacionalismo y la democracia, se transformara en una revolución socialista debido a causas internas y externas, en particular las agresiones y amenazas de EEUU y el apoyo al proceso de la Unión Soviética. Se puede afirmar que cada ciclo está definido por el contenido y los impactos que la revolución provoca. Así, la Revolución Cubana provocará que tanto las corrientes nacionalistas como las socialistas en la región se fusionen bajo las banderas del antiimperialismo. Con ello, América Latina se incorporaba a los movimientos anticoloniales que se habían desarrollado en África y en Asia, por ejemplo, el vietnamita que en su momento fue el más importante y que junto con la figura del Che, fue símbolo de este momento “liberador”.
Alessandro Russo define estos años como un “gran momento igualitario” a nivel mundial, que permitirá un “gran momento político de creatividad como una excepción singular”. Este “momento igualitario” también puede ser entendido como la lucha por ser “hombres sin amo”, tal como sostiene el historiador Christopher Hill, en su libro “El mundo trastornado. El ideario popular extremista en la Revolución inglesa del siglo XVII” La igualdad es siempre un poderoso motor, un llamado a la acción. En su conocido ensayo “La tradición autoritaria”, Alberto Flores Galindo sostiene que en el Perú en los años sesenta y setenta esa igualdad se vivió bajo las banderas del llamado clasismo que “implicaba una concepción diferente de la democracia. Reclamaba el igualitarismo social. Una reformulación de las relaciones sociales. Una nivelación desde abajo”. El velasquismo, entendido como proceso de reformas, fue quizá la más importante de las expresiones del momento igualitario que se vivió en esos años en el Perú.
Por eso en los años sesenta a nivel mundial los jóvenes, trabajadores, mujeres y las minorías, cada uno a su manera, se rebelaron contra la autoridad, la tradición y, como es lógico, contra el poder, lo que permitió el nacimiento en occidente de una izquierda que podemos llamarlo postestalinista que tomaba distancia de los “partidos de clase” y en especial de los viejos partidos comunistas.
Una de sus expresiones más significativas fue la famosa Revolución Cultural en la China, que representó para algunos sectores comunistas una “tercera etapa” del marxismo. Es curioso que estos procesos se dieran cuando el “comunismo soviético” iniciaba una lenta y larga crisis, que se expresó en los desacuerdos públicos con varios de los partidos comunistas de occidente, que se alejaron del “comunismo soviético”. La señal más importante de ese declive sería la invasión de la Unión Soviética a lo que fuera Checoslovaquia.
Como era de esperarse, en cada país, región o continente, este “momento igualitario” se expresó de manera distinta. Sin embargo, lo que igualaba a las fuerzas que intentaban ponerlo en marcha, era una gran voluntad política que tenía por objetivo el poder y a la lucha armada como el método de conquistarlo.
Con el nacimiento de la “nueva izquierda” y los cambios radicales que se produjeron en la relación con EEUU por la Revolución cubana, en América Latina este “momento igualitario” se vivió en dos etapas. La primera en los años sesenta, la década de la “guerrilla rural”, que buscaba en cierta manera imitar el proceso de la Revolución cubana; la muerte del Che Guevara en Bolivia (1967), será un punto de inflexión y el anuncio del fracaso de esta vía (a excepción de Colombia y América Central).
Ello obligó a que la “acción revolucionaria” se desplace a las ciudades, como sucedió en América del Sur. Sin embargo, como dice sostiene Hobsbawm en su “Panorama de la guerrilla en América Latina”, llamar “guerrilla urbana” a estos movimientos “puede ser algo engañoso porque no se basan en el apoyo o complicidad de la población, como cualquier guerrilla rural” sino más bien en el anonimato y en la clandestinidad que permiten las ciudades y en la capacidad de autosuficiencia, sobre todo económica y militar, de aquellas organizaciones.
Como dice Enzo Traverso en “A sangre y Fuego” (Edit. Prometeo: 2009): “Si el final de los años 60 estuvo dominado por el espíritu de revuelta que tocó a toda una generación, en la década siguiente y dentro de la franja más politizada, aquella que le gustaba considerarse una ‘vanguardia’, se desarrollo un proyecto revolucionario que tomaba, por momentos, la forma de una preparación para la guerra civil”.
La violencia política y militar que se vivió en la década de los setenta y hasta la mitad de los ochenta, sobre todo en el Cono Sur y América Central, entre grupos armados y los aparatos represivos del Estado que secuestraban y desaparecían a sus “enemigos”, por su carácter “exterminador” fue brutal. Lo que sucedió en Argentina y Chile en los setenta y en los años ochenta en Guatemala, fue expresión de una “guerra civil” de largo aliento que se vivió con heroísmo y horror en América Latina y que fue no solo una de las consecuencias de la Revolución Cubana sino también de este “momento político igualitario” del cual nos habla Russo.
Pero ese año, como veremos más adelante, fue mas bien un parteaguas en la historia del comunismo internacional.
1979, el dios Jano y Sendero Luminoso
En 1961 Nikita Jrushchov predecía que la Unión Soviética alcanzaría la tierra prometida del comunismo en 1980. Pero en realidad el tránsito entre los setenta y los ochenta funcionó en la historia del comunismo internacional como una suerte de parteaguas. De acuerdo al historiador Enzo Traverso, “la ola revolucionaria tuvo su epílogo en Managua en julio de 1979, en correspondencia como el traumático descubrimiento de los campos de la muerte camboyanos”.
El comunismo o la revolución como signo de esperanza y cambio, mostraba ese año sus propios límites. Era como el dios Jano, que tenía dos caras que lo dotaban del poder de ver el futuro y el pasado al mismo tiempo: una cara fue la de la liberación simbolizada en el triunfo del sandinismo en Nicaragua, la otra, la del horror, los campos de exterminio en Camboya, que recordaban los gulag de la época estalinista.
En junio de ese mismo año, el IX Pleno del Comité Central del Partido Comunista del Perú (conocido luego como Sendero Luminoso) sanciona “una nueva etapa en la vida partidaria y el inicio de la lucha armada” que comenzó en mayo de 1980 en medio del retorno a la democracia en el Perú tras 12 años de gobiernos militares. El argumento para iniciarla fue que se vivía un “equilibrio estratégico a escala mundial”. En realidad, era todo lo contrario: el “momento igualitario” se cerraba con la crisis del comunismo para abrir paso a la hegemonía neoliberal y a una globalización del capitalismo cuyo signo principal era y sigue siendo la desigualdad.
Retrato de Abimael Guzmán, exhibido junto a iconografia del PCP-SL. Agencia EFE</em>
No es nada casual que al año siguiente, en 1981, el “maoísmo”, entrara en crisis cuando el propio PCCH declaró que la Revolución Cultural (1966-1976) “iniciada y dirigida por el camarada Mao Zedong”, fue “responsable del más severo revés y de las mayores pérdidas sufridas por el Partido, el Estado y el pueblo desde la fundación de la República”. Era el fin del maoísmo de la Revolución Cultural, que fue elevado en esos años a la categoría de pensamiento o tercera etapa del marxismo, y que para Sendero era la fuente principal de su ideología.
En este marco, el senderismo fue producto de un contexto en el cual el pensamiento de izquierda estaba asociado a la lucha armada, pero también de la voluntad de un grupo de comunistas que reproducían no el “sendero luminoso” de José Carlos Mariátegui sino el de la Revolución Cultural China. También fue parte del “momento igualitario”, que en el Perú tuvo una de sus expresiones en el gobierno militar de Velasco. Eran años donde todo era posible: rebelarse, “no tener amo” y pretender construir una sociedad de iguales. El senderismo, en ese sentido, puede ser leído como el grupo más extremista al interior del movimiento comunista del momento igualitario que se vivió en el Perú.
En “Gonzalo el mito, Apuntes para una interpretación del PCP”, Julio Roldan sostiene que el senderismo “llevó a la práctica lo que toda la izquierda peruana discutió, practicó, escribió y preparó a lo largo de la década del 70”. Ello es parcialmente cierto. Basta recordar la imagen de Horacio Zevallos, dirigente magisterial y candidato a la presidencia de la República en 1980 por la Unión Nacional de Izquierda Revolucionaria (UNIR), levantando un “fusil de palo” como símbolo y síntesis de un programa electoral que mostraba las paradojas y contradicciones de una izquierda que iniciaba su ingreso a la democracia liberal, que buscaba “representar” a los de “abajo” y mantenía un discurso en el cual la “violencia revolucionaria” ocupaba un lugar central. Sin embargo, Roldán se equivoca cuando afirma que un “punto fundamental” que diferencia al senderismo de la otra izquierda (calificada por algunos como la “izquierda legal”), es “la consecuencia con sus principios”. Para Roldán, esa consecuencia está referida únicamente al uso de la “violencia revolucionaria”, como si su uso fuese una cuestión de “principios” y no un problema derivado de la propia política y de las consecuencias de la acción misma.
En un comentario al libro de Arno Mayer “Las furias. Violencia y terror en las revoluciones francesa y ruso”, Enzo Traverso dice que “Mayer no niega el peso de la ideología en el terror bolchevique (...) pero se niega a ver en ella la única causa y mucho menos la causa decisiva. Según su óptica, para explicar la violencia del poder soviético hay que relacionarla con la de la contrarrevolución”. Con este apunte no trato de justificar la violencia senderista, mucho menos compararla con la experiencia rusa. Pero sí quiero decir que cuando el conflicto interno pasó de ser un enfrentamiento entre senderistas y policías, a una confrontación entre senderistas y fuerzas armadas, se transformó en determinadas zonas del país en una “guerra civil” y abrió el espacio para que violencia y terror se unan, aunque de un modo particular.
Una guerra une violencia y terror a la vez que divide a la sociedad en tanto permite distinguir quiénes son amigos y quiénes enemigos. Con la violencia senderista no sucede lo mismo. Todos o casi todos eran sus “enemigos”. Ese sectarismo no es sólo producto del subjetivismo de sus militantes o de una “ideología senderista”, sino también consecuencia del cambio de escenario en el enfrentamiento armado, de una estrategia política y una concepción del socialismo que poco o nada tenía que ver con el momento político y el desarrollo de las corrientes socialistas y comunistas en el país.
En realidad, el senderismo o el llamado Pensamiento Gonzalo no era otra cosa que el maoísmo de la revolución cultural, que en China tenía sentido, pero que aquí resultó siendo un “maoísmo impostado”, un falso maoísmo. Sendero representaba a un maoísmo que en la misma China había sido derrotado y que estuvo representado por la llamada Banda de los Cuatro. Para entender esta idea, que suena a clase de arqueología política, hay que partir del debate entre los partidos comunistas soviético y chino.
A diferencia del comunismo soviético, el maoísmo de la Revolución Cultural planteaba que en la transición al socialismo existían dos temas fundamentales: que la garantía de la transición al socialismo estaba vinculada a la vigencia de la dictadura del proletariado y que en ella, la lucha de clases continuaba. Como dice Daubier en su (“Historia de la revolución cultural en China”: “En consecuencia, mientras la sociedad no pueda proporcionar a cada quien de acuerdo a sus necesidades, seguirá siendo una sociedad de escasez relativa y, por lo tanto, de desigualdad”. En cambio, para los maoístas el “defecto” de desigualdad se debía a la existencia de la división del trabajo -sobre todo entre el trabajo manual y el intelectual- y que ese “defecto” eras más visible en la relación entre dirigentes y dirigidos.
Foto: EFE</em>
En este contexto, la Revolución Cultural planteaba una suerte de “revolución permanente”: el periodo de transición al socialismo tomaba la forma de una lucha contra aquellos dirigentes que buscaban no solo mantener sus privilegios y burocratizar el Estado sino también restaurar el capitalismo. Por eso la Revolución Cultural debe ser vista como una pugna “igualitarista” y, por ello, como una abierta lucha de clases que se da tanto al interior del partido como en la sociedad. La idea de la “lucha entre dos líneas” (una burguesa y otra proletaria), que tanto le gustaba repetir a Guzmán, viene de esos años.
Hay que tomar en cuenta, además, que ese maoísmo de los sesenta significó una ruptura abierta con el modelo soviético, pero también con la tradición estalinista que en los años treinta proclamaba que ya no existía la lucha de clases en su país. En su libro “La revolución cultural” Roderick MacFarquhar y Michael Schenhals afirman que Mao, en una conversación con su sobrino dijo que “la estabilidad y la unidad no suponen abandonar la lucha de clases. La lucha de clases es el elemento clave, y todo lo demás orbita a su alrededor. Esta es una cuestión en la que Stalin se equivocó gravemente”.
Esta diferencia explica por qué el “terror rojo” que se vivió durante la Revolución Cultural fue distinto al del periodo estalinista. Mientras que el primero estaba dirigido contra las autoridades, las tradiciones, el pasado feudal y movilizaba a miles de jóvenes, el estalinista fue selectivo, policiaco y se expresaba en unos juicios políticos que eran una verdadera parodia. Para los primeros, sus enemigos eran “revisionistas”, para los segundos, “agentes” de una potencia extranjera. Más allá de utilizar estrategias políticas distintas, en lo que se asemejan Mao y Stalin era en que ambos buscaban consolidar su poder al interior del partido. Por eso el “terror senderista” se parecía más al terror estalinista que al maoísta de la Revolución Cultural.
Esto explica porque la “revolución senderista”, al repetir el “modelo” de la Revolución Cultural, estaba condenada al fracaso. Al ser un “maoísmo impostado” tuvo que crear una historia ficticia que consistía en que el inicio de la lucha armada era también el inicio de la construcción del socialismo en el Perú, que el Partido era la “dictadura del proletariado, que Guzmán era el “Presidente” de una República ficticia y que su pensamiento político, el de “Gonzalo”, como fue el de Mao en su momento, representaba una “cuarta etapa” en el desarrollo del marxismo.
Dirigentes del PCP- Sendero Luminoso en 2019, durante el juicio por el atentado terrorista en la calle Tarata de Miraflores-Lima (1992). Foto: Poder Judicial</em>
En 1992 Abimael Guzmán fue capturado por las fuerzas del orden sin disparar un solo tiro. Nada quedaría del tono apocalíptico empleado pocos años atrás que “lo nuevo es la lucha armada, las ardientes llamas inmarcesibles de la guerra popular, […] solo eso es lo nuevo, lo demás es lo viejo, es el pasado...”. Ese mismo año, 1992, la Unión Soviética dejaba de existir como la capital del proletariado mundial. Una etapa del comunismo en el Perú y en el mundo llegaba a su fin.
La revolución es, muchas veces, un baile con el diablo. Como dice un verso del poeta Tulio Mora: “solo bailando con el diablo se puede salir del infierno”. El problema es que algunos se quedan en el infierno.