El aprendizaje de los años difíciles
El 17 de mayo pasado se cumplió un aniversario más del inicio del Conflicto Armado Interno. La guerra fratricida y extendida en casi veinte años nos dejó un país socialmente ruinoso. Pocas redes resistieron y sobrevivieron a ese período. Y si bien todos lo vivimos de alguna manera, y no sin temor, los más pobres -campesinos, quechua hablantes, semianalfabetos- asumieron las peores consecuencias.
Cuarenta años después volvemos a ver un país conmocionado. Entre 80% y 90% de los encuestados por el Instituto de Estudios Peruanos en abril,1 afirma sentir miedo a contagiarse o a contagiar a otros, a que el número de muertes se descontrole y al empobrecimiento familiar asociado a la lucha contra la pandemia. También, 51% dice temerle más al hambre y 43% a perder su fuente de ingresos. Otro dato: en las regiones aumenta el temor a empobrecerse más. Tal como se vivió en el sasachakuy tiempo, los años difíciles de la violencia política, el hambre como sinónimo de pobreza extrema vuelve a competir en nuestro país con poderosísimas representaciones de lo mortífero. Pasaron cuarenta años y los escenarios cambiaron, pero si hurgamos en la memoria, alguna vieja pista podrá arrojarnos algo nuevo.
Los miedos externos son sobre todo miedos internos
La vivencia del miedo, aunque es compartida con los animales, en los humanos adquiere formas y contenidos propios a cada tiempo y cultura. Coloquialmente le asignamos un objeto (miedo a algo) pero, así como Magritte pintó una pipa que no era solo una pipa, es necesario diferenciar el objeto concreto de sus representaciones: la mental, es decir, los significados personales que se le asocian; y la social, los significados sociales atribuidos. El grado de coincidencia es tan variable como personas y sociedades hay en este mundo, aunque ambos tipos de representaciones funcionan interconectadas, no son enteramente independientes.
Flickr Ministerio de Salud</em>
Por ello nunca es fácil discernir sobre lo que produce miedo. El elemento concreto es apenas representante de un complejo entramado de significados personales, de ahí que la ponderación del peligro también sea compleja de discernir. La deliberación depende de las transacciones que cada quien hace entre la realidad externa y su realidad interna, sopesando estilos de personalidad, experiencias e historias de vida, el desarrollo cognitivo, los recursos materiales, limitaciones de todo tipo, etc.
Puede afirmarse, entonces, que el temor a una externalidad siempre lo es porque amenaza la realidad interior. En otras palabras, el temor a algo real pone en riesgo todo aquello que me representa como persona, como fulano o fulana de tal. El riesgo es perder esa “síntesis” interna que buscamos mantener, esforzadamente, para equilibrarnos como seres biopsicosociales. Se trata de eso propio a la existencia humana, lo que podemos llamar nuestro yo, nuestro self o nuestro sí-mismo, aquello que nos define y que es parte de nuestra identidad. Aquello que, en términos amplios, solemos cuidar, preservar e identificar como nuestra “salud mental”.
Ni el viento ni el tiempo se llevaron nada
El Conflicto Armado Interno hizo frecuente la sensación de que la muerte podría sobrevenir pronto y de manera extrema. En muchos pueblos y zonas rurales la experiencia fue de catástrofe: la gente atestiguó el derrumbe de su vida tal como la había vivido hasta entonces, en su dimensión social, política, económica, cultural, en lo personal, en lo familiar y lo comunitario. Las catástrofes son multidimensionales, lo catastrófico es ver la propia vida colapsando, ver que lo impensable sucede. La extensión temporal de esos años volvió al conflicto un marco, un contexto, un paradigma de vida. Miles de niños y adolescentes crecieron en ese escenario. Las experiencias de sangre y terror cotidianas marcaron nuevos parámetros sociales y culturales, que se tradujeron en modificaciones significativas en los procesos de socialización de familias y comunidades. Los niños de entonces son los adultos de hoy y muchos muestran el resultado de esos procesos de subjetivación. Frustrados y cargados con la violencia recibida y atestiguada en la infancia, oscilan entre anestesiarse psicológicamente con el abuso del alcohol y el ejercicio de la violencia sobre los cuerpos y las mentes de otros, especialmente en los niños, las niñas y los adolescentes de ahora.
Torre de la compañía Entel Perú dinamitada por miembros de Sendero Luminoso en Huacho, 1981. Foto de Carlos de Rosario. Archivo CVR</em>
Por si hubiera objeciones con el concepto de trauma y la occidentalización que supondría a la comprensión de nuestras realidades, pensemos en llakis, vocablo quechua que se ha traducido como tristeza pero sin incorporar sus sutilezas semánticas. El empleo cotidiano suele integrar dos experiencias contextuales: el sufrimiento producido por el conflicto armado y el producido por la situación de pobreza. En el fondo, se trata de la equivalencia de dos vivencias semejantes en importancia y magnitud. Aunque formalmente distintas, algo de una y otra se funden y confunden. Fueron tiempos de encerrona trágica, diría el argentino Fernando Ulloa, apuntando al estatuto de crueldad que subyace a las condiciones de vida, violentas, extremas, en nuestros países latinoamericanos. Encerrona por su sentido de dilema y lo trágico que evoca la crudeza: si no mueres de hambre, una bala te mata, una bota te empuja al vacío, un encapuchado te viola o viene alguien y te desaparece para siempre. Vivir implicó dormir en la copa de los árboles, correr entre las tunas, intercambiar un familiar por otro (como en La decisión de Sofía, famosa película de Alan Pakula), dejarse violar para salvar a los pequeños, empuñar un arma, un cuchillo, una piedra, y tener que usarlos y matar. Quien se cansó o se resistió a la deshumanización se fue. Agarró una chompa, rellenó de cancha sus bolsillos, abrazó al primero, echóse a andar. Días, semanas, meses. Llegaron a Huamanga, fueron hasta la selva, hasta la costa, a Lima. La gente mandó a sus niños, solos o con desconocidos, con la esperanza de que sobrevivieran al peor destino, el que le esperaría de quedarse en casa. En muchos casos nunca más los volvieron a ver y con los años se han seguido preguntando si habrían llegado vivos a la capital. Y si lo lograron ¿qué será de ellos?
Algo sabemos de estas cosas
El primer significado de pandemia refería aquello que, en su causa y efectos, le incumbía a la mayoría. Proveniente de la palabra epidemia, voz griega para decir “estancia” o “asentamiento sobre un pueblo”, ambos vocablos fueron usados por Hipócrates en sus cuadernos de viaje, cuando describía las costumbres de los pueblos que visitó como médico itinerante. Pandemia, lo que le importa a todos.
No demanda mucho esfuerzo notar que la actual crisis por la COVID-19 tiene vigentes esas diversas acepciones. Ningún peruano está indiferente ahora. Estamos todos de alguna manera alertas, asustados. Incluso los que diferencian entre el miedo al contagio o al hambre, viven experiencias de sobrecogimiento y preocupación. Y si bien el tratamiento de toda crisis debe apuntar a resolverla y no a los problemas estructurales que la favorecieron, esto no implica dejar de pensar. De hecho la raíz de crisis, también griega, krinein, formó los vocablos “crítica” y “criterio”. Hay que usarlos.
En otros países se habla de estos tiempos como la primera vez de algo tan grave. “Es catastrófico”, dicen hurgando en las memorias individuales y colectivas. Y sí es verdad que vivimos por primera vez la propagación de un virus tan fuerte y letal, sobre todo porque atañe a tantos países a la vez. Pero en el Perú no podemos afirmar que todo lo actual nos sea ajeno. Ya tuvimos confinamientos, toques de queda, estados de miedo y desconfianza colectivos, cuerpos desplomándose sobre el pavimento, policías y militares dominando la vida de las calles, y en muchos casos, con total impunidad. Ya hemos vivido, incluso, la afectación de la experiencia de duelo y específicamente el impedimento a velar los cuerpos, cuando las fuerzas subversivas y del orden desaparecieron a miles de peruanos. Los vuelos de la muerte sobre el río Huallaga y los hornos crematorios de Los Cabitos aseguraron que fuese para siempre. En el paroxismo, Sendero Luminoso se encargó de prohibir el recojo de cadáveres en los pueblos, imponiéndole a la gente el castigo de ver desde sus ventanas a familiares y vecinos descomponerse o ser devorados por los perros.
A estas alturas nuestro país tiene mucha cosa vivida. Y eso que el Conflicto Armado Interno es un recorte temporal de una historia de violencia más extensa y focalizada en las poblaciones sobre todo campesinas, indígenas, largamente entregadas también al analfabetismo y la desatención. Habrá trauma, llakis, pero también experiencia: hoy vemos cómo inmensos colectivos se desplazan actualmente por el país. Cuántas historias de huidas a pie hemos tenido acumuladas sin saberlo. ¿Qué es lo que realmente sorprende? Quizá que quieran irse de Lima, la ya no tan deseada “Ciudad de los Reyes” y ahora, más bien, de los infectados. Quizá sorprende que huyan del contagio por sus propios medios, dejando la peste atrás. Se van de Lima como una acción afirmativa del derecho a la vida, la exacta vuelta contraria de lo que ocurrió hace cuarenta años, cuando los otros desplazados (¿sus padres, sus abuelos, algún vecino o paisano?) dejaron sus casas por llegar a la capital.
Flickr Ministerio de Salud</em>
Metafóricamente, un sentido de vida se completa. Volver a casa como representación mental y social de la búsqueda de un espacio más seguro para la subsistencia. Sorprende, quizás, porque antaño se leyó el desplazamiento a Lima no como la búsqueda de la sobrevivencia sino como la ilegítima asimilación del ser limeño. La Comisión de la Verdad y Reconciliación recogió el titular de la prensa de entonces: “Los pueblos serranos invaden Lima”. Esa interpretación se hizo local, común y ha servido durante décadas para herir de gravedad el núcleo mismo de la diferencia del otro: “serrano”, “cholo”, “igualado”, “quién te crees”.
No deja de ser verdad que muchos de esos “caminantes”, desplazados sin eufemismos, están contagiados y que en términos sanitarios es un riesgo para ellos y para otros viajar así. Esa verdad, ni la real necesidad de atenderlos, oculta la sorpresa que le dieron a la sociedad del mainstream y los medios del establishment, al decirles que se iban a sus comunidades y pueblos, porque estaban más seguros en términos de salud y alimentación. Muchos, además, al afirmar su capacidad de pago, reforzaron la autonomía que pusieron en ejercicio con la decisión de echarse a andar.
Hay varios aprendizajes entonces, pandemia es asunto de todos. Nos agarra diferentes, más curtidos por la extrema dureza de la vida en el Perú. El temor al virus nos recluye en nuestras casas; sin embargo, solo las clases acomodadas pueden hacerlo como primerísima prioridad. Otros, digamos que —por oposición— las clases incomodadas, asumen que es peor quedarse en casa dejándose morir por hambre. Si la gente un día ya salió a buscar comida entre disparos, muertos y violaciones, escondiéndose en cuevas y sorteando zorros, pumas y demás animales salvajes ¿cómo no lo haría con un virus que además ni se ve y del que —dicen algunos— hasta podría ser mentira? Una población que con criterio de realidad (su realidad, es decir, acorde a sus circunstancias, como psíquicamente corresponde que sea en el discernimiento de la superviviencia) sopesa la letalidad aleatoria del virus o la letalidad más uniforme y constante, la del hambre. Puesto de otra manera, si hay que elegir entre dos tipos de muerte (aquí no hay metáfora, es lenguaje crudo), las clases acomodadas pueden aguantar los riesgos con mejores recursos. Los que no, deberán elegir de qué es menos malo morir: ahí las creencias y fantasías psicológicas convencen al sujeto de que probablemente, esta vez y la vez siguiente, la amenaza del virus no le va a tocar.
La política: cambiar nosotros para cambiar la realidad
Se ha escrito y se seguirá escribiendo sobre cómo el neoliberalismo ha producido subjetividades individualistas, depredadoras, nihilistas. Sobre cómo nos fuimos alienando al normalizar la desigualdad, la precariedad, la informalidad. También acerca de cómo se incorporó como un valor la autoexplotación y cómo nos acostumbramos a llamarlo “compromiso” con la empresa. Seguiremos hablando de cómo específicamente en nuestro país mantuvimos silencio y fuimos conniventes a las condiciones de sobreexplotación de los espacios formales y de semiesclavitud de los informales. Todo ello y más se hizo costumbre, discurso, sentido común. Penetró en nuestra forma de ser peruanos y en la cultura que funciona como revestimiento psíquico: se nos hizo normal. No hay quien se salve de la potencia cultural del neoliberalismo. Lo bueno es que podemos pensarla y eso nos permitirá hacer algo.
Una paciente espera la atención en ventanilla en la puerta del Hospital II Ramón Castilla. Lima, 2020. Foto de Luisenrrique Becerra</em>
Antes dijimos que en tiempos de crisis detenernos a resolver lo estructural es desviar la atención que demanda lo urgente. Pero lo urgente no quiere decir necesariamente lo concreto. Lo psicológico no se puede ver pero existe. Y lo que sí se puede decir concretamente es que la pandemia y el confinamiento volvieron a poner a prueba el equilibrio psicológico en el país. Hay que advertir, sin embargo, que no basta con decir que debemos desplegar redes de psicólogos, psicoanalistas y psiquiatras. La salud mental depende mucho más de lo social que de nosotros los clínicos. Desde lo político, por ejemplo, se puede hacer un montón para sostener psíquicamente a una población que hace malabares para no colapsar entre la precariedad material de sus vidas y del servicio de salud. En tanto sujetos que crecimos sumergidos en un mundo drástico, extremo, el miedo es un componente subjetivo que ha sido estimulado y mantenido de múltiples maneras: pobreza, hambre, desempleo, terrorismo, delincuencia, depredación. Lo cierto es que ahora, como antes, la gente tiene miedo. Miedo real, conmoción, sentido de verdad en el cuerpo y el psiquismo: 8 de cada 10 peruanos lo reconoce abiertamente. Pero ni el miedo ni la angustia se resuelven negándolas o desmintiéndolas, haciendo como que no existieran.
Las más diversas posiciones de izquierda han tenido y tienen amplias dificultades para incorporar las realidades subjetivas en sus análisis, posiciones y discursos. Creen que lo subjetivo es sinónimo de irrealidad; que es “privado” o de un terreno incognoscible y, quizás, por tanto, no interesa. Llegado un punto, a veces parece perderse el reconocimiento básico de la experiencia individual. Por ejemplo, a más de setenta días de cuarentena no se lee ni se escucha ningún llamado de las organizaciones políticas a socorrer a la población. Sin redes de apoyo, dejados a su suerte o a las iniciativas del gobierno –es decir, sin alternativas de interpretación o contraste--, se confirma una realidad en la mente: estamos solos. O con el gobierno. Habría que preguntarse entonces qué política queremos hacer o estamos haciendo.
Ciudadanos de Puno protestan en la avenida 28 de Julio en Lima exigiendo que su gobierno regional gestione su traslado. Foto de Luisenrrique Becerra</em>
El miedo no se extingue por sí mismo, pasa cuando algo es comprendido. De lo contrario el miedo se traspone psíquicamente en odio: si no puedo contra lo que temo, al menos puedo odiarlo y descargarle toda mi rabia, mi frustración y la impotencia por haberle temido en un principio.
Los tiempos de crisis nos ponen a vivir en un ligero movimiento pendular, en la incertidumbre de si saldremos mejor, con más cuidados y aprendizajes, o si saldremos peor, por vías restaurativas hacia un orden anterior. Lo anterior, en el Perú, es el peor escenario de todos los escenarios. No olvidemos que el miedo está relacionado con elementos interiores que son esenciales a la vida subjetiva de la gente, involucra lo que nos sostiene y nos da identidad. La lucha por mejores condiciones de vida en el país es urgente, vista la grave precariedad que transparentó la pandemia. Sin embargo, la política que por sostener la indignación levanta también los miedos y las angustias de la gente, termina sumándose a los golpes del capitalismo y el neoliberalismo deshumanizante, nos aniquila como sujetos pensantes y políticos. La radicalización está en la comunicación política de los mensajes coherentes, inclusivos e igualitarios, en la necesidad de convocarnos para desarrollar prácticas de cuidado. Cuidarnos entre nosotros. La gente está a expensas del miedo porque no hay dónde voltear, no hay punto de apoyo, sostén identitario, parámetros a los cuales volver y revisar. Si lo hace es a cuenta propia, sin mediación. Pero los partidos y movimientos políticos están justamente para mediar, para digerir la realidad cruda, cruel, que implica vivir entre nosotros. El riesgo de abdicar a esa tarea política es inmensa. Por la mengua psicológica que implica al individuo y al tejido social, pero también por la puerta de entrada que supone para proyectos políticos autoritarios, conservadores, fundamentalistas. Cuarenta años después esto también tendríamos que haberlo aprendido.
Footnotes
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IEP Informe de Opinión –Abril 2020. Creencias y miedos frente al Covid-19. Encuesta telefónica a nivel nacional ↩