El estudiante modelo (económico)
Hacia un perfil del universitario peruano en el neoliberalismo
En noviembre de 1996, surgió en el Perú un nuevo modelo de universidad que progresivamente se ha ido consolidando, expandiendo y legitimando. Este proceso, que ha desbordado su origen en el sector privado hasta alcanzar a la universidad pública, ha generado una serie de cambios de los que pareciera no haber retorno. Dentro de ellos, es probable que el estudiante universitario haya perdido dicha condición para asumir una identidad funcional para la lógica neoliberal: el rol de cliente.
Como si reflejaran a la nación, estas universidades privadas parecieran haberse fundado bajo profundas paradojas. La principal de ellas es su aparente carácter democratizador. A partir de la Ley de Promoción de la Inversión en Educación, el famoso D.L. 882 de 1996, nuestro país ha pasado de 57 a un total de 143 universidades; 92 de ellas, privadas. Ostentamos el título del segundo país sudamericano por cantidad de universidades. En teoría, esto debería haber ampliado el acceso a la históricamente elitista educación superior a un grupo mucho más representativo de jóvenes peruanos, con los correspondientes niveles de movilidad social ascendente. Veintidós años después, ¿realmente ha sucedido esto?
La estratificación social en el Perú ha alcanzado tales grados de segmentación que hoy pareciera existir una universidad privada para cada sector específico de ese heterogéneo rombo del cual forma parte la clase media en nuestro país. Una oferta tan diversa resulta positiva a primera vista, pero no tanto cuando se comprueba, como señalan Cuenca y Reátegui (2016) que apenas 9 de cada 100 jóvenes pobres en el Perú están matriculados en la universidad. Asimismo, Benavides, León, Haag y Cueva (2015) plantean que los mayores indicadores de calidad educativa se registran en las universidades con mayores niveles de segregación, es decir, aquellas que precisamente se dirigen a una elite socioeconómica. Se ha cambiado entonces una desigualdad estructural (“determinado sector social no puede ir a la universidad”) por otro tipo de desigualdad (“algunos sectores más pueden ir a la universidad, pero no a cualquier universidad”).
El ingreso al mercado laboral se ha convertido en el nuevo sentido fundacional de la universidad, lo cual a su vez ha consolidado un nuevo paradigma: el énfasis en lo pragmático, lo utilitario, uno que entiende la educación superior como un medio exclusivo para obtener un puesto de trabajo. Esto ha influido en la progresiva reducción de la formación crítica, lo cual nos revela una característica central del nuevo estudiante universitario: la demanda por un tipo de conocimiento que podemos calificar como funcional. Estamos hablando del componente práctico, aquel que se puede aplicar en la ansiada experiencia laboral y permite repotenciarla o incluso obtenerla. Bajo este enfoque, el estudiante se ha convertido en el usuario de un servicio.
Esta tendencia se ha consolidado con el influjo de las nuevas tecnologías. A partir de ellas, los cursos de primeros ciclos han adoptado el formato virtual, también conocido como “cursos blended”. Esta modalidad semipresencial, que antes era una excepción, hoy se ha convertido en la regla. A partir de su difusión, los primeros ciclos siguen una lógica propedéutica en la que predominan cursos que buscan compensar diversas deficiencias del periodo escolar. Con ellos se marca una división que probablemente siempre haya existido, pero que hoy alcanza particulares grados de diferenciación. Estamos hablando de la división entre docentes “de primeros ciclos” y de cursos “de carrera”.
Sobre este punto, un reciente estudio de Ipsos Apoyo (2016) ha revelado que seis de cada diez postulantes a la universidad considera que los contenidos educativos impartidos en sus colegios resulta insuficiente para enfrentar los estudios superiores. Bajo una lógica empresarial, las universidades responden a esta demanda planteando una secuencia de cursos de “nivelación”, que junto a los cursos de “introducción a la carrera” terminan ocupando hasta dos años de formación. La evidencia nos muestra que en ellos está primando el uso de tecnología educativa propia del contexto escolar, con la cual se busca desarrollar aquellas habilidades básicas que el colegio no pudo consolidar, para luego afrontar los cursos de facultad desde un enfoque orientado frecuentemente al emprendimiento empresarial.
Este modelo educativo es presentado por las universidades privadas como una ventaja competitiva, en la medida que se distingue del llamado enfoque “tradicional”. Sin embargo, su consolidación ha significado también el debilitamiento de los mecanismos que fomentan la investigación científica. Como lo expresan muchos profesores, y como lo perciben muchos estudiantes, los primeros ciclos de la universidad parecen haberse convertido en una repetición mejorada del colegio. Destrezas como la comunicación escrita, la expresión oral, las habilidades operativas, entre otras, se desarrollan bajo un enfoque de “contacto con la carrera” que se realiza enfatizando lo vivencial y suprimiendo los acercamientos teóricos. Esto nos revela la más preocupante de las tendencias implantadas por el nuevo modelo de universidad: se investiga poco o no se investiga. La formación epistemológica se ha suprimido, mientras que los contenidos de metodología se han fusionado con los del proceso de la investigación científica en sí. Como resultado encontramos cursos condensados que el estudiante cuestiona con una pregunta que parece consecuente con la formación que está recibiendo: “y esto, ¿cómo me va a servir en la carrera?”.
Reconocemos un sentido fundacional que puede atribuirse a la universidad: la producción y difusión del conocimiento, el cual surge necesariamente de un espíritu crítico que busca mejorar la existencia social. En mayor o menor medida, y sin ánimos de idealizar el pasado, esto ha existido en nuestro país. Nuestros breves logros académicos han podido sortear las interminables limitaciones de nuestra educación superior. Sin embargo, hoy asistimos a un nuevo sentido común de lo que debe ser la universidad. Uno que ha generado, a su vez, un nuevo modelo de estudiante.
El universitario peruano proviene de una experiencia donde se le ha impuesto la idea de elegir una carrera profesional prácticamente desde su primera infancia. Cada vez se normaliza que los colegios planteen simulacros de examen de admisión desde el nivel primario. Más allá de los cuestionamientos a dicha práctica, debe señalarse que la información que se difunde acerca de la oferta académica se construye sobre un vínculo meramente emocional, un descubrimiento de uno mismo que se sustenta en la abstracción de “amar lo que se hace”. Como ha planteado Gustavo Yamada, no se le brinda al estudiante, ni a sus familias, información elemental sobre el mercado laboral y los retornos salariales específicos para cada carrera.
Bajo la lógica neoliberal, el colegio prepara para el ingreso a la universidad; ya en ella, los cursos de primeros ciclos preparan para los famosos cursos “de carrera”; y estos a su vez preparan para el “mundo laboral”. Entonces, el estudiante peruano desarrolla toda su trayectoria académica como un permanente entrenamiento para un mundo que siempre desconoce. Un mundo cuyo paradero final, el ingreso al mercado laboral, termina aceptando sin cuestionamientos. No acceder a él implicaría una fuerte carga de fracaso, sobre todo económico, pues la inversión realizada es altísima. Esto podría explicar parcialmente el creciente subempleo profesional, es decir, aquellos egresados que terminan trabajando en labores totalmente distintas a su carrera de origen.
Habiendo asimilado acríticamente estas nuevas lógicas educativas, no resulta un caso aislado el discurso “pórtese bien que yo le pago”, que reportan investigadoras como Liuba Kogan. Es probable que el universitario peruano haya experimentado un proceso de empoderamiento, no precisamente a partir de un sentido crítico de la realidad, sino de una posición de consumidor. Una donde los cursos, y sobre todo sus calificaciones, se juzgan convenientes bajo la lógica del producto que se adquiere para un fin: el ingreso al mercado laboral.
Este nuevo ethos universitario se posiciona cuando las mismas universidades se adecúan a estándares de calidad orientados hacia dicho consumidor. Se trata de empresas, finalmente; y los estudiantes, sus clientes. Ellos son el sustento de una rentabilidad que, durante los ejercicios 2014 y 2015 ha equivalido a poco más del 2% del PBI del país, tal como señala Hugo Ñopo (2016). Estas ganancias, comparables incluso a las obtenidas por el sector minero, parecen haber beneficiado solo a una reducida burocracia administrativa, con ingresos diametralmente diferentes a los de los docentes, quienes se perciben más como trabajadores que deben brindar un servicio, antes que como académicos a cargo de un acercamiento crítico a la realidad, que es lo que, en teoría, debería propiciar la universidad.
Las nuevas universidades privadas no ocultan el sentido esencial de su formación: el ingreso al mercado laboral. Este forma parte de su discurso institucional hecho publicidad y también del diseño de sus diferentes mallas curriculares. La evidencia existente nos sugiere que el tan criticado sentido de lucro, que ha caracterizado a las denominadas “universidades empresa”, pareciera también ser compartido por el nuevo modelo de estudiante que ha surgido en ellas. Desde su posición, ellos identifican el ingreso rápido y eficiente al mercado laboral como la principal función de la universidad a la que acuden. Estamos hablando entonces de una lógica clientelar, una donde quien tenga mayor capacidad de pago tendrá mayor posibilidad de lograr la anhelada movilidad social.
En medio de todo el debate que se pueda generar alrededor de la vigencia de la universidad generadora de conocimiento, esencialmente crítica y protagonista del cambio social, la vulnerabilidad laboral crece silenciosamente. Nos referimos a un número creciente de egresados que no logra incorporarse adecuadamente al mercado laboral o simplemente no lo logra. Se requieren en esta línea acercamientos empíricos que permitan cuantificar y comprender el fenómeno. Sin embargo, muchos investigadores reportan no contar con acceso a las respectivas base de datos sobre egresados de las universidades privadas, quienes reservan dicha información amparándose en su condición de sociedades anónimas.
Mientras estos escenarios se consolidan, cada semestre egresan nuevas promociones. Nueva fuerza laboral busca entrar a un mercado que pareciera no contar con las mismas oportunidades para todos los egresados. Es decir, regresamos al mismo escenario de inestabilidad que dio origen, a la liberalización del mercado universitario en 1996: niveles crecientes de desempleo y la misma idea de elitización. Antes era un privilegio ir a la universidad. Hoy, el privilegio es egresar de ella con posibilidades tangibles de incorporarse al mercado laboral con una remuneración acorde a la inversión realizada.
Una estructura como la descrita presenta todas las condiciones como para el surgimiento de un movimiento estudiantil que, desde adentro, promueva cambios estructurales que reduzcan los niveles de desigualdad. Sin posibilidad de organizarse institucionalmente dentro de las universidades, sin referentes políticos con legitimidad, y con una disminución progresiva del pensamiento crítico, el estudiante modelo (económico) que hemos formado pareciera no tener muchas posibilidades de lograrlo.
Y sin embargo, la historia dice que, aun con peores condiciones, fueron los estudiantes los que nos dieron la lección.