Los militares y el vacío político de la revolución
La fantasía de la derecha peruana es Juan Velasco, condensador de todos los males contemporáneos del país. También de una parte importante de la izquierda peruana, para quien la persona encarna per se el sentimiento antioligárquico. En ambos casos, se pone de lado la fórmula usada por los protagonistas del golpe de octubre de 1968 para autoidentificarse: gobierno revolucionario de la Fuerza Armada. La decisión política tomada en 1968 fue un resultado de la experiencia institucional de los militares peruanos, que fue acumulándose durante el siglo XX.
Primero, las guerras mundiales cambiaron radicalmente el concepto de las mismas. Exigían una inmensa movilización de recursos –sobre todo, industriales- que países empobrecidos como el Perú no podía llevar a cabo. Para ello era indispensable la existencia de una entidad articuladora, lo que requería una reorganización del Estado bajo la perspectiva de la seguridad. De esta manera, afirmaba el general José del Carmen Marín, el Estado debía responsabilizarse de diseñar y llevar a cabo políticas destinadas a la libertad económica, al progreso y el bienestar material del país, todos ellos factores íntimamente ligados a la defensa nacional.
Segundo, en esa línea el Estado debía ser entendido como “la sociedad organizada”, teniendo como finalidad suprema el bienestar de sus miembros mediante el progreso y el crecimiento económico conseguidos con medios propios. En esta comprensión no quedó espacio para la política y sólo se reconoció como propósito común el expresado por el interés del Estado, el cual reemplazaría los procedimientos representativos con la planificación construida alrededor de una doctrina desarrollista que debería implementarse “en nombre de la Nación”.
Tercero, esto significaba que los militares estuvieron convencidos de la superioridad de un planteamiento tecnocrático sobre los procedimientos políticos y también de la extrema debilidad de las organizaciones políticas y sociales, que mostraban incapacidad para formular un proyecto hegemónico. Esto acarreaba un problema: la inexistencia de los agentes públicos que debían llevar a cabo la tarea, porque el derrotero histórico seguido por el Estado peruano no estuvo signado por la formación de un sector de funcionarios que con el transcurso del tiempo fuera adquiriendo autonomía relativa y, a su vez, formulara sus propios objetivos proclives a convertirse en políticas de Estado.
La ausencia de una burocracia civil debidamente articulada condujo a los militares desarrollistas a buscar conexiones con algunos sectores intelectuales que sentían cercanos a sus planteamientos. La cooptación de profesionales con capacidades técnicas así como una creciente influencia en la alta función pública fue decisivo para que el CAEM [Centro de Altos Estudios Militares del Perú] incorpore a funcionarios públicos civiles entre sus alumnos, inicialmente provenientes del Ministerio de Relaciones Exteriores, para ampliarse en los años posteriores a personas vinculadas a los ministerios de Agricultura, Educación, Fomento y Salud, así como profesionales que ocasionalmente se desempeñaban como asesores.
Así, el fin del régimen militar mostró el agotamiento de los esquemas desarrollistas elaborados por sus gestores durante las décadas previas. Aunque tuvo éxito en su instalación, en 1968, los problemas políticos que derivaron de la aplicación de su proyecto se tornaron inmanejables y surgió un difícil trance cuando debieron institucionalizar los cambios para “consolidar el proceso”. Que no sucediera así se debió a los factores coyunturales que aparecieron de modo imprevisto y, según Alfred Stepan, a la ausencia de resolución cuando surgieron contradicciones entre la “relativa autonomía” con la que los militares condujeron el aparato estatal, y la presión ejercida por los diversos grupos sociales que obligaba a una respuesta para asegurarse un indispensable respaldo. Como se sabe, finalmente no ocurrió así.