Tiempos mórbidos
Sobre La lealtad de los caníbales de Diego Trelles Paz
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Con La lealtad de los caníbales Anagrama, 2024), Diego Trelles Paz cierra la trilogía sobre la violencia política en el Perú que empezó con Bioy (2012) y continuó con La procesión infinita (2017). Esta última entrega se despliega desde un bar del Centro de Lima que, a la manera de La colmena de Camilo José Cela, es tomado como el escenario que amarra las diversas trayectorias de los personajes. Lucas Cornejo ha sugerido que estamos ante “la nueva gran novela de Lima” y resume así los perfiles de quienes convergen en el bar:
Un camarero nikkei atiende en el centro de Lima y añora la venganza de su padre, asesinado por el Grupo Colina en Pativilca injustamente. Una camarera cuya madre vende desayunos en La Parada afirma tener la capacidad de leer traseros, y descubre su lesbianismo con una arribista que pretende blanquearse, a la que detesta y critica por ello. Un grupo de policías corruptos, cocainómanos y exparamilitares organizan el secuestro del hijo de un empresario nuevo rico, matón y acomplejado de Gamarra. Un sacerdote catalán llega al Perú para escapar de sus escándalos de pederastia y una colombiana que escapa de la violencia del narcotráfico dan la perspectiva crítica del migrante que llega a una ciudad en donde nada funciona y todo es terrible. Un joven estudiante de la Católica es adicto a la pornografía y aspira a escribir la novela del bicentenario, pero trabaja como troll fujimorista en redes para ganarse los frijoles. 1
El bar del chino Tito —un Queirolo alternativo— reúne esa diversidad de actores y la novela se desarrolla desplegando sus destinos individuales. Ciertamente, el cierre de la trilogía ha supuesto que Trelles Paz construya un universo social bastante más amplio y diverso que en las entregas anteriores. En Bioy la venganza es el motivo articulador de la única novela de la serie donde la narración directa de episodios de violencia durante los años ochenta juega un papel central, mientras que en La procesión infinita la búsqueda por comprender un suicidio funciona como núcleo alrededor del cual se tejen otras historias menores y geográficamente dispersas, vinculadas sobre todo al fin de la dictadura fujimorista. En La lealtad, en cambio, Trelles Paz busca no solo dar cuenta de las herencias de la violencia política, sino totalizar la ciudad como espacio social. Si la trilogía ha avanzado en el tiempo hasta acercarse al presente, tiene sentido que su conclusión sea también una densa exploración de un espacio social cuya forma actual es, en buena cuenta, producto de las múltiples crisis de los ochenta. Pero es, sobre todo, producto de “la trepanación masiva que nos dejaron los Fujimori como muestra de su desprecio”, como dice el dueño del bar. La ciudad que ha resultado del neoliberalismo.
El elogio de Cornejo encuentra su reverso en un comentario de Javier Ágreda, en el que plantea que la novela se desborda en excesos caricaturescos hasta distorsionar “la próspera Lima de inicios del siglo XXI (cuando el país alcanzó las más altas tasas de crecimiento económico)”.2 En ambos casos, la lectura presupone que el sentido de esta novela es retratar la ciudad con precisión, de ahí que se le considere efectiva y verosímil o fallida y caricaturesca. Estas interpretaciones parten de una pregunta central del realismo (¿cómo la realidad social está en equis obra?). Quisiera desplazarme hacia lo que Ricardo Piglia llamó el problema de la construcción del texto, el modo específico en que la novela funciona y, desde ahí, propone una lectura de esa realidad a la que alude.3
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Trelles Paz ha planteado en varias ocasiones que la suya es una trilogía sobre la violencia política. Poco después de publicar Bioy, reflexionó sobre cómo esa violencia venía siendo representada en la literatura peruana y buscaba que su obra “active y mantenga vivo el recuerdo traumático de lo ocurrido en el Perú”.4 Sugirió también que la novela debía aportar al trabajo del duelo postergado en un país sometido a “la amnesia y la obsolescencia que impone el mercado”. En La procesión infinita la cuestión se complejiza, pues ya no se trata de mantener activo el recuerdo de la violencia, sino de examinar cómo ella estructura nuestra realidad después del fin de la dictadura:
El Perú, Chato, tu patria, piensa, diez años sin dictadura y ahora ninguno de los que aplaude desea recordar lo que pasó. Se acabó el delirio, llegó la época lúgubre de la tabula rasa: blanquear los ojos, vivir en un presente perpetuo, fundar un nuevo Estado sobre las ruinas del difunto, negar que alguna vez existió. Y tú, como ellos, lo hubieras dado todo por aceptar el blindaje, por olvidarte del Perú, por rechazarlo y prohibirlo y arrancarlo para siempre de ese lado torcido y doloroso de tu corazón; Chato, serías un hombre más sano, piensa: el ciclo natural de la vida en familia blanca y pudiente de Lima, si tan sólo pudieras voltear la cara como ellos y olvidarte del duelo ajeno, de esos muertos penantes que no son tuyos, de la gente que todavía desaparece tan lejos de la capital. 5
Del duelo genérico y nacional por la violencia del pasado pasamos a una mayor precisión en cuanto a esos “muertos penantes que no son tuyos”, así como a una caracterización de los personajes en términos de clase. Al mismo tiempo, es en esta novela donde la premisa mayor de la trilogía se enuncia, cuando el personaje principal, Francisco, dice: “Eso que trajo la dictadura nos persigue porque nos define. Y no se va a ir nunca”. La dictadura terminó, pero no se fue, y lo que dejó fue una sociedad donde, a la manera thatcheriana, hay solamente individuos y familias. Como dicta la “ley sagrada” de Ubaldo, el periodista y matón de La procesión infinita, en el Perú de hoy se puede hacer cualquier cosa para ganar dinero siempre y cuando se sigan tres reglas: “1) No poner nunca a la familia en riesgo, 2) Amar y proteger a los hijos por sobre todas cosas, y 3) Preservar, a toda costa, la unidad y el orden del hogar en el seno de la comunidad”. Una “comunidad” que no es más que la sumatoria de individuos y familias. No hay ya aquí un sujeto genuinamente colectivo, sino un mundo de competencia erigido sobre una pila de cadáveres y miles de personas desaparecidas. La dictadura terminó, pero no se fue.
Lo anterior basta para complejizar la idea de que estas novelas versan “sobre” la violencia política, pues el proyecto de Trelles Paz ha avanzado hacia una exploración de las subjetividades locales tal como se configuraron en las últimas décadas. El paso de Bioy a La procesión infinita marca un cambio de énfasis importante que separa el proyecto de Trelles Paz de aquella literatura producida bajo el lema de la CVR “para que no se repita” y su fascinación con la violencia que tuvo lugar en el campo. La segunda novela más bien invita a conceptualizar más finamente los procesos internos de esa gruesa periodización que asume el período 1980-2000 como un bloque: desde La procesión… en adelante, el problema principal de estas obras es cómo entender la dictadura fujimorista como la matriz desde la cual las subjetividades del Perú contemporáneo se formulan, se entienden a sí mismas y a los demás, y cómo viven en esa “época lúgubre de la tabula rasa”. Ahí encontramos la propuesta ideológica de Trelles Paz, las premisas desde las cuales interpreta el Perú actual y define el terreno donde busca que sus novelas intervengan. Vuelvo entonces al asunto de la construcción del texto en La lealtad de los caníbales.
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Al describir minuciosamente el bar del chino Tito, el narrador se detiene en una postal en blanco y negro donde aparece Antonio Gramsci, el marxista italiano, enviada al chino por una mujer:
En el retrato Gramsci aparece muy joven y con el pelo levantado sobre la frente como un mar retirado a punto de abrirse. Lleva sus clásicos lentes redondos y se le ve serio y reflexivo mirando a la cámara con resolución pero también con inocencia. Por la luz lateral que hace resplandecer su cara y el abrigo de largas solapas que ha cerrado hasta el cuello, más que un revolucionario parece un seminarista perplejo. A la altura del pecho hay una cita en letras blancas que reza: EL VIEJO MUNDO SE MUERE, EL NUEVO TARDA EN APARECER Y EN ESE CLAROSCURO SURGEN LOS MONSTRUOS. A.G. (pp. 110-111)
Esta postal y la frase de Gramsci resultan clave para acercarnos a uno de los recursos fundamentales de esta novela: la alegoría.6 Algunas páginas más adelante, leemos una pieza de Fernando Arrabal, el troll fujimorista a sueldo que quiere escribir la novela del Bicentenario:
¿QUIÉNES SON LOS CANÍBALES? Como en una radiografía desencantada del estado actual de las cosas y de un futuro que va camino de suprimirse (idea del retorno del fascismo que parecía enterrada hasta hace unos años), los caníbales son todos aquellos que traicionan sus principios de vida y están dispuestos a llevar a cabo el horror antropófago de “comerse” unos a otros para obtener un poder sobre el resto. El acto no tiene que ver con la supervivencia. El hambre que palpita en sus cuerpos no es física. Hay un enaltecimiento de la deshumanización. Comerse es imponerse a los demás. El ideal humanista de la solidaridad comunitaria se pone bajo sospecha hasta suprimirse. De la metáfora a la realidad de la novela: los personajes intentarán devorarse si aquello es posible en una ficción protagonizada por monstruos. (pp. 152-153)
Leídos en conjunto, ambos fragmentos proponen que los monstruos de los que habla Gramsci encuentran su forma particular en nuestra sociedad en la figura de los caníbales. No se trata de una cuestión de carácter o psicología nacional, menos de un asunto biológico inscrito en nuestros cuerpos, sino de un asunto histórico: el “claroscuro”, ese momento entre la muerte del mundo viejo y el surgimiento de uno nuevo, es el tiempo donde aparecen los caníbales para saciar no el hambre, sino un deseo de poder. Someter a los demás, dominarlos y gozar con todo ello.
Desde ahí podemos leer la brutal escena donde Blanca, la colombiana, se arrodilla para aspirar una línea de coca y, al levantar la mirada, encuentra listo el pene de Nemesio Huamani, el empresario y sugar daddy que acaba de hacerle creer que le ha regalado su propia peluquería en Gamarra. “Así, chiquita, sin prisa… —murmuró como si rezara cuando Blanca ya había empezado a chupar lentamente, con los ojos cerrados, conteniendo a duras penas las náuseas, la vergüenza, el llanto…”.(p. 295) Este y varios otros pasajes apuntan a darle consistencia a la alegoría de los caníbales como aquellos que gozan del hundimiento de otro bajo su yugo.
Sin embargo, mientras que Blanca logra volver a su país y dejar atrás el fondo tocado en Lima, es en la suerte de Arroyo —el líder del Grupo Terna que también frecuenta el bar— donde encontramos el nivel propiamente alegórico de la novela, aquel donde lo que está en juego es algo así como el “destino nacional”. Tras matar a puño limpio a un tipo y apartarse del cadáver, el narrador comenta sobre él: “[Arroyo] Creyó descubrir la luz penetrante de la mañana pero, del otro lado, solo encontró tinieblas” (p. 378). Lejos de la redención que Blanca encuentra al largarse del país, aquí un monstruo asesina a otro y se hunde en un mundo de tinieblas. Ese mundo es el espacio social que habitamos; un claroscuro donde predominan las sombras de violencias del pasado que, hasta hace poco, se velaban por la luminosidad del neoliberalismo, de esa prosperidad que Ágreda extraña en esta novela y que hoy contrasta con los signos de descomposición del orden social impuesto por la dictadura.
Frente a las lecturas que elogian o desestiman el realismo de esta obra, quisiera sugerir que su eficacia no está en cuán completa o incompleta es respecto de nuestra realidad, sino en explorar cómo las ficciones que surgieron en las últimas décadas funcionan en ella. Si la sociedad es, como dice Piglia, “una trama de relatos, un conjunto de historias y de ficciones que circulan entre la gente” 7, La lealtad de los caníbales y la trilogía en su conjunto pueden ser vistas como una exploración de esa trama densa que empezó a urdirse durante la guerra, se impuso durante la dictadura y, finalmente, se buscó reemplazar —sin éxito fuera de la pequeña burguesía intelectual— por un discurso reconciliatorio desde el llamado retorno de la democracia. Cada personaje presenta un recorte propio de esa trama de relatos y vive su vida acorde a lo que ello le presenta como lo real: el deseo de venganza, el olvido, el goce propio del poder, el deseo de ascenso social, etc. Y así como estas diversas subjetividades parecen encontrar una cierta noción de igualdad solamente en el bar —pues las urnas no sirven y el mercado más bien ofrece una fantasía de equivalencia, como sugiere la novela—, lo que comparten es el encarnar de varias maneras la figura del caníbal, el monstruo local.
Todo ello conduce a Trelles Paz a concluir que los caníbales habitan —habitamos— un mundo de tinieblas donde parece no haber redención posible, y la coyuntura actual parece darle la razón. De ahí que Ricardo González Vigil haya ubicado a La lealtad… como “la novela del Bicentenario”, por ser aquella que ”…ofrece el ‘balance y liquidación’ más amplio y complejo de la realidad nacional, con especial atención a lo acaecido desde los años 80: la violencia política, la corrupción generalizada, la crisis económica, el narcotráfico, el desborde popular, la imposición del neoliberalismo, la seguridad ciudadana y la salud pública en abandono, el colapso creciente de la educación y la cultura, la pederastia clerical, etc.” 8
Hacia el final, la novela sugiere que todo ello solo podrá ser redimido por un terremoto, un evento destructivo mayor. Una solución providencial para los males del país.
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Ahora bien, sobre la cita de Gramsci, en los Cuadernos de la cárcel encontramos su formulación original: “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”.9 Aquí no hay claroscuro sino interregno, un periodo liminal, entre la muerte de lo viejo y el nacimiento de lo nuevo. Tampoco hay monstruos sino fenómenos morbosos, enfermos. Los monstruos son una figura que parece útil para caracterizar a los personajes de esta novela, así como para adjetivar a personajes públicos de la nueva derecha global (y por qué no, al actual régimen en nuestro país). Pero también personifica demasiado y sugiere, acaso sin querer, que el problema de nuestra sociedad se ubica principalmente en el nivel de la moralidad individual —“su monstruosidad es interior, de índole ética e incluso (…) espiritual”, anota González Vigil—. Por contraste, lo mórbido, lo enfermo, requiere al menos de una cierta noción de salud, cura o vitalidad, ya sea que hablemos de enfermedades individuales o patologías colectivas.
En tiempos donde predomina la denuncia del orden neoliberal aún existente y de quienes defienden sus restos enfermos, y no la afirmación de un proyecto de transformación del mundo, la versión de la frase de Gramsci que se ha popularizado parece más útil, inmediatamente aplicable a la crisis actual. ¿Cómo afectaría a la propuesta de Trelles Paz la cita exacta, la idea que Gramsci sí escribió? Creo que desestabilizaría la operación de la alegoría de los caníbales o monstruos, y acaso abriría una pregunta por las posibilidades que tenemos para transformar ese mundo mórbido en algo nuevo.
A mi juicio, la trilogía en su conjunto oscila entre ubicar los problemas actuales del país en ese nivel individual donde vemos un lazo social hecho trizas y ciertos pasajes donde todo ello se dimensiona en un nivel propiamente histórico y sistémico. En estas novelas no aparecen alternativas de cambio ni gestas colectivas cocinándose en los márgenes de la historia, como podríamos esperar de un escritor no solo realista sino también socialista. Sin embargo, la trilogía invita a pensar con mayor precisión en qué sociedad vivimos, cómo operan las ficciones en el presente, qué lugar tiene el pasado reciente en nuestra vida cotidiana, entre otras posibles entradas. Para cerrar con otro lema de Gramsci, digamos que la trilogía se ubica en el pesimismo de la inteligencia. Ya vendrán los tiempos propicios para el optimismo de la voluntad.
Footnotes
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Cornejo Pásara, Lucas. “La nueva gran novela de Lima: La lealtad de los caníbales”, La República, 15 de marzo de 2024. ↩
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Ágreda, Javier. “Peruvian fiction. Reseña de la novela ‘La lealtad de los caníbales’”. El Montonero, 5 de abril de 2024. ↩
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Piglia, Ricardo. El último lector. Ciudad de México: Debolsillo, 2015, p. 149 y ss. ↩
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Trelles Paz, Diego. “Bioy o la escritura como condición límite”, en Estrada, Oswaldo (ed.), Senderos de violencia. Latinoamérica y sus narrativas armadas. Valencia: Albatros, 2015, pp.177-183. ↩
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Trelles Paz, Diego. La procesión infinita. Anagrama, 2017, p. 18. ↩
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Tomo algunas ideas sobre el funcionamiento de lo alegórico de: Jameson, Fredric. Allegory and Ideology. Londres, Nueva York: Verso, 2019. ↩
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Piglia, Ricardo. “Una trama de relatos”, en Crítica y ficción. Barcelona: Debolsillo, 2014, p. 33. ↩
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González Vigil, Ricardo. “La novela del Bicentenario”. Caretas, 27 de marzo de 2024, p. 47. ↩
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Gramsci, Antonio, Parágrafo 34 titulado “Pasado y presente”, Cuaderno 3 (XX) de 1930, en Cuadernos de la cárcel, edición crítica del Instituto Gramsci, tomo 2, Ciudad de México: Ediciones Era, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 1999, p. 37. ↩