Cantante ambulante
Me niego.
Suelo cantar con la cabeza alzada, porque así la voz abarca mejor el espacio que ocupo, pero mis ojos siempre memorizan el color gris del piso de los microbuses, algunos más sucios que otros. No quiero ver a la gente. Me niego a descubrir que no me miran.
Sólo una canción. Cinco minutos por cada bus. El promedio de monedas que suelen darme son cinco soles. Seis autobuses ya son 30 soles. Descanso de tanto en tanto, siempre caminando, siempre moviéndome. En tres horas ya debo tener 50 soles, la garganta adolorida y la mente cargada. Depende del día, de la hora, de la avenida, del humor de la gente, de la suerte.
Son casi las dos de la tarde en la avenida La Marina.
Es el típico sábado en Lima, con el sol poniéndose y ocultándose, el viento corriendo, y conmigo caminando hasta el paradero que elegí para volverme cantante ambulante, porque hasta antes de subirme a un micro y presentarme, soy una transeúnte más. Llevo una cangurera marrón colgada de mi cintura y un bolso de tela colgado de mi brazo izquierdo, sólo cargo mi instrumento y una gran botella de agua, sólo eso necesito.
Sigo caminando. Siempre hago lo mismo: Escoger un paradero, llegar, verlo, avergonzarme y caminar al siguiente. ¿De dónde habrá surgido mi vergüenza? Nadie me conoce. Nadie va a recordarme.
Pero yo sí recuerdo.
“Bolsitas, colette, colette”
Antes de llegar a mi parada de bus oficial me vuelvo a encontrar con ella. Una señora sentada en un escalón a puertas de un local sin uso. En sus faldas tiene una cajita con accesorios de cabello y bolsas de basura, sus ojos parecen no ver a ningún lado y, de no ser por su boca moviéndose, repitiendo frágilmente el nombre de los productos que vende, parecería un pequeño fantasma.
A veces las personas nos vuelven eso. Fantasmas. Alguien que trabaja ofreciendo lo que sea en la calle tiene un único propósito: vender. Y si no vende, ¿qué es? Si ni siquiera le miran, ¿quién es?
De pronto ya tengo la vista en la forma de los micros. No puedo subirme a uno viejo, por estruendoso; no puede tener personas paradas, aumenta la posibilidad de que no me vean; no puede contar con menos de diez personas, sería estúpido; no debe ser muy grande, el sonido de mi voz se perdería. El propósito del músico ambulante es que escuchen y sepan de quien proviene el sonido.
Ya tengo el mástil de mi ukulele en la mano derecha. Ya bebí un poco de agua. Ya sentí como el pecho se me hundía. No importa si estoy o no lista, si quiero o no quiero, mis pies saben que deben subir los tres escalones de ese bus con colores blanco, azul y rojo. ¿Cuál es su ruta? ¿Por qué ni siquiera sé su nombre? Porque no importa. No tengo un destino.
“Hola, soy Belén, les voy a cantar un poquito” Por dos segundos, sus miradas están en mí. Por dos segundos, siento que mis huesos pesan de más. El semáforo me da 70 segundos para que el tema que ensayé pueda iniciar con un sonido limpio. O casi limpio.
Si paso por alto algunos gritos del cobrador desde afuera, las personas hablando en sus celulares, los dos amigos conversando en los asientos posteriores, las bocinas de los autos que están alrededor. Y, desde luego, mi coro: el encantador bullicio del encantador conductor limeño.
Oe, imbécil, deja de tocar tu huevada ¿no ves que está en rojo? Es para que tu vieja escuche pe, mongol.
Lo cierto es que, en las calles de la capital, siempre hay algo que, aunque quieras, nunca olvidas. Una señora me da un billete de 20 soles cuando paso por su lado. Me felicita. Me mira y yo también puedo verla. Me rodea una extraña sensación. Me mira y siento que acaba de reafirmarme que soy una persona. Quizá es sólo mi percepción alterada por recibir un monto que no solemos recibir como ambulantes, pero ese sábado tuvo una especie de aire optimista, daba igual el escándalo de la ciudad, la gente parecía más feliz.
***
“… yo vendo caramelos, no es lo mismo pues. Los músicos de ley ganan más”
El martes pasado, recordé lo que hace años me dijo el señor que vendía frunas. Ese martes regresaba a mi casa con sólo 23 soles en un tiempo de dos horas. Mi mirada se hizo tan parecida a la suya, un equilibrio entre frustración y dejadez, unos ojos cansados que deciden no continuar con el oficio callejero porque la calle también impone límites.
“Debiste quedarte más. Te vas como si en serio pudieras elegir, idiota.”
Me repito en la cabeza. Me grito. Recuerdo a la vendedora de marcianos venezolana con una mano encargándose de hacer dormir a su pequeña y la otra mano tomando a su otra hija no tan pequeña y con los ojos verdes más bonitos que vi.
Ya no. Estoy cansada, ya no puedo. No he vendido nada, chica, pero me voy pal cuarto. ¿Tú te quedas?
Recuerdo al vendedor de helados con discapacidad física, que inició nuestra conversación de tres minutos preguntándome si mi ukulele era un charango.
Putamare no he sacado ni mierda y ya se me derritió todo, conchasumare, ¿quieres helado tibio? Ya fue ya, igual.
No solemos decirnos nuestros nombres, por falta de costumbre, no sabemos si volveremos a coincidir en la semana, no nos detenemos a contarnos nuestra historia. Pero sólo entre ambulantes hemos vivido la sensación de pedir y ni siquiera recibir un “no”, pedir y que la persona te restriegue que prefiere mirar la nada a decirte “no”; sólo entre ambulantes podemos ver cómo las personas se quedan quietas en sus asientos y nosotros subimos y bajamos de buses, pero lo cierto es que somos nosotros los que estamos quietos en nuestra realidad y ellos suben y bajan en posibilidades. A veces pienso que en el fondo mendigamos humanidad.
Ese martes yo necesitaba conseguir 100 soles y regresé a casa con 23. Me tocó tragarme la necesidad y comprender que, así como el cansancio de sostener a una hija o la mala suerte de no tener una buena caja térmica para atemperar los productos, yo también cuento con una línea invisible que le pone fin a mi trabajo informal.
“Sube y toca una que me encante, como tú”
Ya me había cruzado antes con cobradores como él. Era un bus con unas ocho personas, grande y ruidoso. Rompí tres de los requisitos obligatorios que debían tener los buses para mí. Él sabía que no me convenía. Pero él ordenó y yo obedecí.
“Hola, soy Belén, les voy a cantar un poquito”
De pronto la canción y los dos minutos que llevaba cantando parecieron detenerse cuando ese cobrador pasó a pedir pasajes y me pellizcó la cintura. Nadie lo notó, desde luego, porque nadie tenía la vista en mí y al parecer ya nadie le debía ningún pasaje, porque tampoco tenían la vista en él, nadie sacó del bolsillo ningún dinero para darle.
Pero seguí cantando.
Así como el cuerpo del ambulante aprende a acomodarse cuando el chofer frena de golpe, la voz del cantante también aprende a acomodarse cuando quiere quebrarse o cuando quiere estallar.
Recibí dos soles por cuatro personas, 50 céntimos de cada una, y ese cobrador parecía esperarme en la puerta trasera. Sonreía. Me dio un sol con los dedos acariciando ligeramente mi mano. Un total de tres soles de mierda.
De pronto dejé de ser ambulante, dejé de ser mujer, dejé de ser. ¿acaso vendí mi integridad por una moneda? ¿me dejé humillar por un sol? ¿no me di cuenta de que capitalicé mi dignidad? Crucé la pista sin pensarlo y tomé el autobús que lleva a mi casa.
Automáticamente el día se desperdició, apareció ese pequeño suspiro que esconde rabia y una sensación de desprotección se apoderó de mí para concluir que prefiero, mil y un veces, lidiar con la indiferencia en la mirada del pasajero a quedar atrapada en la del cobrador.
Pero soy ambulante. Sé cuál es mi lugar en su transporte. Sé que incluso mostrarle mi asco podría costarme que no me deje subir a cantar algún otro día. Ya he visto cómo suelen tratar a los ambulantes que no les agradan. Somos como obreros, la empresa es la calle, las personas son el capital, pero los choferes y cobradores son los capataces.
¿Somos algo? Somos parte del paisaje habitual de las calles en Lima, sí, pero ¿es mucho pedir también ser persona?
¿Belén? ¡¡Pepe!!
Se llama José, no sé si seguirá vendiendo arepas, no sé si habrá conseguido el dinero para regresar a Venezuela a ver a su mamá, nos conocimos porque coincidimos por varias semanas en la avenida Bolívar. Volvimos a coincidir luego de poco más de dos años. El abrazo que nos dimos tiene una esperanza que dudo volver a sentir. Soy cantante ambulante desde hace más de cinco años y esa ha sido la única vez que me han llamado por mi nombre.