Xavier Echarri: El regreso de un poeta singular
Sobre "El ciervo en la carretera y otros poemas"
Las quebradas experiencias y otros poemas, el primer libro de Xavier Echarri, se publicó en 1993. Aunque circuló poco, marcó un momento significativo en el campo de la poesía peruana de esos años. El tronco central de ese campo lo poblaban todavía las derivas del conversacionalismo, dominantes durante tres décadas, y sus ramas apenas empezaban a extenderse hacia los modos del neobarroco o de la poesía del lenguaje, que ganaron consenso (si bien no hegemonía) en periodos posteriores. Con el minucioso cuidado formal de sus poemas, la multiplicidad de sus registros y su lúcido dominio de influencias desacostumbradamente diversas y expansivas, Echarri emergió en ese momento de tránsito como una figura intersticial, una voz nacida y abrevada en lo existente pero capaz de proponer formas nuevas, o en todo caso distintas, para el hacer poético peruano. En suma, Las quebradas experiencias y otros poemas fue —y es— un logro importante en sí mismo, y anunció un proyecto de escritura de considerable potencial renovador.
Ese proyecto no tuvo continuidad. Poco después de aquella primera publicación, el poeta—como tantos de su cohorte y varias más—, emigró a hacer vida académica en los Estados Unidos y dejó de publicar. Su libro, que no se ha reeditado, se convirtió con el paso de los años en un objeto de relativo culto para conocedores y especialistas, preservado con aprecio en la memoria de quienes lo leyeron, pero marginal a los flujos de la poesía peruana posterior.
Treinta años más tarde, Xavier Echarri ha vuelto a la escena local con una nueva entrega, y queda claro que aquella interrupción fue tal para nosotros, sus lectores, pero no para él. El ciervo en la carretera y otros poemas (Borrador Editores, 2023) toma la posta que Las quebradas experiencias dejó en vilo, y lo hace de manera casi literal: ambos libros se presentan con el mismo formato, como antologías del trabajo de su autor en períodos acotados y fechados, y si el primer libro va de “La herrumbre del rostro (1988)” a “Cambio de mente (1992)”, el segundo inicia con “Tau (1996-1997)” y llega hasta “El corazón de la alcachofa (2016-2017)”. Es decir, la lectura que Echarri propone de estos poemas involucra su secuencia cronológica a lo largo de tres décadas, y esa secuencia sugiere un empalme biográfico con su autor: vistas así, estas páginas piden ser leídas como momentos de una misma, continua travesía personal.
Sería un error, sin embargo, interpretar el gesto autobiográfico de la escritura de Echarri como una definición de su poética, el terreno en el que se determinan y se agotan sus intenciones. No lo es. Es, más bien, uno entre varios componentes de una operación literaria de más amplio espectro, en la que esta deriva hacia el relato personal se matiza con una sostenida reflexión sobre la escritura poética misma, y donde el sentido último de cada texto, se construye a partir de las interacciones entre ambos niveles de significación (y varios más). Es una suerte de dialéctica cuyos resultados engloban y trascienden, sin negarlas, la voluntad confesional, la orfebrería verbal y la voluntad de construir imágenes; esos elementos se trenzan con precisión e inteligencia en los poemas para formar una trama sutil de significados complejos, siempre accesibles a la lectura pero siempre, al mismo tiempo, múltiples y poliédricos.
En “Casa”, un poema de la sección “Cantar en un camposanto (2015)”, por ejemplo, el poeta responde a la pregunta por la naturaleza de la poesía,articulando una idea cuya raíz se remonta al romanticismo alemán de finales del siglo XVIII, y que todavía anima muchos consensos en el campo literario: la idea de la escritura como cosa autónoma, libre de toda voluntad subjetiva e independiente de toda sobredeterminación. “El arte, la poesía, es una casa. / No un discurso sobre la experiencia. / Es una cosa que pasa y nadie puede controlar”, escribe Echarri, y el apretado juego de rimas internas y aliteraciones en esas tres líneas —un juego que continúa en el resto del texto y reaparece en muchos otros—, ayuda a identificar una de las formas del descontrol al que se alude. Es el descontrol de la palabra misma, asumida como prosodia pura, como música desasida de la obligación de significar; es el descontrol de la palabra que no expresa ni representa nada, y que sólo pretende decirse a sí misma, ser su propia experiencia.
Pero inmediatamente Echarri se encarga de relativizar esa idea, y lo hace en los términos que él mismo ha planteado: desde la forma del poema, a partir de juegos de palabras y de palabras que juegan a llamarse unas a otras y hacer eco entre sí: “Porque, ¿qué es Medusa sino una musa / que tiene los intestinos en la cabeza?”, pregunta, remontando la referencia —, como los románticos, dicho sea de paso—, al punto de origen de la poética occidental, el pensamiento griego. Y añade:
Como si hiciera una misa en masa,
sobre una mesa,
con una moza musa.
Como un huaco en una huaca hueca.
Un cau cau de muy muy y tacu tacu.
Porque, César
Si un hombre pasa con un pan bajo el brazo…
¿Es que no le dieron bolsa en la panadería?
La insistencia de Echarri en estos juegos formales basta para subrayar el peso que cargan en su poética, pero igualmente relevante es la forma en que los versos citados localizan y deslocalizan la enunciación en un solo movimiento, reincidiendo en la referencia clásica (musa, César) al mismo tiempo que proponen un léxico inmediatamente reconocible como peruano —huaco, huaca, cau cau, muy muy, tacu tacu—, y terminan aludiendo a la figura emblemática del canon nacional, César Vallejo (el de “Un hombre pasa con un pan al hombro…”). Todo ello, además, en un tono irreverente, que desafía la solemnidad de la interpretación e involucra al lector en la labor de construir significados.
Este es un lenguaje que está siempre al borde de la polisemia, de las significaciones múltiples e indecidibles, pero que nunca deja de significar. No es un lenguaje privado, sino público, y lo es de dos formas concretas. En primer lugar, es eminentemente visual y visible, repleto de imágenes sorpresivas pero inmediatamente aprehensibles (“El color del sol, / la salamandra que / sacando la lengua / atraviesa tu cráneo de oreja a oreja. / Así es la poesía”). En segundo lugar, nunca se abandona al puro juego de su sintaxis, o a los rigores de un formalismo fascinado —a la manera de tantos contemporáneos— por el brillo de su vacío, por su vocación de decir nada. La poesía de Echarri siempre dice algo; aún en el nivel en el cual su motivación es reflexionar sobre sí misma, su empeño, en última instancia, no es meramente autorreferencial: antes que habitar acotadamente las palabras, quiere habitar el mundo.
“El hachazo de Vulcano”, de la sección “Ozono (2005-2007), lo dice de esta forma:
Las orejas muerden los labios que les hablan
Los ojos muerden el mundo
Las manos muerden todo lo que pierden
El vientre se come en silencio
Las cosas parecen sacudirse
Como en un paroxismo inútil
Te vuelven a la vida a bofetadas
Ese “volver a la vida a bofetadas” es una experiencia a la vez material y trascendente, y lo que se trasciende en ella son los parámetros, los bordes y límites del lenguaje en sus modos usuales, pero no los de su potencial comunicativo: “Digo lo que no escuchas y / escuchamos lo que nadie ha dicho”, escribe Echarri en los versos finales del mismo poema, y la irrupción ahí de la primera persona plural, ese nosotros del que se predica la última línea, lleva una carga mucho mayor que la de su mera función sintáctica: tendiéndose sobre el fracaso de la comunicación —literalmente entre “lo que no escuchas” y “lo que nadie ha dicho”—, hace un puente entre dos sujetos y enuncia su solidaridad, salvándolos del vacío.
Este es, en mi opinión, el rasgo fundamental de la poética de Xavier Echarri, presente ya en Las quebradas experiencias y ampliamente apreciable en El ciervo en la carretera y otros poemas. De hecho, es uno de los procedimientos formales a través de los que su escritura se hace menos privada, menos ensimismada que la de muchos de sus pares, y se abre a la lectura, en lugar de cerrarla. Si bien se enuncia con frecuencia en una forma dialógica, planteándose como una interpelación mutua entre yo y tú, tiende siempre al nosotros; en todos sus registros, tonos y variaciones, su búsqueda es siempre la de ese contacto solidario con el otro, con un otro, y su reclamo es siempre —incluso cuando la sabe fallida o imposible—, la de esa comunicación.
En el trámite, Echarri nos entrega muchos poemas notables, muchas imágenes que brillan, y uno de los libros más singulares, sorprendentes e importantes de la poesía peruana actual. Como su predecesor, El ciervo en la carretera y otros poemas, está destinado a ocupar un lugar único y propio en nuestra tradición. A los lectores que lo disfrutamos y admiramos sólo nos queda esperar que el proyecto continúe, y que no tarde demasiado su próxima entrega.