Cusco: no una sino muchas crisis
No cabe duda que en los últimos años el Cusco enfrenta una triple crisis a cual más grave, política, económica y social. La especificidad de la primera es una carencia crónica de liderazgos que se traduce en un pobrísimo desempeño de sus autoridades regionales y locales. De hecho, el mayor logro de las últimas dos décadas es que el último gobernador regional completó su mandato el 2021 sin que pesen sobre él, por el momento, investigaciones fiscales fundamentadas u órdenes judiciales de prisión, como ha ocurrido con las anteriores autoridades regionales.
La política
El 2016, un estudio comparativo de las élites regionales de Cusco, Arequipa, Piura y San Martín entre el 2000 y el 2013, realizado por Paula Muñoz y Martín Monsalve, señalaba a Cusco como la región más desorganizada políticamente, con movimientos regionales que no habían logrado institucionalizarse y se mostraban en extremo dependientes de liderazgos personales pasajeros.
El diagnóstico al que se llegaba tras analizar las elecciones regionales y municipales del 2002, 2006 y 2010 en ese estudio, pintaba una situación sumamente grave: la de unas élites políticas tan desarticuladas que son incapaces de imaginar y gestionar el desarrollo de la región. No está de más recordar que desde el 2013 a la fecha, la salud del paciente se siguió deteriorando con hechos relacionados con la corrupción, como la vacancia del gobernador Jorge Acurio Tito el 2013 y su posterior prisión, así como la prisión preventiva de Edwin Licona, gobernador elegido para el periodo 2014-2018, además de un juicio en marcha en el que se pide diez años de cárcel para él y otros funcionarios de su gestión.
Otro mal endémico de la política cusqueña, además de la corrupción, son los conflictos entre el gobierno regional y los gobiernos locales, así como las rivalidades entre los propios gobiernos locales. Estos conflictos se han dado incluso entre el gobernador regional y el alcalde provincial de Cusco elegidos en representación del mismo movimiento político, como ocurriera entre el 2010 y el 2014 cuando se rompió todo tipo de coordinación entre el gobernador Edwin Licona y el alcalde Carlos Moscoso, ambos del movimiento Kausachun Cusco.
La economía
A nivel empresarial, la economía cusqueña se sostiene básicamente en tres actividades, la minería, la extracción de gas y el turismo. Las dos primeras, sin embargo, son de enclave y se articulan muy poco con el resto de la sociedad. En torno a la actividad turística en las últimas décadas se están conformando unas élites económicas regionales que reemplazan a la desaparecida élite agraria de los grandes hacendados. Se trata principalmente de medianos empresarios en rubros como la hostelería, la restauración o las agencias de viajes, que encabezan empresas familiares y todavía no están en capacidad de competir con las grandes empresas extranjeras o limeñas que dominan el sector, caso de Perú Rail, que tiene el cuasi monopolio del transporte a Machupicchu.
Es de sobra conocido que la pandemia de COVID-19 generó una grave crisis de la actividad turística, al extremo que durante más de un año el centro histórico de Cusco parecía una ciudad fantasma, con todos sus negocios cerrados y sus actividades paralizadas, al igual como ocurría con Machupicchu, que también cerró sus puertas. Lo que se conoce menos y se debate poco en el escenario nacional es cuál es la apuesta principal de los empresarios cusqueños para impulsar el desarrollo de la industria sin chimeneas.
En los últimos quince años, en efecto, el empresariado de turismo de Cusco consensuó un nuevo modelo de gestión de Machu Picchu que debería partir de la construcción de un centro de visitantes que permita cambiar el eje de la experiencia de visita, enfocado en la fricción y recorrido, a otro de transmisión de contenido. Componentes importantes de este nuevo modelo son la ampliación de la visita de la llaqta o ciudadela a toda una red patrimonial en torno a ella, integrando en un solo macro destino turístico Machu Picchu, Vilcabamba y Choquequirao. Implementar estos nuevos componentes demandaría acciones ambiciosas como habilitar por lo menos un acceso más a la ciudadela desde el lado de Hidroeléctrica, así como poner fin al cuello de botella del ferrocarril, con el mejoramiento del acceso por carretera por Huayopata y Santa Teresa.
Desde los más altos cargos en el Ministerio de Turismo y en la Dirección de Cultura de Cusco, representantes del empresariado lograron avanzar en algunos aspectos como la formulación del proyecto del centro de visitantes, con acento en un sistema de monitoreo en tiempo real para garantizar la preservación de la ciudadela, o la realización de consultorías para la implementación del nuevo acceso desde Hidroeléctrica. En los últimos años, sin embargo, desde que se desató la pandemia, se ha retrocedido en todo lo que se había avanzado y se ha regresado al reino de la informalidad en la gestión de la visita a Machu Picchu.
Esto ha ocurrido porque tanto el Ministerio de Cultura como los de Turismo y Medio Ambiente, que integran junto con el gobierno regional y la Municipalidad Distrital la Unidad de Gestión de Machu Picchu, han cedido al chantaje de la población lugareña para que una cuarta parte de las entradas a la llaqta se vendan en las boleterías del pueblo. Como consecuencia, la visita se ha convertido nuevamente en una verdadera carrera de obstáculos por lo menos para la cuarta parte de los visitantes, con las consecuencias nefastas que tiene para la imagen del sitio como, a la larga, para su conservación.
La inacción de los empresarios y sus organizaciones, como la Cámara Regional de Turismo o la Asociación de Agencias de Turismo, así como la ceguera de la población de Machu Picchu, no son los únicos culpables del agravamiento de la crisis de la actividad turística. Algunas municipalidades provinciales y distritales como las de Anta, Mollepata y Santa Teresa, que están en una guerra declarada por adjudicarse la construcción de un teleférico a Choquequirao, también ponen su grano de arena. Este teleférico, por lo demás, también está en disputa entre la región Cusco y la vecina de Apurímac. La consecuencia, como es de prever, es que la concreción de los proyectos del teleférico se postergará muchísimos años.
La polarización social
Cuando se mira la economía cusqueña, tomando en cuenta el valor agregado bruto, a la agricultura le corresponde un magro 5.2%, mientras que la minería y a los hidrocarburos alcanzan casi el 40%. Otras actividades, como la construcción y el comercio, superan también a la agricultura con el 10.7% y el 7.7% respectivamente. El rubro de alojamiento y restaurantes, estrechamente ligado a la actividad turística, aporta un 3,5% del valor agregado bruto de la economía regional.
Muy distinto es el panorama cuando se examinan las ramas de actividad en las que está ocupada la población económicamente activa. Descubrimos, según datos del censo 2017, que casi el 40% de los trabajadores se gana el pan en la agricultura, pesca y minería; es decir, principalmente en el cultivo de la tierra pues la pesca no existe en la región y la minería absorbe muy poca mano de obra. Le siguen en importancia los servicios con 28.5% y el comercio con 16%. Más relegadas quedan la manufactura con 6.5% y la construcción, con 5.7%.
Estas cifras son un buen punto de partida para entender la crisis social que se vive en la región y que no ha hecho otra cosa que agudizarse en los últimos veinte años, tanto como para explicar la polarización extrema que se ha experimentado a raíz del estallido social de diciembre del 2022 y enero y febrero del 2023. La sociedad regional no ha puesto en agenda las necesidades de esa mayoría de población indígena que se dedica a la agricultura y de esas otras, de origen también mayormente indígena, que en las ciudades de la región se dedican, en el marco de la informalidad, a los servicios y el comercio. De hecho, la sociedad regional desde cuarenta años atrás venía reclamando el aeropuerto de Chinchero. Esta obra, sin embargo, es más un espejismo que un verdadero pilar para el desarrollo regional.
La exclusión que históricamente sufren las poblaciones indígenas y mestizas, así como el enorme descontento que esta situación genera han encontrado en las dos últimas décadas un canal de desfogue: la apuesta en las elecciones presidenciales por los candidatos que durante las campañas se presentaron como antisistema y apelaron a su identidad andina, indígena o chola, como Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pedro Castillo. En este último caso, sobre todo, como bien hace notar Alicia del Águila en un reciente estudio comparativo sobre la polarización en Brasil y Perú, mientras Castillo obtenía resultados por encima del 80% en el trapecio andino, Keiko Fujimori conseguía iguales porcentajes en los distritos más acomodados de Lima, como San Isidro y Miraflores.
Resulta comprensible por ello que fueran los sectores indígenas y mestizos de origen indígena, quienes protagonizaran las protestas sociales que se vivieron con inusitada fuerza en Cusco y en todo el sur andino tras la caída de Pedro Castillo. Fueron protestas, que en esencia, defendían un voto emitido apenas poco más de un año antes, en la segunda vuelta de junio del 2021, y que reclamaban el derecho fundamental a una real participación política. Las banderas por las que miles de manifestantes protestaron, primero en sus propias localidades, luego en numerosas marchas a la ciudad de Cusco y finalmente en la toma de Lima, fueron por ello de carácter netamente político: se exigía la renuncia de Dina Boluarte, el cierre del congreso, elecciones anticipadas y asamblea constituyente.
La respuesta de los sectores medios y altos de las principales ciudades de la región, como Cusco, Sicuani y Quillabamba, fueron las llamadas “marchas por la paz” en las que los manifestantes, vestidos con polos blancos, reclamaban su derecho a trabajar y exigían a las autoridades que se ponga fin a los bloqueos de carreteras. Estas manifestaciones, a contrapelo de su nombre, abundaron en muestras de un racismo extremo contra los sectores indígenas y mestizos movilizados, a los que se insultaba y se les exigía regresar a sus pueblos y sus chacras. De hecho, la Cámara de Comercio de Cusco llegó a reclamar en un comunicado que “la Policía y la Fiscalía de Cusco actúen de acuerdo a ley y ejerciendo sus facultades identifiquen a estas personas con actuar delincuencial para sancionarlos con todo el peso de la ley.” Más aún, esta institución planteó que se haga uso de las redes sociales “para identificar a los facinerosos.”
Al día de hoy, la sociedad cusqueña está profundamente dividida entre las mayorías ninguneadas de siempre que habitan en las zonas rurales y en los barrios periféricos de las ciudades, y sus poblaciones urbanas que se arrogan el derecho de insultar a quienes no privilegian la actividad turística por sobre todas las cosas. Esta situación resultó particularmente chocante a los pocos meses del estallido social, cuando en junio todas las instituciones y empresas de la ciudad se volcaron a las calles a celebrar el mes jubilar del Cusco con danzas de las comunidades indígenas. Se hizo palpable así que la sociedad cusqueña ha convertido a lo largo de las últimas décadas su supuesta identificación con la cultura indígena en un espectáculo vacío y cargado de hipocresía, tolerando a los indígenas de carne y hueso sólo cuando le sirven para atraer al turista.
Si se quiere superar la polarización de la sociedad regional, hace falta repensar la visión de desarrollo regional, así como poner en cuestión ese discurso conocido como “cusqueñista” que ensalza el pasado incaico de Cusco y que sólo en las palabras, no en los hechos, preconiza el valor de nuestra herencia indígena.