Una violencia que no cesa. Sobre "Morir en mi ley" de Lenin Heredia
Para comprender el universo de Morir en mi ley (Sietevientos 2021), la primera novela de Lenin Heredia Mimbela, es necesario volver a su colección de cuentos publicada en 2014, La vida inevitable. En ese conjunto ya podían percibirse recurrencias y estilos que irán definiendo la mirada envolvente de Heredia. Por ejemplo, de ese conjunto, en un cuento como “Bajo la lluvia” ya se percibe su interés por enfatizar el espacio piurano, más específicamente el de Castilla, recreando un suceso que afectó a esta población en la década del noventa. Asimismo, un cuento como “El espectáculo”, también localizado en Castilla, nos presenta otro talento de Heredia: la acción narrativa, sin divagaciones ni atolladeros metatextuales, sólo el fluir de un acontecimiento tras otro. Para mí, “El espectáculo” —por esta rapidez de las secuencias que desemboca en un final tajante—, es uno de los mejores cuentos escritos en la última década. Por otra parte, el cuento “Rudos” nos presenta una mirada de la violencia cotidiana, que transita entre jerarquías de género, crímenes y venganzas. Allí está esa Piura de los bajos fondos y se aprecia la maestría en crear personajes oscuros, como El Matocho.
Morir en mi ley potencializa muchas de las búsquedas ficcionales de Heredia. Sin embargo, se percibe un cambio notable, un riesgo asumido. La protagonista de esta novela es Lidia, una mujer que ha sido vulnerada de diversas maneras, pero que aún así intenta mantener una vida digna para su hija Rebeca. Este es el primer mérito de Heredia: configurar un personaje femenino con una voz compleja, con densidades y reyertas internas, con secretos y temores. Lidia no es un personaje fácil de asir o comprender, y la estructura destaca por irnos revelando las razones de sus agonías y turbulencias. Hay una mirada delicada y profunda que se detiene en sus pensamientos, en sus dudas y también en su coraje. Mencionemos, por ejemplo, el momento en que ella está en un hotel con su hija y no pueden distinguir las horas del día, ya que se han encerrado y ella parece sumergida en su propio vacío. Leemos: “Durmieron todo el lunes. Sin desayuno, almuerzo o cena. Ni ella ni Rebeca” (74). Destacan, asimismo, las escenas en que Lidia habla sobre el recuerdo que la atormenta. Atendamos a este pasaje: “He vivido tantos años peleada conmigo, con medio mundo, con el mundo entero, convencida de que no hay opción más adelante” (134).
Heredia narra lo que acontece alrededor de sus personajes, no lo contempla de manera metafísica. Su narrativa está muy cerca del ritmo cinematográfico, el entramado de planos, secuencias y montajes que no se detienen. No existe un pasado que concluye, sino un constante e incansable presente que transita entre secuencias. No en vano, la novela se inicia con una persecución en auto. El mundo de Heredia está en constante movimiento. Esto se debe a que está signado por la violencia. No se trata del engolosinamiento con una temática (la delincuencia en el norte del país), sino que busca representar esa violencia mediante un flujo incesante de acciones que ocurren en diversos frentes: la violencia doméstica, la violencia criminal, la violencia como esencia de los grupos de poder, la violencia contra un cuerpo que acaba contuso.
Ese tema nos lleva a otro logro de esta novela: presentarnos un sistema de corrupción que busca apropiarse de terrenos para negocios inmobiliarios. La Piura de Heredia, en la época del fujimorismo, parece condenada a un tipo de desarrollo urbano que provoca despojos y muertes que quedan impunes. En un momento, don Carlos indica sobre los terrenos en cuestión: “El gobierno los remató para los amigos. A sol el metro cuadrado. A un sol. No hay duda de que el Chino quiere a los piuranos” (120). En medio de esas ofertas, la violencia está allí manifestándose de múltiples formas. Su rostro visible son el Trinchudo, Anselmo y Paco, delincuentes que no sólo siguen órdenes, sino que también aprovechan cualquier momento para expresar su propio sadismo: “Paco golpeaba más y más, ciego, enardecido. Los otros parecían contagiados por la misma fiebre” (104). Sin embargo, ellos son solamente fichas en un engranaje mayor: obedecen a su jefe Josecito, mientras que don Carlos es el principal organizador de los delitos, oculto tras la careta de un amable empresario. Frente a este sistema violento y corrupto no parecen existir muchas alternativas. Para Lidia, abandonar Piura y migrar hacia Lima. Para los comuneros, las protestas sin más respuesta que la muerte. Esperemos que en una siguiente publicación, Heredia retome su aproximación al campesinado piurano, retratado en Morir en mi ley a través de las asambleas y movilizaciones tras la muerte del dirigente Héctor Puelache.
En las últimas páginas del libro parece ocurrir un cisma. Lidia es un personaje que destaca por su sensibilidad y agonía. Sin embargo, ella parece ser dejada de lado ante la construcción de otro personaje: Paco. Ya sabíamos que Paco era su pareja, que ha abusado de ella, que mantiene una relación entre amor e indiferencia con su hija, y que ha tenido que unirse al grupo del Trinchudo y Anselmo como única opción para ganar dinero. Hasta ese punto era una personaje necesario para comprender el talante de Lidia. Llegamos a sentir compasión por él: mutilado, solitario, víctima de las culpas. Acaso una de las mejores escenas de la novela es cuando él descubre la nueva condición de su cuerpo: “levantaba la sábana y miraba la otra [pierna], atrofiada, dañada, el muñón aquel, las vendas, el fin del mundo, pero sobre todo el vacío allá abajo” (210). La reaparición de Lidia, ya en Lima, no alcanza la densidad previa y parece mas bien víctima de un apuro del narrador por concluir su historia. Esperamos que Heredia cumpla con su proyecto de retomar a Lidia en su siguiente proyecto, tentativamente titulado Nada nos une.
Heredia es un narrador que elucubra las estructuras y las secuencias. Se presiente un detenido trabajo en la construcción narrativa, lejos de fogonazos o impericias técnicas. Su narrativa retorna a una esencia novelesca que acaso se ha olvidado: contar acciones. Así, la novela avanza galopante, con breves pausas líricas, hasta revelar la raíz de los conflictos de Lidia. Finalmente, es importante recordar que Morir en mi ley no es sólo una novela que retrata Piura, sino que ha sido publicada en la editorial piurana Sietevientos. La decisión de publicar en la región no es menor: indica la preocupación de Heredia por definir su toma de posición en el país, asumiendo las dificultades de circulación en un escenario tan centralista como Lima. En este sentido, esta novela nos urge a mirar lo que viene publicándose a escala regional.
Esta novela se distancia de una narrativa fragmentaria y nos sumerge en una realidad que exige ser narrada desde formas novelescas envolventes o englobadoras, profundizando en la psique de personajes, mapeando estructuras de poder que legitiman diversas formas de violencia, pero también deteniéndose en detalles mínimos, como una herida aún fresca, una tortuga que se llama Fugitiva o traumas familiares que se mantienen en silencio. Heredia manifiesta una mirada envolvente que articula un narrador sensible a cada acción y cambios de voces y perspectivas en cada sección, destacando, sin duda, la confesión de Lidia a su familia. De esta manera, entre el entramado del poder y una tragedia individual, se va encarnando el universo narrativo de Heredia en Morir en mi ley.
Heredia Mimbela, Lenin. Morir en mi ley. Piura: Sietevientos, 2021.