Un fenómeno mediático: La Temporada 1932-1934 de la Compañía Nacional Carlos Revolledo
El clima político de los 1930 es de un acentuado autoritarismo en toda América Latina. En Perú comienza con el accidentado gobierno de Luis Miguel Sánchez Cerro y continúa en el de Oscar R. Benavides, que asumió el mando del país después del asesinato del primero, el 30 de abril de 1933. Benavides habría de gobernar hasta 1939, con un interludio político en el que unas elecciones anuladas en 1938 que gana el candidato Luis A, Flores, dan cuenta de la última etapa de su gobierno.
Nos parece muy sugestivo detenernos en un caso particular que tiene que ver con el teatro, un gran espacio de entretenimiento y encuentro. Desde agosto de 1932 hasta abril de 1935, un grupo de actores peruanos, reunidos bajo el nombre de Compañía Nacional Carlos Revolledo, realiza una larga e ininterrumpida temporada. El local es el Teatro Campoamor, calle La Merced del Jirón de la Unión, cuadra siguiente a la calle Baquijano, en que funcionaba el Cine Excelsior, el más elegante ese entonces y en donde se daban las películas más importantes del mercado de Hollywood.
Desde el comienzo, tuvo un público cautivo compuesto de clases populares, siendo su repertorio muy variado y ágil, aunque basado estructuralmente en sainetes, alternados eventualmente con espectáculos de variedades de los más diversos tipos, para completar las dos horas de rigor. Los sainetes eran de autoría local o adaptaciones, mayormente derivadas de autores argentinos (vía las populares revistas de divulgación), con temas tomados de la vida cotidiana y la política. También incluyeron a la vieja guardia de autores españoles y comedias clásicas, como La tía de Carlos, comedia muy conocida y llevada al cine más de una vez.
La temporada, si la podemos llamar así, abarcó del 9 de agosto de 1932 al 8 de mayo de 1935. Un total de dos años y 9 meses en los que se sucedieron tres cambios de régimen político. A partir de tres funciones diarias de dos horas cada una contabilizamos 2002 funciones en las 143 semanas que duró la temporada.
Generalmente se descansaba los martes –los lunes femeninos eran de rigor–. Se estrenaron 278 obras, de las cuales 129 corresponden a adaptaciones de autores extranjeros (47%) y 149 a autores y temas nacionales (53%). Algunas de ellas, cuyo registro aparece en la prensa del momento, son las siguientes: El martes 16 de enero de 1934, en funciones de vermut y noche, reponen la zarzuela nacional de Alejandro Ayarza (Karamanduka) Música peruana. Canto, baile, Huaynito, Marinera, Agua de Nieve y El cura serrano. El día miércoles 13 de junio del mismo año, también en funciones de vermut y noche, presentan ¡Qué escándalo!, la zarzuela argentina El Indiano. Actúa el actor Juan R. Santos y la tiple Aurora Cortadellas. Además, un fin de fiesta con Rogel Retes de la Compañía Berutti. El día viernes 7 de diciembre, en vermut y noche, Cuando los hijos de Adán no son los hijos de Eva, Chateaux Margeaux, zarzuela de Caballero, y un homenaje a Ernestina Zamorano. Se mantuvo la temporada también por una política de precios bajos que iba cambiando según la oferta y la demanda y la posibilidad de estrenar nuevas obras.
Los enfoques, arquitectura dramática y el texto variaban, pero tenían ciertas constantes, como la presencia del cholo (intermediario racial y social, el “mil oficios” por decirlo de alguna manera), así como los temas del folklor criollo y andino como fondo. Una hipótesis para pensar esta línea de representación es que se trataría de un proceso de traducción de obras, siguiendo la propuesta de Beatriz Sarlo, que demuestra una creación propia, un rasgo de modernidad. La pregunta (abierta) es cómo esta experiencia puede considerarse búsqueda y construcción, fracaso y triunfo de una modernidad propia.
Por otro lado, como toda práctica teatral, las obras de la temporada se produjeron y consumieron en un complejo y jerárquico entramado social urbano, donde la censura y la denuncia surgieron más de una vez.
El actor nacional
Retomamos aquí la propuesta de Pavis según la cual en el subsistema del teatro popular del teatro clásico español, el comediante era un actor de cualquier género dramático, en tanto la comedia se consideraba parte de dicho género. Así, el surgimiento y consolidación de actores y actrices nacionales proviene de la troupe de actores de carácter popular que cultivaron el sainete y el género chico desde comienzos del siglo XX, que tuvieron un gran protagonismo y visibilidad en el teatro nacional durante los primeros cuarenta años del siglo. Destacan Encarnación Coya, la primera Ña Catita, Carlos Rodrigo, Ernestina Zamorano, Carlos Revolledo, Arturo Castillo, entre otros.
El reparto de las obras no dependía tanto del valor interpretativo de los actores y actrices sino del lugar que tenían en el escalafón del elenco. Los autores que escribían para compañías sabían de antemano quiénes iban a interpretar sus papeles. Es más, muchas veces amoldaron sus personajes a rostros predeterminados. Así, sin pretenderlo quizá, muchos de los personajes que inventaban se parecían a quienes los iban a interpretar. Era un mecanismo que venía funcionando desde mucho tiempo atrás, merced a la extraordinaria codificación de la profesión, que tenía en el viejo sistema declamatorio una base suficiente de desempeño. Por ejemplo, Manuel Moncloa probablemente escribió su breve obra La primera nube, estrenada en el Teatro Olimpo en 1906, teniendo en mente las cualidades interpretativas de Mercedes Díaz, la actriz que la estrenó.
Los protagonistas de las obras eran las cabeceras del cartel de la compañía. Es así que el teatro de principios de siglo nunca tiene personajes jóvenes que destaquen, sino galanes maduros o damas con experiencia. El poder de atracción de los actores y actrices se convertía en el elemento central de la producción teatral, elemento que se mantendría durante todo el periodo. Así, el público que asistía a ver las obras Bodas sin sangre, de Ricardo Alcalde, o La corvina varada, de las producciones de la Compañía Castillo Zamorano en marzo de 1937, iba tanto a reírse de las parodias de las obras presentadas el mismo año por la Compañía Dramática de Margarita Xirgu (Bodas de Sangre de Federico García Lorca y La Sirena Varada de Jacinto Benavente), como a ver a Ernestina Zamorano y Arturo Castillo, sus actores engreídos. Y, lo más importante, mucho de este público quizá iba a los dos espectáculos, al “culto” y al “popular”.
En Lima, los discursos y modos de representación de carácter racial, etnológico y local (por lo criollo), que seguramente a menudo eran parte de la oferta de la sátira y burla social presentada en los sainetes, adquirieron un matiz especial a partir de la década de 1920 en el tipo de actuación que se ha llamado performance de la raza.
Singularizamos dos actores que incurrieron en ese discurso, abriendo camino para investigaciones posteriores: Carlos Revolledo fue uno que combinó y adaptó muy sagazmente situaciones y personajes que venían de las tradiciones europeas con lo local. El cholo Revolledo, tal como popularmente era conocido, auspiciado y publicitado, se presentaba como un creador de arquetipos, personaje multifacético, un factotum, un mil oficios. Podía ser guardia, barbero, militar, gasfitero, fotógrafo, arqueólogo o abogado en cualquiera de los sainetes o sketches en los que participaba. El personaje de El guardia Quispe, por ejemplo, fue uno de sus arquetipos más usados. Es decir, el guardia civil de la cuadra, de la esquina de la casa. Ante esta situación, nos podemos imaginar fácilmente que la mera presencia escénica de Revolledo suscitaba un inmediato estallido de risa del público. Aquí una breve crítica de El Comercio en 1932: “El cholo Revolledo es el único artista que representa en Lima un teatro alegre, simple, ingenuo, popular. Un lleno en el Teatro Campoamor”.
Por otro lado, la estrecha relación entre lo cómico, la burla de lo andino, y la alusión al idioma quechua se hacía evidente en los títulos de sus obras: Apolinario Collahuasi; Atanasio Chumpitaz…Rompe quincha, Casau con me heja…Pa su machu, El cholo amarrete, El cholo Cahuide, El cholo arqueólogo, El cholo poeta, El cholo Sixto Sexto, etc. No sabemos casi nada de las características principales de su actuación, de la reelaboración creativa del macro personaje del cholo. ¿Configuraba distintos roles individuales en cada pieza, con leves diferencias entre sí?, ¿siempre era el mismo? ¿Cuál era su tratamiento de la “maquieta”, término del lunfardo que significa caricaturizar en burla?, ¿y su uso de la morcilla, el retruécano, el latiguillo, el furcio, el aparte?, ¿cómo abordó los ideolectos?.
Teresa Arce, por su lado, tonadillera en sus inicios y luego actriz, fue una artista limeña que singulariza su desempeño actoral en la interpretación de tipos regionales o castizos: La bella Perejil, La chiclayana; La chola arequipeña; La chola de Catacaos; La chola de Huancabamba; La huachafa, La huarasina, La japonesa, La raspadillera japonesa, etc.
Un intento de conclusión
Quedan en el aire aseveraciones, pero también preguntas pendientes de esta aproximación a un evento mediático que no puedo menos que llamarlo de impacto cultural popular.
Protagonistas: Una pequeña compañía de actores nacionales de una tradición actoral ya en declive, pronta a desaparecer, por lo menos en esas circunstancias particulares.
Espacio: Un local situado en el corazón de Lima, la capital del Perú: el Jirón de la Unión, lugar de socialización de la ciudad por excelencia.
Repertorio: Complejo y variado. Antiguo y decimonónico, pero también de obras que estaban dándose en ese momento en otros sitios. De autores nacionales como extranjeros. Sainete y zarzuelas combinados con espectáculos de variedades de diferentes clases y temas. Los sainetes eran de autoría local o adaptaciones, mayormente derivados de autores argentinos.
Rutinas: Dos horas de espectáculo en las que la risa era el termómetro del éxito. Permanente presencia en los periódicos, ya sea con avisos pagados o con críticas, que iban desde la simple enumeración de espectáculos hasta severos sermones desde el entorno de lo “culto”.
Público: Público cautivo cuya procedencia no podemos identificar cabalmente. Tónica: Reir, reir y reir.