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1980-2020

Aprendizaje de la limpieza

Aprendizaje de la limpieza
"Douro", collage de Ivo Urrunaga

Dicen que en 1980 los militares peruanos buscaron entregar el gobierno, no el poder. Más allá del supuesto deseo, lo cierto es que permanecer doce años en la conducción política del país había ocasionado secuelas institucionales que dañaron su cohesión y capacidades.

Ante el agotamiento del Estado desarrollista, la doctrina militar que se concibió en íntima relación con éste, decayó hasta convertirse en obsoleta. En efecto, desde mediados de los años 70 el desarrollo dejó de ser un elemento constitutivo del discurso militar, aunque ocasionalmente aparecía como una cuestión meramente declarativa. Así, del concepto de seguridad con desarrollo que habían construido en las décadas pasadas, sólo quedaron vigentes aquéllos componentes estrictamente castrenses, y fue en ese estado que los militares peruanos debieron enfrentar el desafío subversivo más importante del siglo XX, planteado por Sendero Luminoso y el MRTA.

La cultura institucional de las Fuerzas Armadas había construido una imagen del subversivo tan sólida, que obvió los cambios acaecidos en el sistema mundial, manteniendo vigente un congelado estereotipo de la Guerra Fría, que aparecía bastante cuestionable en el nuevo contexto. El “enemigo comunista” continuó en el centro de sus concepciones, aunque ahora no podían engarzar esta amenaza con los objetivos nacionales, tal como se concebía en las lecturas que se habían desplegado entre los años 60 y 70.

Sumado al resquebrajamiento doctrinario, el nuevo perfil que presentaba la sociedad peruana era cada vez menos comprendido. La aparición de sectores organizados radicalizados y una mayoritaria población con crecientes dificultades para insertarse en los mecanismos formales políticos y económicos, eran fenómenos difíciles de leer, más aún si el esquema empleado fue construido para entender un país que ya había quedado atrás.

Eduardo Toche

Patrulla contrasubversiva del Ejército Peruano en 1987. Tomada del blog de Miguel Pineda ejercitoperuanodelosultimostiempos.blogspot.com</em>

En ello los militares no estaban solos. De alguna manera, su mundo subjetivo era compartido por los políticos civiles, especialmente los dirigentes de Acción Popular, el partido entonces gobernante. En agosto de 1983 el presidente del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, general Carlos Briceño, denunció la existencia de una campaña que buscaba desestabilizar al gobierno e implantar el comunismo, señalando que “algunas personas que pertenecieron al Ejército, ocupando cargos importantes, estaban contribuyendo a los ataques”, contando con la adhesión del secretario general de Acción Popular, Javier Alva Orlandini, para quien lo expresado por Briceño confirmaba la sospecha de que “los generales de la primera y segunda fase alientan y participan en los actos de Sendero Luminoso”.

Entonces, desde inicios de los años ochenta el país enrumba hacia la construcción de una democracia que debía ser sostenible, pero encontró en el camino el reto determinante que le impuso la subversión, y la poca idoneidad de los actores políticos que debían consolidarla. Como se afirma en el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), en esa democracia restaurada no había nexo claro entre política nacional y estrategia militar. Por un lado, las ideas sobre seguridad de los políticos y de la incipiente sociedad civil de ese momento eran principistas, abstractas, inconexas y descontextualizadas. Por el otro, las doctrinas y las capacidades profesionales de los militares no estaban orientadas a contribuir a la superación de este problema. La brecha había sido revelada por el retorno a la democracia y el PCP-SL planeó aprovechar esta oportunidad para buscar destruir al Estado peruano. Nada menos.

Desde entonces, los militares peruanos buscaron una fórmula que les permitiese actuar sin presumir la existencia de un plan de promoción del desarrollo. Por otro lado, también debieron evaluar los costos sociales de militarizar la contrasubversión. En suma, el dilema que debían resolver era cómo actuar según los manuales y reglamentos, pero cuidándose de que de ello no emanase ningún tipo de responsabilidad, ya fuera política, penal o moral.

Esto condujo a una situación en la que se repara muy poco. Una característica de la lucha contrasubversiva en el Perú fue que debió llevarse en ambientes democráticos, a diferencia de lo que había acontecido en los países del Cono Sur y a semejanza de Colombia. En ese sentido, fueron los gobernantes civiles los que tuvieron la iniciativa para proveer las herramientas legales concernientes, cuyo efecto más importante fue el paulatino recorte del Estado de Derecho para dar paso a amplias situaciones de excepción, que si bien estaban contempladas en la Constitución de 1979, fueron pronto distorsionadas por el frecuente y excesivo uso que se hizo de ellas.

Esto es un factor clave para entender la incapacidad del Estado y sus Fuerzas Armadas en formarse una idea clara sobre los actores subversivos, que estuvo muy condicionada por los anacronismos que imperaban en su entendimiento de las cosas, tanto por parte de militares como de civiles. En primer lugar, el planteamiento contrasubversivo consideraba este tipo de guerra como irregular, generalizando el teatro de operaciones a prácticamente todos los ámbitos, siendo válido, por tanto, el empleo del terror ante el cual el derecho humanitario -surgido luego de la Segunda Guerra Mundial- aparecía como una traba. A la par, era imposible concebir dicha guerra sin suponer la existencia de una potencia extranjera que la fomentara, en tanto lo que se ponía en juego no eran espacios territoriales sino formas de existencia, es decir, “civilizaciones”.

Por otro lado, como derivado de lo anterior, la lucha contrasubversiva implicaba la aplicación de una estrategia informativa, debido a que la dimensión ideológica se presentaba como el “campo” fundamental en donde se decidía la guerra. Para ello, la subversión debía proponerse como “un problema” que no era pasible de verificación —porque no debía ser “comprendido”, sino “creando” un argumento en torno a ella que motivara el apoyo de una parte de la población-. Así, se delimitaron los espacios “amigos” y “enemigos”, intensificando la polarización, y buscando mantener la simpatía de los adherentes de ambos lados.

Primer momento

Bajo las premisas expuestas, se decidió el ingreso de las Fuerzas Armadas en la lucha contrasubversiva en enero de 1983. Esta fue una decisión del Poder Ejecutivo, adoptada según las atribuciones constitucionales que le correspondían, sin mayor oposición en las fuerzas políticas presentes en el Congreso, abrumadas por el desarrollo de los hechos.

Como recordamos, en los días previos a la decisión fue entrevistado en la revista Quehacer el general Luis Cisneros Vizquerra, ministro de Guerra. Sus puntos de vista serían referidos desde entonces como la primera exposición abierta que hicieron los militares sobre su concepción antisubversiva. En dicha ocasión el ministro puntualizó lo que, según su consideración, era la principal dificultad que tenían las fuerzas del orden para derrotar a Sendero Luminoso: “uno no sabe quiénes son y dónde están, ya que todos tienen las mismas características de los hombres de la sierra”.

Eduardo Toche

"“Uno no sabe quiénes son y dónde están", comentó el General Cisneros Vizquerra en los días previos a la decisión del ingreso de las Fuerzas Armadas a la política contrasubversiva en Ayacucho. Fotografía tomada del reportaje "Perú, el desafío de Sendero Luminoso" publicado en la revista Cuadernos del Tercer Mundo. Nº 62 Junio-Julio 1983. Repositorio de la Universidade Federal Rural do Rio de Janeiro.</em>

Lo dicho era un preámbulo para, a continuación, advertir lo que sucedería si se permitía el ingreso de las Fuerzas Armadas al incipiente frente contrasubversivo que se había generado en Ayacucho: “Creo que sería la peor alternativa y por eso es que me opongo, hasta que no sea estrictamente necesario, a que la Fuerza Armada ingrese a esta lucha”.

Pero las Fuerzas Armadas ingresaron a las zonas declaradas en emergencia, y a partir de ese momento se inició en dichos lugares un continuo repliegue del Estado de Derecho. Desde enero de 1983 hasta diciembre de 1984 murió el 49% del total de víctimas por la violencia política registrada entre 1980 y 1988, entre ellas 2.477 civiles y 2.947 presuntos subversivos. En otras palabras, fue la zona y el momento que, en términos absolutos, tuvo el mayor número de víctimas, comparado con otras regiones y otros periodos en los que hubo una alta incidencia de la violencia.

Eduardo Toche

“Peruvian Army continues preparations in Ayacucho”. Informe de la Embajada de Estados Unidos al Departamento de Estado sobre el envío de tropas a Ayacucho en diciembre de 1982. Desclasificado por el National Security Archive. Archivo del Centro de Documentación e Investigación del Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social.</em>

¿Cómo se explicaban estos enormes costos sociales? De manera resumida, los militares no dudaron que era el resultado de la dejadez e irresponsabilidad de los gobernantes civiles –obviando, digamos por comodidad intelectual, que habían gobernado el país durante los doce años anteriores-. De acuerdo a esta lectura, los civiles no habían solucionado las urgentes demandas sociales y económicas, permitiendo así el enraizamiento de “los comunistas”, un enemigo perpetuo que cambia constantemente de fisonomía y al que se debía vigilar y controlar. Una versión amplia y detallada de estas tesis las encontraremos en las memorias del primer jefe de la zona de emergencia de Ayacucho, general Roberto Clemente Noel Moral, publicadas en 1989. Según lo planteado por Noel Moral, las Fuerzas Armadas se preocuparon exclusivamente de las acciones que podían llevar a cabo según los recursos que disponían en el momento en que se decide su intervención, sin evaluar detalladamente las posibles respuestas de los otros organismos del Estado.

Segundo momento

En mayo de 1988, por diversos medios, se difunde la noticia de una masacre de campesinos ocurrida en Cayara, una comunidad ubicada en la provincia de Víctor Fajardo, en Ayacucho. Como había sucedido en situaciones anteriores, esta vez también se procedió a formar comisiones investigadoras, promovidas por el Congreso como por el Poder Ejecutivo. El momento era sumamente tenso. Entre otras cuestiones, había surgido la posibilidad de un golpe de Estado militar para controlar una situación que se había deteriorado en grado sumo, debido a la magnitud de la crisis económica y los pocos resultados que mostraba la política contrasubversiva.

No había duda, entonces, que la política se había reducido al ámbito de la guerra. Así, se proyectaba que en las elecciones generales programadas para 1990 los partidos de izquierda podían ser protagonistas importantes evaluándose, incluso, sus posibilidades de ganarlas. En este marco, lo que expresó el ex presidente de facto, general Francisco Morales Bermúdez, fue un sinceramiento de la situación: “Si con un gobierno de Izquierda Unida, estamos en una hipótesis, surgieran en el Perú las situaciones que se generaron en Chile, pues no tengo la menor duda que la reacción de las Fuerzas Armadas del Perú será la misma que la que tomaron las fuerzas armadas chilenas”.

Aun cuando no existen pruebas fehacientes sobre las intenciones golpistas de los militares, todo parece indicar que se generalizaron entre la alta oficialidad, y pasaron de considerarse una medida preventiva de corto plazo a un plan de intervención más durable. En 1993, la revista Oiga reveló un supuesto documento, nunca desmentido, que plantearía esta posibilidad, redactado originalmente en octubre de 1989. Luego de plantear una serie de indicadores que mostraban el “desastre” económico aprista, los militares consideraban que debía fomentarse la economía de mercado. Asimismo, algunos servicios básicos, como la educación, cuya gratuidad estaba garantizada constitucionalmente, deberían ser radicalmente reformados, buscando su privatización.

Eduardo Toche

Nicolás de Bari Hermosa, Comandante General del Ejército al momento del “autogolpe” de Fujimori, 1992. Tomada de: "El explosivo año 1992". Siete/once editores.</em>

Por otro lado, consideraban que en Perú existía un grave “problema” de aumento de la población, que era imperioso detener. Además de fomentar los métodos anticonceptivos, consideraron que la práctica genocida también podría ser adecuada a estos fines: “Consideramos a los subversivos y a sus familiares directos, a los agitadores profesionales, a los elementos delincuenciales y a los traficantes de pasta básica de cocaína como excedente poblacional nocivo”. Luego se afirma que la descomposición del sistema político y sus actores los hacían parte del problema que debía solucionarse.

En ese sentido, la izquierda debía considerarse como parte del campo enemigo, pues los grupos alzados en armas eran las expresiones más extremas del estado de convulsión en el que se encontraba el país, pero no las únicas. Esto conducía a organizar una democracia formal muy acotada, centralizada, y que diera amplia discrecionalidad a los sistemas de inteligencia e información.

En suma, el Estado peruano y sus Fuerzas Armadas construyeron su escenario contrasubversivo poniendo adelante sus premisas ideológicas y sobre ellas buscaron comprender una realidad que continuamente escapó de su control. En ese sentido, era más que sorprendente que a fines de los años ochenta los militares peruanos estuvieran empeñados en convencerse que la crisis profunda en que estaba sumido el país se debía a la “inexistencia de un proyecto nacional”, culpando a los civiles y su “sistema democrático” de esta carencia. Lo que sí era esperable era por dónde forzarían la solución. Lo vimos en abril de 1992, aunque debió transcurrir más de una década para aquilatar en toda su dimensión el resultado institucional catastrófico que significó elegir ese camino.

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