4
Pantallazos

El camino de la disidencia

El camino de la disidencia
Marcha del Orgullo 2019. Fotografía de César Manuel Jumpa

El pastor tenía entonces trece años. Su padre, pastor como ahora es él, lo sorprendió en casa jugando a los besos con un amigo. En ese momento no le dijo nada. Al día siguiente, y sin darle ninguna explicación, se encerró con él a rezar durante horas, a ver si así se le quitaba el diablo del cuerpo. Esa fue la primera vez que asoció su homosexualidad con la sospecha de un mal oculto, y guardó el recuerdo en un lugar privilegiado de su memoria.

Con los años su sexualidad se fue haciendo más concreta y discreta: una adolescencia y juventud sin novias, un secreto a voces que si no preguntas no te dicen. Mientras tanto, su fe se mantenía en la cotidianeidad de la costumbre. Durante su adultez temprana se perfilaba como un miembro prometedor de su iglesia, letrado, carismático y, sobre todo, reservado. Pero no todo andaba bien.

Un día, cuando tenía 25 años, comenzaría la secuencia de eventos que lo llevaría a fundar, junto a otros cristianos como él, la comunidad El camino y a estar sentado en esta entrevista. En un momento de limbo y desencanto, ingresó a un chat anónimo en internet bajo un nick curioso: "cristiano-gay". Comenzó a contactarse con algunas personas, atraídas por un sobrenombre tan peculiar y, para muchos, contradictorio. Algunos de ellos estaban en la misma situación que él, conflictuados entre sí mismos y el mensaje de sus iglesias. Comenzaron a reunirse y poco a poco formaron la semilla que se convertiría en la comunidad El camino. Casi diez años después, sentado en un restaurante junto a un escritor, ese evento le parecía casi providencial al ahora pastor “Sentí que una de las misiones en mi vida era buscar una reconciliación entre el mundo LGBTI y las iglesias ¿Por qué Dios quiso que fuera gay y evangélico?”

César Jumpa

Marchan con orgullo y sin odio. Fotografía por César Manuel Jumpa</em>

Nos habíamos conocido ese día y conversamos durante todo el almuerzo. Cuando me dijo a dónde tenía que ir después, decidí acompañarlo. Resulta que esa misma tarde, no muy lejos de donde estábamos, se concentraba una marcha de fundamentalistas. Habían ganado mucha notoriedad en los últimos años. Su principal bandera era la oposición al enfoque de género en la currícula educativa y su ambición no era sólo cultural sino, además, política. Sus pancartas -rosadas y celestes, representando dos géneros eternos e inamovibles- intercalaban textos religiosos y mensajes homófobos escritos por ellos, entre lo indignante y lo estrambótico.

Echamos un vistazo a la marcha desde un lado de la avenida. Entre toda esa gente ¿cuántos homosexuales había? ¿cómo se sentirían en iglesias que los tratan de innaturales? El pastor me contaba que algunos se atormentaban en la culpa y otros terminaban consumidos en la doble vida o abandonando la religión por completo. En medio de ese océano de intolerancia que es el cristianismo peruano, su comunidad es como una isla de aceptación.

Si pasas el tiempo suficiente asistiendo a la comunidad El camino, comenzarás a notar un dogma invisible, tácito en algunas conversaciones y explícito en otras, pero siempre presente, como si estuviera escrito en las paredes: Dios te ama tal como eres. Una afirmación cliché para cualquier cristiano, un dicho cursi para los laicos, se torna casi contracultural en el contexto religioso peruano.

César Jumpa

Un rito diverso y ecuménico. Fotografía por César Manuel Jumpa</em>

El camino tiene un enfoque muy particular respecto a la diversidad sexual. Mientras las iglesias mainstream ocultan su disgusto en forma de tolerancia y la minoría fundamentalista condena de manera furibunda todo lo que se salga de la norma, esta comunidad reivindica la orientación sexual de sus miembros a través de su fe. Aquello rompe con algunas preconcepciones. Para quienes vemos la militancia religiosa desde afuera, la relación entre el mundo LGBTI y las iglesias es por decir lo menos, tormentosa. O francamente terrorífica. Diariamente somos bombardeados por propaganda fundamentalista, tachando a todo lo no heterosexual como innatural o aberrante. La promoción de “terapias de conversión” es también común en las iglesias más conservadoras, a pesar de ser ilegales en muchas partes del mundo. No es raro entonces que pensemos en un homosexual religioso como alguien conflictuado entre su identidad y sus creencias, sobre todo si proviene de una familia conservadora o pertenece a una iglesia conservadora. Pero la realidad en la comunidad es otra. No hay ruptura con la fe, sino un proceso de cuestionamiento de las instituciones (familia, escuela, iglesia, trabajo) que sostienen el discurso dominante.

En el caso de Jair, católico y miembro de la comunidad, este proceso fue radical. Jair se crió en una familia profundamente religiosa y se unió al seminario para seguir su vocación sacerdotal. La abandonó tres años después. “Cuando decido interrumpir mis estudios sacerdotales lo hice en un proceso de oración y diálogo con Dios, y él me escuchó”. No tuvo tantos contratiempos como esperaba. Se sorprendió cuando su familia aceptó su decisión y su homosexualidad sin muchos cuestionamientos. Varios compañeros, cuyos nombres no menciona, lo siguieron y terminaron abandonando el seminario en los años siguientes. Algunos de ellos también eran homosexuales.

Todo empezó con una disonancia. Ya no era posible ignorar las contradicciones evidentes entre su propia idea de Dios y aquel otro que se reflejaba los lineamientos de la iglesia. “No puede ser que ese Dios que se hace hombre y se inmola y se entrega a sí mismo y muere por amor, sea ese Dios que se complazca en crearme a mí y hacerme sufrir por una orientación sexual”. Empezaría así un camino de reinterpretación y cuestionamiento teológico que lo llevó a abandonar el seminario y unirse a la comunidad hace un año. Cuando lo ví por primera vez, estaba dirigiendo los cantos durante el servicio de los domingos. En esos cantos ni dios ni el espíritu santo tenían un género específico. Hacia el final de la ceremonia, Jair ayudaba a partir el pan y a servir el vino como parte de una eucaristía ecléctica que comparten católicos y evangélicos por igual.

César Jumpa

"Para Dios todxs somos iguales" afirman los miembros de El camino. Fotografía por César Manuel Jumpa</em>

Ese día, justo antes de repartir los panes, un hombre llamado Jean Carlo salió al frente a dar un testimonio. El lugar, repleto de sillas blancas, no dejaba de infundir la sensación íntima de una casa. De hecho, acabado el servicio de cada domingo, volvía a ser una casa. Jean Carlo pasó muchos años asistiendo a una iglesia evangélica bastante conservadora. Es tímido, serio, sobrio para vestirse. Parece pensar en cada frase cuatro veces antes de decirla con gravedad. Su novio, Marino, lo mira desde una de las sillas blancas. Una pañoleta en la cabeza completa su look metalero. Un día, mucho antes de conocer a Jean Carlo, Marino le confesó al cura de su parroquia que era gay, y cuando este le preguntó si se arrepentía, Marino le dijo que no, que no se arrepentía de ser como era. El cura le respondió que, siendo ese el caso, no podía permitirle comulgar. El ritual más significativo para un católico le era negado. Ante tal injusticia, Marino se alejó de la iglesia y luego del país y de su familia. Al volver a Lima dos años después, alguien le contó de una comunidad que lo aceptaría sin cuestionamientos.

Ahí conoció a Jean Carlo, cuyo testimonio sigue un patrón familiar: autoconocimiento y auténtica rebelión. “No era totalmente yo, ese Jean Carlo tenía que decir que era gay, que amaba a los hombres, que tiene defectos y sentimientos, pero no lo podía decir porque sabía que la iglesia me iba a tachar. No era libre. Era un cristiano light. Veía un gay y decía tiene que arrepentirse, es pecador, solamente por su orientación diferente”. Jean Carlo terminó alejándose de su iglesia. Cuando se fue aceptando a sí mismo comenzó a aceptar a los demás. “Pero faltaba algo, la transición de aceptarme tal como era… ya había entendido que Dios me ama pero faltaba mi familia” El último paso lo dió hace un par de meses: salió del clóset ante su madre. Conquistó un escalón más de libertad.

Pero la libertad parece delimitada por el temor. Hacer fotos dentro de la comunidad es algo complicado. Nunca sabes si todos los que están ahí deseaban ser vistos. Un hombre joven, al que no llegué a entrevistar, prefería el anonimato para no perjudicar su trabajo de profesor. Otros aún se mantenían ocultos para sus familias. Algunos que en teoría estaban fuera del closet, mantenían una actitud discreta al respecto. En ese sentido, la comunidad es un refugio frente a los ojos de la gente y la hostilidad de la calle. Recordé algo que había pasado hace poco. Durante la Marcha del Orgullo una pareja de chicas se me acercó para pedirme que borrara unas fotos. Yo estaba enfocado en la pancarta de El camino -que participa desde hace varios años- y ellas, que sintieron que tal vez aparecían en la toma, se creyeron descubiertas. Estaban verdaderamente asustadas: se imaginaban compartidas en redes sociales, viralizadas por la indiscreción de un fotógrafo. Les mostré todas las fotos para probarles que en ninguna se les podía distinguir entre un mar de banderas y colores. Estaban en la calle, durante la marcha más importante del año, y aun así temían ser vistas. Por un momento regresé a la realidad. Ni todos los arcoíris del mundo alcanzan para tapar el miedo. No importa si eres religioso o ateo. En Lima, el cielo es gris para todos.

siguiente artículo