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Doscientos años después

Del Sesquicentenario y el Bicentenario de la Independencia del Perú

Del Sesquicentenario y el Bicentenario de la Independencia del Perú
Archivo y composición: sesquicentenario.bnp.gob.pe

No son pocos los historiadores que se han ocupado de reconstruir y narrar los contextos y los acontecimientos conmemorativos de los aniversarios de la declaración de la independencia del Perú, especialmente de los primeros 50 años, el Centenario y el Sesquicentenario. No es mi intención dar cuenta de esas investigaciones, aunque aludiré brevemente a ellas para detenerme en la comparación entre los momentos del Sesquicentenario y el actual Bicentenario.

La conmemoración de los primeros 50 años en 1871 tuvo lugar cuando el Perú estaba empeñado principalmente en articular el territorio extendiendo ferrocarriles y abriendo caminos para facilitar la explotación de los recursos naturales, impulsar el comercio interno, promover la movilidad de personas y fortalecer una gobernanza encabezada crecientemente por profesionales civiles. Diríase que en la primera conmemoración doblaron las campanas por el fin del militarismo aventurero y, de otro lado, repicaron esperanzadas anunciando el inicio de un civilismo que se proponía atenerse, en lo fundamental, a una visión del progreso tocada de darwinismo social.

Después de décadas de guerrería, devaneos y de un irresponsable desperdicio de recursos o de apropiación ilícita de ellos, había, al fin, un boceto de derrotero e incluso gente preparada para dar los primeros pasos hacia un objetivo compartido. Sabemos que el proyecto se vio interrumpido por la guerra con Chile, que el sector dirigente no dio la talla y que los posteriores esfuerzos de restauración durante “la república aristocrática” no consiguieron borrar la sensación de tener un “país a medio hacer” en el que, además, según la apreciación de ingenieros notables de la época, se carecía incluso de diseño.

Para la conmemoración del Centenario en 1921 habían cambiado sustancialmente las coordenadas. La primera guerra mundial, por una parte, llevó al desmoronamiento de los imperios como estructuras políticas y debilitó el capitalismo industrial, pero, por otra, echó los cimientos para la construcción de imperios económicos e inició el desarrollo del capitalismo financiero de cobertura mundial con sus centros y periferias. Por otro lado, se hicieron presentes en el panorama mundial ya no solo las ideas sino las prácticas socialistas para el acceso y la gestión del poder. Quedan, así, instaladas en el mundo dos perspectivas contrapuestas, capitalismo y socialismo, que se pelearán la primacía y los espacios de influencia durante casi todo el siglo XX. El Perú oficial del centenario entendió como tarea de la “patria nueva” construirse una posición en la periferia facilitando el ingreso de capitales y modernizando los mecanismos de participación, en condición de subalternidad, en la economía mundo. Mientras tanto, el pensamiento crítico, especialmente agudo y creativo en la década de 1920, continuó pensando el Perú como una “nación en formación” que, en euritmia con otros espacios latinoamericanos, habría que construir siguiendo las fases y moldes clásicos del desarrollo capitalista o bien atreviéndose a pensar una propuesta inclusiva de perfil socialista. No hace falta decir que la presencia de estas últimas alternativas en la esfera política estaba relacionada estrechamente con la participación de nuevos actores sociales -naciente burguesía industrial urbana, sectores medios y trabajadores- en el ámbito político, social y cultural. Pero el proyecto de la “Patria Nueva” no supo ni quiso acoger las innovaciones que estos sectores aportaban. Prefirió atenerse al viejo modelo exportador de corte oligárquico, aunque debidamente modernizado para que encajase como pieza secundaria en la estructura mundo que Estados Unidos comenzaba a construir. Se consumó así un “centenario” que fue tan rico en celebraciones suntuosas como pobre en innovaciones trascendentales.

Pasaron 50 años y en 1971 llegó el Sesquicentenario de la independencia. Desde 1968 el país estaba gobernado por una dictadura militar que había puesto la fuente de la legitimidad de su “asalto institucional” al poder, en la recuperación de la dignidad y los bienes nacionales frente a los enclaves extranjeros, en primer lugar, pero también en la escucha atenta de los seculares reclamos rurales de acceso a la propiedad de la tierra, en la necesidad siempre preterida de fortalecer la industria nacional, en la atención a las reiteradas demandas urbanas de vivienda, servicios públicos y una más justa distribución de la riqueza, en la participación del Estado en el mundo económico y en la contención de la amenaza socialista. Como reclamos sociales reiterados y ampliamente difundidos destacaban la nacionalización de las explotaciones mineras, especialmente las petroleras, la impostergable reforma agraria, la necesaria reforma educativa y el proteccionismo industrial. Unidas estas “banderas” a otras varias reformas, se fue constituyendo un manojo de objetivos articulados todos ellos en la doctrina de la “seguridad nacional” que los militares más lúcidos venían elaborando y difundiendo especialmente desde el Centro de Altos Estudios Militares (CAEM). Esta doctrina, a su vez, se enriquecía con la teoría de la dominación o de la dependencia, entonces en boga y entre cuyos gestores y primeros difusores en el Perú destacan los intelectuales reunidos primero en la Agrupación Espacio y luego en el Movimiento Social Progresista, quienes aportaron al “Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas” densidad política, visibilidad civil, aceptabilidad ciudadana y representatividad internacional.

Por primera vez en la historia del Perú independiente se plantea desde el poder político, con el manifiesto compromiso del poder militar, un proyecto omnicomprensivo que, entre otras variables, valora y recoge tradiciones andinas (las lenguas, el trabajo colectivo), exalta a sus personajes (Garcilaso, Túpac Amaru, Arguedas), lleva a cabo una profunda reforma agraria, nacionaliza enclaves extranjeros, debilita enormemente a las viejas oligarquías, promueve la industria nacional y la relaciona con la invención científica y la innovación tecnológica, ordena la participación de los trabajadores y trabajadoras en los beneficios de las empresas, pone en marcha una reforma educativa basada en valores cívicos y atenida a las necesidades del mundo laboral, etc. El gobierno de las Fuerzas Armadas, en concordancia con las teorías de la seguridad nacional y de la dependencia, siguiendo una línea que se define como “ni capitalista ni socialista”, se propone refundar la república, pero ahora, a diferencia de lo que ocurriera en 1821, incorporando dignamente en ella a los sectores tradicionalmente marginados y sus pertenencias lingüísticas, culturales, etc., subrayando la importancia medular de la independencia económica y afirmando la soberanía geopolítica en un entorno matizado por la cercanía de la revolución cubana y atravesado por la bipolaridad de la “guerra fría”.

En este contexto resulta natural que el gobierno de las Fuerzas Armadas viese el sesquicentenario como una excelente oportunidad para fortalecer el nacionalismo, promover su proyecto político y proveerle de densidad histórica. No es raro, por tanto, que las acciones de conmemoración del sesquicentenario de la declaración de la independencia se orientasen, no sólo a rememorar acontecimientos pasados, sino a difundir la conciencia de que se estaba refundando la república sobre bases más profundas y con perspectivas más amplias que las diseñadas y puestas en práctica en los inicios de la etapa republicana. Para ello se planificaron cuidadosamente variadas acciones, encaminadas unas (monumentos, placas conmemorativas, bustos, estampillas, monedas, marchas militares, etc.) a traer a la presencia acontecimientos, estados de ánimo y personajes históricos considerados relevantes, otras (V Congreso Internacional de Historia de América, concursos de temas históricos para colegiales, universitarios y profesionales, cursos para maestros, etc.), a promover el estudio de la etapa de la primera fundación de la república, algunas otras a sensibilizar y movilizar a la población en favor de las reformas a través de SINAMOS (Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social) y de los medios de la reforma agraria.

Mención aparte merece la conformación de la Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, que se encargó de preparar y llevar a cabo buena parte de las actividades mencionadas arriba, especialmente las académicas, y, sobre todo, de elaborar y publicar la valiosa Colección Documental de la Independencia del Perú. Los estudiosos de esta temática no encuentran explicación al hecho de que un gobierno con perfil claramente progresista, como el de Velasco Alvarado, convocase para la mencionada comisión a profesionales de corte más bien tradicional, pese a que precisamente en la década de 1960 se había ya abierto camino la “nueva historia” y las ciencias sociales estaban elaborando nuevas herramientas y explorando nuevos territorios para entender más cabalmente el Perú y gestionar con más justicia la convivencia.

Sabemos bien que la propuesta misma de reforma integral encabezada por Velasco y su realización tuvieron mil fallas y que, antes de asentarse debidamente y de que pudiesen aplicarse ajustes a sus deficiencias, los poderes fácticos, con apoyo militar, se encargaron de interrumpirla y de poner en marcha, a partir de 1975, una contrarreforma que contuvo la emergencia de lo nuevo, promovió el regreso de lo viejo y allanó el camino para la incorporación del Perú, desde inicios de la década de 1990, a la dinámica del imperante neoliberalismo y del Consenso de Washington. Este allanamiento a las exigencias del capital transnacional llevó a minimizar el gasto público, facilitar las inversiones, impulsar la privatización de todas las actividades, desregular los precios, precarizar el trabajo, etc., etc. Y, así, con la honrosa excepción de dos breves gobiernos transitorios, llegamos penosamente en 2021 al bicentenario de la declaración de la independencia en medio de una pandemia inusitadamente agresiva, una consecuente paralización de la economía, una desvelación de las abismales brechas estructurales que nos aquejan de antiguo y una crisis política de tan hondo calado que afecta no solo a todos los actores políticos sino incluso a los usos, estructuras y formas tradicionales de la gobernanza.

No es raro suponer que, en este contexto de inestabilidad consumada y de remecimiento de estructuras, ni la autoridad, ni las instituciones, ni la población misma pusieran atención a la proximidad del bicentenario de la declaración de la independencia nacional. Es cierto que tanto el poder legislativo como el ejecutivo cumplieron con las formalidades que les correspondían. El primero constituyó la Comisión Especial Multipartidaria encargada de orientar la conmemoración del bicentenario al afianzamiento de la democracia “realmente existente” y el fortalecimiento de los ideales de la construcción de la república. Por su parte, el poder ejecutivo formó el Proyecto Especial Bicentenario de la Independencia del Perú con la finalidad de promover el ejercicio de la ciudadanía y el fortalecimiento de la identidad nacional. Cada una de estas instancias se propuso llevar a cabo una cierta agenda y efectivamente, en especial la del poder ejecutivo, han desarrollado una variedad de acciones, pero sin timonel, sin derrotero, sin norte.

Quedan todavía tres años hasta la batalla de Ayacucho y bien podría aprovecharse este tiempo para repensar una forma de conmemoración del bicentenario que ayude a diseñar más nítidamente, asentar, socializar y fortalecer lo que el proceso de elecciones de 2021 ha puesto de manifiesto. Es cierto que el mundo rural, el “Perú real” de Basadre, los marginados de siempre estaban presentes en el “Perú oficial”, en el mundo urbano, pero esa presencia era vista como periferia habitacional, laboral, cultural, etc., y, además, era leída desde el supuesto centro y el mundo de la formalidad como “desborde”, como amenaza contra las privilegiadas formas de vida de ciertos sectores urbanos. Y, efectivamente, ya la mera presencia, ese intolerable hacinamiento en los cerros, que José Matos Mar estudió con esmero, es “desborde” porque en verdad el Perú, si exceptuamos los ensayos de Velasco, nunca fue diseñado como albergue para todos.

El proceso y el resultado de las recientes elecciones han puesto en agenda ya no la necesidad de atender el “desborde” -susceptible de ser amainado y hasta absorbido por las vías de la “inclusión” a través de “chorreos” y programas limosneros-, sino la urgencia de tomar posición ante la “emergencia” de sectores sociales que, inconformes con los cerros y arenales, el “ninguneo”, las brechas y las desatenciones, han llegado ahora ya hasta palacio para decirnos a todos, en su propio lenguaje y sin necesidad de urbanizarlo, que es posible y deseable, aunque no fácil, hacer del Perú un albergue en el que vivamos todos dignamente sin perder nuestras muy diversas pertenencias.

Estos cambios estructurales del desborde en emergencia, de la provincia en capital, de la periferia en centro, del subalterno en colega, del extraño en vecino, que tanto cuesta a muchos digerir, ocurren por primera vez después de 200 años de independencia. En este contexto, bien vale la pena, pienso yo, rediseñar los objetivos, enriquecer la agenda, incorporar a nuevos actores y ampliar enormemente el horizonte de la conmemoración del bicentenario para que ella contribuya a terminar de definir el perfil del Perú que se quiere y a movilizar a la población para comenzar a construirlo.

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