Confianza en el anteojo
Sobre la gestión de la emergencia sanitaria por Covid-19 en Perú
En junio de 2021 se oficializaron las cifras que todos conocíamos y asumíamos: los fallecidos por Covid-19 en Perú eran 180 mil actualmente, alrededor de 200 mil. El costo social ha sido muy alto, mucho más del que proyectaban los análisis más pesimistas. ¿Cómo llegamos a este resultado? Sin duda, hay un sedimento histórico–estructural que explica la importante desigualdad actual y que está a la base de este resultado, como consecuencia de patrones de acumulación que fueron distanciando entre sí a los territorios y poblaciones que componen el país. Si bien el neoliberalismo imperante no generó las brechas, parece que las agravó.
Es indiscutible que el escenario previo era muy precario si considerábamos los resultados sociales, la infraestructura social (educación y salud) y la orientación de la inversión social del Estado en las últimas décadas, en las que se escenificó el enorme y último ciclo de crecimiento económico.
Lejos de ser una particularidad del Perú, estos rasgos son compartidos por gran número de países, conocidos ahora como de “riesgo moderado”. Por ejemplo, están atrapados en transiciones lentas de desarrollo: la combinación de baja productividad, alta desigualdad y problemas persistentes para generar una institucionalidad adecuada no les permiten superar sus actuales problemas. De otro lado, en todos estos países la informalidad es alta y constante, mientras que la agenda de inclusión es particularmente relevante, en tanto la concentración de la renta y la riqueza tienden a permanecer altas, al igual que la elusión fiscal, condicionando en gran medida la formación de escenarios de significativa inestabilidad política.
En medio de este panorama, un rasgo importante es la capacidad de los países para medir y presentar informes sobre sus indicadores de desarrollo. Si bien en algún momento se avanzó en esa ruta, lo cierto es que las posiciones alcanzadas por Perú se perdieron y lo que tenemos actualmente es una proliferación de datos que redunda en un enorme número de intervenciones desvinculadas una de otras que, obviamente, han distorsionado los sentidos que debieron primar durante la pandemia.
Todo indica que, más allá de la voluntad expresa de los gobernantes, la lógica de la gestión y administración del Estado ha sido un factor determinante para el resultado catastrófico que mostramos. En efecto, los sistemas de información no funcionan: durante año y medio el Estado programó sus respuestas en base a una evidente subvaluación del impacto.
Pero no solo ello. La ausencia de datos certeros también distorsionó la forma que adquirió el problema, ya que la premisa fue que estábamos ante un gran ciclo pandémico para todo el país, cuando en realidad cada territorio regional generó su propio escenario sanitario. De igual manera, las orientaciones del gasto -centralizado, concentrado, sin focalización- anunciaban que la probabilidad de acierto en esas circunstancias era muy baja, como lo comprobaron los hechos.
En suma, nos revelamos como esos Estados del siglo XVIII que eran ciegos ante gran parte de aspectos cruciales porque carecían de "mapas" detallados del territorio y de las personas que lo habitaban, así como de instrumentos estandarizados que les permitieran “traducir” la realidad, construir problemas y devolver “soluciones” desde una “razón de Estado”. Por eso, sus intervenciones fueron a menudo contraproducentes.
En estas circunstancias, no debe llamar la atención la forma como el Estado peruano definió y enmarcó a las víctimas de la pandemia. Nos hemos quedado con la idea de que las personas fallecidas por COVID 19 tienen, en su gran mayoría, el único denominador común de ser adultos mayores, aunque desde agosto del 2020 se tenía información que debió llevar a cambiar ese supuesto: 85% de los casi 20 mil fallecidos hasta entonces por COVID-19 en Perú padecía obesidad, 43% eran diabéticos y 27% hipertensos. En buena cuenta, no solo falló la caracterización de los sectores vulnerables de la población, sino que además transcurrió un año para aceptar una cifra más realista de los fallecidos. Apenas esos dos datos resultan evidentes para deducir los bajísimos niveles de eficacia que el Estado ha logrado en sus intervenciones.
De igual forma, hemos supuesto que las únicas víctimas de la pandemia han sido los directamente afectados, sin considerar los “costos de oportunidad” que generó la distracción de recursos para enfrentarla. En este punto, solo tendríamos que considerar los impactos en la niñez peruana para darnos un estimado de la magnitud: Mario Tavera,1 asesor del despacho viceministerial del MINSA, señaló que la pandemia golpeó todas las actividades de salud distintas al Covid-19, incluyendo las inmunizaciones, el cuidado prenatal, el desarrollo infantil y las acciones que se desarrollan para revertir la alta prevalencia de anemia en niños, encontrándose un estancamiento de los indicadores especialmente entre abril y agosto del 2020, producto de la retracción de los servicios y del temor de las familias al contagio en los establecimientos de salud.
En suma, la gran lección que nos viene dejando la pandemia, como en su momento la secuela de víctimas que dejó la violencia política, es que una buena respuesta no es dependiente solamente de la disponibilidad de recursos sino, sobre todo, de la debida identificación de la complejidad del problema y, en esa medida, de su organización en función a las expectativas de la población y no solo de los objetivos del Estado.