Acerca de "Una animal en mí", de Juliane Ángeles
En una de las páginas iniciales del libro, con la tipografía dispuesta a la inversa, está impresa la frase que da título al libro, aunque con un sutil espacio en blanco que tomaré como punto de partida.
Lo animal ha sido clave para establecer las demarcaciones occidentales de lo humano. Lo humano frente a lo animal, pero junto con ello, y extendiendo los territorios y los ámbitos, acá y allá, alma y cuerpo, mente o razón y cuerpo. Sin pretender profundizar en las implicancias de este asunto, lo animal, lo de allá, lo otro, el cuerpo, ha sido clave para establecer qué es lo bajo, lo vano, lo prescindible o incluso lo despreciable. Biopolítica, regímenes de proscripción, control, conducción o domesticación, o peor, abiertas necropolíticas de eliminación de lo distinto, de lo que no encaja, de lo que está más allá de las fronteras establecidas.
En relación con esto, en uno de los poemas que Juliane incluye en este libro, la hablante dice: “Siempre luchando contra lo que me enseñaron”. En otro: “Me borro a mí misma, yo soy la mancha”. En otro: “Soy acaso lo que tiene que cerrarse”. Y el poema «Una», el primero del conjunto, sobre el que volveré en un instante, presenta a alguien que flota en el aire, frente a lo cual se advierte a los humanos: “Cuidado. Flotar es inútil”. Pero de esa transgresión de las leyes de la física, sólo los perros pueden darse cuenta y ladran. Me gusta la ambigüedad que queda plasmada, pues no sabemos si lo perros ladran como advirtiendo a los humanos de lo ocurrido, o si más bien acompañan y celebran con su ladrido la condición flotante de ese alguien.
Los animales, así como han sido representaciones de lo otro, del territorio prohibido, han permitido también, desde otra orilla, enfrentarse a cartografías y recuperar para los hombres y mujeres esas dimensiones proscritas y reclamar con orgullo, o advertir con estupor, zonas de nosotros mismos habitualmente negadas.
Versos de Blanca Varela -“El querido animal”, “Jamás cesa de pasar”, “Me da la vuelta” o el que antecede a los poemas de este libro, también de Blanca Varela: “Era una niña, un animal, una idea”, o el deslumbrante Bestiario en la poesía de César Moro, nos dan algunas muestras de esto.
Lo animal -sobre esto trabajan algunas revisiones en la teoría contemporánea- permite también discutir el espejo humano y proponer otros espacios móviles e inestables, flujos incontrolables o recorridos que desestabilizan las pautas impuestas. Sobre esa dimensión de lo animal en textos relativamente recientes de la literatura latinoamericana, dice Gabriel Giorgi: “Lo animal en estos textos parece exceder y eludir toda figuración estable, transformándose en una instancia que desde la corporalidad misma protesta contra toda figuración, forma, representación y reclama modulaciones y registros estéticos que permiten captar y codificar eso singular que pasa entre los cuerpos y que resiste toda clasificación y todo lugar predefinido”.1
No son muchos los animales explícitamente presentes en los poemas de «Una animal en mí». Los perros, que nombré hace un momento; la araña, vallejiana quizá, que la hablante ha matado con certeza, “sin darle oportunidad siquiera de ser cucaracha o mariposa”, lo que produce o lo que le produce a la hablante una desconfianza respecto de sí misma; el último pájaro, que en “Consecuencias del movimiento” del mismo, en donde leímos, “siempre luchando contra lo que le enseñaron”, la hablante confiesa haber hecho volar; o el corazón cocodrilo, de “Crocodilia”, que “corta las palabras, las sacude, las arrastra debajo del agua”.
No son muchos los animales explícitamente presentes, pero sí esa fuerza animal disruptiva que flora lo informe, lo impreciso, lo indefinible, y que recusa los controles y las fronteras impuestas. Fuerza que vemos también en la analogía con lo vegetal en “En crecimiento”, que cito completo: Se crece entre depredadores y yo crezco como la cebolla de mi cocina, larga, solitaria y hacia arriba. Crezco como esa cebolla entre limones y papas. Crezco para no ser cocinada. Crezco como esa cebolla moradísima, la que chupa humedad y echa raíces. Quiero traspasar el techo poco a poco. Alargar mi estadía en el verdulero. Quiero que recuerdes mi sustancia irritante. Te romperé. O en el cactus Z de “Crianza”. O en los pelos negros y largos que parecen casi ocupar todo el piso en “Movimientos de una mujer en su departamento desde las ocho”.
Esa fuerza disruptiva está plasmada también en el título del poemario y ha sido trabajada además desde la composición visual y material del volumen. Comenté hace un momento que en una de las páginas iniciales leemos la frase, aunque parafraseando a Zurita, dada vuelta, es decir, impresa en sentido inverso, como el espejo, “un animal en mí”. Pero en esa escritura hay un pequeño blanco para la ‘a’ faltante, ‘una animal en mí’. Y esa ‘a’ que desacomoda tanto la articulación gramatical, pues animal es palabra masculina, como la sonoridad, porque la pronunciación no rehúye a la repetición supuestamente cacofónica ‘aa’, queda resaltada por la bella composición del libro.
Entramos así al terreno de lo femenino y del lugar de la mujer en el poemario. En la línea de lo que anotaba al comienzo, no son pocas las asociaciones posibles entre lo animal y lo femenino. Desde las demarcaciones coloniales y colonizantes que establecen la red animal, cuerpo, indígena, negro, mujer, subalterno, loco, niño. Diseñada por el hombre occidental, blanco y moderno, lo femenino y los otros componentes del hilo trazado ha sido también lo otro a domesticar, a encerrar o a eliminar:
“la castrada siempre fui yo, nosotras, las inconformes, las de la culpa, las reprimidas” (Vivo de dar explicaciones)
En el diálogo con los poemas de María Emilia Cornejo que articula el texto, leemos versos antes: Me llaman bruja y todavía soy motivo de análisis. La hija extravagante y loca que hay que rescatar. Oportuno también recordar que ese alguien, que transgrediendo la ley de la gravedad flota en el primer poema precisamente titulado “Una”, es una ella que flota en el aire con el pecho abierto, amarrada a una silla. Una imagen en la que no sé si con razón o no, se me aparecen convocadas Frida Kahlo y Marsha Gall.
A propósito de lo femenino y de la marca de la condición de la mujer en la escritura con “Una animal en mí”, quiero recordar el planteamiento de Nelly Richard 2 al respecto: “Más que de una escritura femenina, convendría entonces hablar cualquiera sea el género sexual del sujeto vigor óptico que firma el texto de una feminización de la escritura. Feminización que se produce cada vez que una poética o que una erótica del signo rebalsa el marco de retención, contención de la significación masculina con sus excedentes rebeldes para desregular la tesis del discurso mayoritario”. Y unas líneas más adelante, cita Richard a Diamela Eltit: “Nombrar como lo femenino aquello que desde los bordes del poder central produce una modificación en el tramado monolítico del quehacer literario”.
Con la mención de los bordes, quiero ir cerrando este acercamiento inevitablemente incompleto y afectado por las dificultades de concentración de estos días. Me interesa la alusión a los bordes, límites y fronteras, fundamentales en biopolíticas y necropolíticas, trabajadas en «Una animal en mí», desde el espacio de la casa, espacio establecido como paradigmáticamente femenino, que aquí se asume y se aborda para transgredirlo, a pesar incluso de las dificultades de hacerlo. Es el espacio en el que se mueve la hablante de los poemas, pero para abrirlo, romper los techos, descartar la existencia de la blancura y asumir las sábanas manchadas, o abrir las puertas. Y con esto llego finalmente a la constante referencia a la escritura en el poemario, el poema es acaso la otra puerta que se abre (“Si una puerta se cierra”).
La escritura, la poesía, constituyen, junto con la posibilidad de resistencia, formas de transgresión: en su condición de lenguaje, en las imágenes polivalentes, en sus composiciones espaciales o visuales diversas, en los desplazamientos semánticos que muchos de los textos recusan cualquier posibilidad de fijar un sentido onírico, unívoco. El ejercicio corrosivo de lo animal y de la animal que nos habita, no para sentir una completa inseguridad en un nuevo y sólido lugar, si no para preguntarnos e interrogar a cada rato muchas de las seguridades que creemos alcanzar.
Footnotes
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Giorgi, G. (2014). Formas comunes. Animalidad, cultura, biopolítica. Buenos Aires: Eterna Cadencia. ↩
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Richard, N. (1994) ¿Tiene sexo la escritura?. En: Debate Feminista. Vol. 9 (marzo 1994), pp. 127-139. Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG) de la Universidad Nacional Autónoma de México. ↩