7
Incertidumbre

Lo constitucional y lo constituyente

Lo constitucional y lo constituyente
Fotografía: Protesta en Lima, noviembre de 2020. Samantha Hare en Flickr | flickr.com/photos/90225356@N04

El soberano es aquel que decide el Estado de emergencia. Carl Schmitt


Si en la década de los ochenta lo que podemos llamar el espíritu constituyente era escaso en la región, en estos últimos años millones lo han experimentado, e incluso ha crecido aquí en nuestro país.

Curiosamente este espíritu constituyente en la región lo inauguró nuestro país cuando en 1978 votamos por una Asamblea Constituyente para que redacte una nueva Carta Magna que fue promulgada al año siguiente. En 1980 el dictador chileno Augusto Pinochet sometió a un referéndum fraudulento, por cierto, una nueva Constitución redactada en secreto por un “grupo de expertos”, todos ellos aliados de la dictadura. Si la constituyente peruana era un mecanismo de transición a la democracia, la fórmula chilena era todo lo contrario, ya que se buscaba, por un lado, consolidar y constitucionalizar la dictadura militar y, por otro, imponer un nuevo modelo económico (el neoliberal) y un sistema político que restringiese las opciones progresistas en ese país.

Entre 1987 y 1988 Brasil también tuvo su Asamblea Constituyente como un mecanismo de salida de lo que podemos calificar como una democracia tutelada por los militares que había “llegado” al poder tras un golpe militar en 1964 y que marcó no solo una nueva modalidad de golpes de Estado en la región, sino que les asignó a los militares, en medio de la guerra fría, un papel de gendarme o protector de los intereses norteamericanos en la región. En los años 1990 y 1991 Colombia también tiene su Asamblea Constituyente que se hizo para reformar totalmente la vieja Constitución de 1886. En 1993, el Perú, vuelve a tener una Asamblea Constituyente o Congreso Constituyente Democrático luego del golpe de Estado del cinco de abril de 1992. Y si bien Alberto Fujimori no tenía planeado en un inicio realizar un Congreso Constituyente lo cierto es que su origen no proviene de un hecho y menos de una voluntad democrática sino más bien, como en el caso de Pinochet, de un golpe de Estado que tenía como principal objetivo, al igual que el chile pinochetista, constitucionalizar un Estado y una economía neoliberales.

Luego vendrán, al final de esa década y en la siguiente, las Asambleas Constituyentes en Venezuela (1999), Ecuador (2007) y Bolivia (2008) que nacieron todas de gobiernos progresistas legítimos y legales que habían ganado limpiamente las elecciones y que buscaban crear un nuevo orden constitucional y social claramente progresista (o de izquierda). En el mes de mayo de 2021 Chile elegirá una Asamblea Constituyente, mientras que en el Perú actual se debate apasionadamente esta posibilidad.

Ahora bien, si se analizan todas estas experiencias constitucionales es posible señalar que de dicho proceso emergen dos modelos constitucionales de cambio y que hasta ahora se discuten: el primero buscará reformar el orden legal creando una nueva legalidad que definirá la política y el quehacer político, mientras que el segundo propondrá no solo un cambio de la legalidad, sino que también buscará instalar un nuevo orden social y político. Me parece que estos dos procesos definen dos formas muy distintas de entender el cambio constitucional. Y es en ambas formas de entender el cambio constitucional donde radica, acaso, el problema —y tensión— hoy en día.

Las dos formas constitucionales

Si se sigue la doctrina constitucional veremos que ésta distingue entre un poder constituyente originario y un poder constituyente derivado.

El primero, como señala César Alarcón Mondonio, ex ministro de justicia boliviano y abogado constitucionalista, “... se ejerce la primera vez que la comunidad se organiza jurídicamente, en el momento de la primera Constitución (Asamblea Constituyente Fundacional), o cuando, mediante un hecho revolucionario se constituye un nuevo ordenamiento jurídico en contravención de las disposiciones constitucionales establecidas para la reforma de la norma fundamental".1 Por ello la asamblea constituyente originaria (o poder constituyente originario) es un «hecho político con consecuencia jurídicas». Es «una noción extrajurídica o metajurídica» y su poder es ilimitado ya que «no está condicionado por el derecho positivo» ni por un control constitucional. El poder constituyente derivado (otros lo llamarán asamblea constitucional), en cambio, «se ejerce en el momento de llevar a cabo una reforma constitucional» (parcial o total) y se respetan «los órganos y procedimientos establecidos en la Constitución vigente para su reforma». Por ello, este tipo de poder produce lo que se llama «un hecho jurídico y político con consecuencias jurídicas»; es también una noción jurídica normativa, además, es pasible de control constitucional y, por lo tanto, es limitado, pues está «condicionado por una Constitución vigente objeto de la reforma».

Si bien soy consciente que es importante hacer una exposición jurídica y constitucional sobre ambos conceptos, no es mi intención hacerla, sino más bien plantear algunos de los temas políticos que se derivan de estas dos nociones de poder constitucional.

Si se sigue lo que sostiene Rune Slagstad,2 podemos señalar que el poder constitucional derivado pertenece al campo del constitucionalismo liberal, ya que sus gobernantes actúan «sobre la base de una ley». Para este autor, la «legitimidad del Estado liberal se basa en la general legalidad de todo su ejercicio de poder» ; por ello, es un Estado legal, «[...] en el sentido de que la única forma de intervención legítima en la esfera libre del individuo es una intervención basada en la ley» En ese sentido, «el propósito central del constitucionalismo liberal es institucionalizar un sistema de mecanismos de defensa para el ciudadano frente al Estado». O como dice Carl Schmitt: «No es tanto el Estado mismo el que está organizado por los principios del Rechtsstaat (Estado de Derecho), sino más bien los medios y métodos por los cuales es controlado; se crean garantías contra el abuso del Estado y se hace un esfuerzo para poner frenos al ejercicio del poder del Estado» (Slagstad 1999).

De otro lado, el poder constituyente originario parece pertenecer más bien a lo que podemos llamar un constitucionalismo democrático. En este caso, lo democrático está referido a un momento de unidad, de homogeneidad o, como dice Chantal Mouffe a un momento constitutivo de lo político en el cual se «fijan los campos» para acción de la política. No es casual que este debate se haya dado en países como Bolivia, Ecuador y Venezuela, en los cuales hoy, más allá de cualquier opinión, se han llevado a cabo procesos de cambio más radicales que si lo comparamos con el cambio constitucional en países como Colombia o Brasil. Tampoco es extraño, en este “modelo”, el surgimiento de propuestas que incrementan el presidencialismo y la reelección presidencial en nuestra región.

Si en el poder constituyente originario la reforma procede del poder; en el poder constituyente derivado emana de la ley. Si el segundo es un Estado de Derecho, el primero es un Estado de Poder, porque, como dice Slagstad, su preocupación es «institucionalizar el monopolio del poder por el Estado: el Estado como modelo de unidad política». No es extraño, tampoco por ello, que el segundo se base más en la búsqueda del consenso y en el respeto a ley, y el primero en el uso de la mayoría y la fuerza o en una ley que crea la propia mayoría. En este caso, legalidad y legitimidad se funden en un solo acto ya que la ley es un acto político (de mayorías) de consecuencias jurídicas. Las reformas constitucionales de los gobiernos progresistas son un ejemplo de ello. No está de más decir que este conflicto expresa la tensión entre liberalismo (o libertad) y democracia (o igualdad) que hasta ahora existe en nuestra región.

De esta manera, muchos han querido ver en el poder constituyente originario una manifestación de un nuevo populismo, de un cesarismo y autoritarismo políticos, o de una democracia plebiscitaria. Por eso nos parece que debemos ir más allá de estos rótulos o definiciones y plantearnos algunas preguntas para analizar de otra manera este problema.

Lo nuevo y el Estado

Una de estas preguntas está ligada tanto al carácter como a la construcción de un nuevo Estado. En este marco el dato más importante no es tanto la construcción de un nuevo Estado (o un nuevo poder) en abstracto, sino más bien la construcción de un nuevo Estado que, como diría Marx, ha dejado de ser, como en el pasado, incumbencia de pocos para convertirse, ahora, en incumbencia de muchos o de todos. En eso radica el tránsito de un Estado antidemocrático a otro Estado democrático y, añadiría, popular y nacional. Y por ello temas como los de la exclusión, la desigualdad, el nacionalismo, la dominación externa ocupan hoy un lugar central en el quehacer político, más aún en estos tiempos de pandemia que han terminado por desnudar lo ineficiente que es el Estado y su carácter antidemocrático, no solo por ser incumbencia de unos pocos sino porque ese mismo Estado está controlado y sirve también a unos pocos.

Siguiendo a Jesús Martín-Barbero,3 podemos afirmar que uno de los grandes problemas en la construcción de ese nuevo Estado es cómo crear un concepto (y sujeto) de pueblo (mayoría política) que dote de una nueva legitimidad a ese nuevo poder político (expresado en el Estado) que dice representarlo. Podemos afirmar que todo acto fundacional (o refundacional) es, al mismo tiempo, la creación de una nueva identidad nacional que busca redefinir —porque se vive un momento de inclusión— el todo social y político. Estamos, por lo tanto, frente a un cambio de calidad y no sólo de cantidad. No se trata solamente de sumar —esta suerte de aculturación política—, sino más bien de sumar redefiniendo a la propia sociedad y al poder, es decir a la totalidad.

No es extraño por ello que en la construcción de un nuevo poder se presente siempre la tensión respecto a si se pone más énfasis en la construcción de un Estado como expresión del monopolio de este nuevo poder o, sí más bien, en un nuevo Estado que tenga como referencia principal los derechos de los ciudadanos. Y si a ello le sumamos que todo momento constitutivo (o fundacional o constituyente) de lo político requiere de un cierto grado de homogeneidad y unidad, y por lo tanto de exclusión, ya que es necesario definir los campos para la acción de la política, es decir un nosotros y un ellos, la tensión a que hemos hecho referencia será aún mayor.

Así, el problema no está solamente en cómo se construyen esas mayorías, sino también en la manera en cómo esas mayorías, necesarias, por cierto, son construidas e institucionalizadas durante el proceso de cambio de un país. En este punto hay que hacer la siguiente distinción: una mayoría electoral no es lo mismo que una mayoría política. Esta última supone formas hegemónicas (ello incluye reglas iguales para todos, procesos electorales limpios, libertad de expresión, etc.) de ejercicio del poder orientadas, sobre todo, a la inclusión y al respeto de las minorías.

Entonces, cuando las formas plebiscitarias se emplean en el proceso de cambio solo o, sobre todo, como consecuencia de agresiones externas o por el grado de polarización interna, y solo para que una mayoría electoral construida desde el Estado tenga como primera función legitimar el poder -y no su expansión participativa y ciudadana- lo más probable es que estemos frente a la tentación de un ejercicio autoritario del poder y la prolongación del mismo. En este caso el poder se ve obligado a crear su propia legalidad para mantener su poder. Estamos ante un “Estado excepción” que como diría Giorgio Agamben, se convierte en un “paradigma de gobierno”.

Este tema es complejo. La conformación de una mayoría (o pueblo), que puede ser definido como un momento (y acto) político democrático —en el sentido de su homogeneidad y unidad—, por lo general es excluyente y poco pluralista puesto que busca lo obvio: ser sólo mayoría. Por eso es importante el asunto de las reglas en la democracia (ello incluye alternancia, sistemas electorales, etc.), puesto que se busca transformar lo que es una mayoría electoral en una mayoría política, es decir construir una hegemonía política de largo aliento.

La situación que hoy se vive en la región y, en particular en nuestro país, es trágica y dramática al mismo tiempo. Trágica como nos muestra todos los días el azote de la pandemia y la crisis económica que ha dejado a millones sin empleo. Y dramática porque el momento político que vivimos está lleno de tensiones en el que cada actor tomará decisiones en un contexto donde la duda sea, acaso, más importante que la certeza.

Footnotes

  1. Alarcón Mondonio, Carlos. 2006. “La Constituyente sólo puede ser derivada” Publicado en: La Razón. La Paz, Bolivia, 17 de octubre. Disponible en: http://www.la-razon.com/versiones/20061017_005697/nota_267_345230.htm.

  2. Slagstad, Rune. 1999. “El Constitucionalismo liberal y sus críticos: Carl Schmitt y Max Weber”. En: Elster, Jon y Rune Slagstad. Constitucionalismo y Democracia. México: FCE y Colegio Nacional de Ciencias Políticas y Administración Pública.

  3. Martín-Barbero, Jesús 2003. De los medios a las mediaciones. Colombia: FCE.

siguiente artículo