¿Es necesaria una nueva reforma agraria?
Las reformas agrarias de los años sesenta y siguientes en América Latina fueron ejecutadas por razones tanto sociopolíticas –evitar una revolución a la cubana– como económicas –facilitar el desarrollo económico, sobre todo industrial–. En el Perú, además, fueron impulsadas por vigorosos movimientos campesinos desplegados entre las décadas de 1950 y 1960. Ya desde el segundo gobierno de Manuel Prado (1956-1962) se anunciaba la necesidad de una reforma agraria en el país. Tanto el gobierno militar de 1962-1963 como el gobierno de Fernando Belaúnde (1963-1968) aprobaron leyes de reforma agraria, aunque de alcance limitado.
Finalmente, el gobierno del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975) ejecutó una reforma agraria radical. Sus impactos sobre la sociedad peruana fueron enormes. Los hacendados –modernos y tradicionales– fueron barridos del campo. Alrededor de diez millones de hectáreas de tierras agrícolas fueron redistribuidas, la mayor parte en forma asociativa (cooperativas agrarias de producción y variantes), que en su mayoría se disolvieron en la década de 1980. Se aceleró la liquidación de las relaciones semiserviles que caracterizaban las relaciones hacendado-trabajador en muchas partes del país y se amplió notablemente la población que accedió a la condición ciudadana. Pero la producción se vio afectada, dada la complejidad, radicalidad y amplitud de la reforma. Esto último ha sido el centro de las críticas de quienes se opusieron a la reforma, ignorando la trascendencia de las transformaciones sociopolíticas. En suma, se democratizó y modernizó la sociedad rural, pero no ocurrió lo mismo con la economía rural.
A mediados de los años noventa se da un impulso modernizador de la economía rural de una parte de la costa del país. Este impulso fue el resultado de la confluencia de a) una economía global en expansión, b) la apertura de la economía peruana al mercado internacional y la multiplicación de tratados de libre comercio, c) la sostenida voluntad política del Estado por promover la gran inversión privada, d) los radicales cambios en la legislación agraria liberalizando el mercado de tierras, y e) el subsidio de miles de millones de dólares de recursos fiscales a las corporaciones agroexportadoras que adquirieron inmensas extensiones de nuevas tierras irrigadas gracias a inversiones públicas.
La visibilidad de los “indicadores de éxito” de esta modernización, como el incesante crecimiento del valor de las exportaciones, la transformación del paisaje agrario en algunos valles costeños, la introducción de tecnologías sofisticadas y un discurso que los exalta permanentemente, ha terminado por convencer a buena parte de la opinión pública (los empresarios y los tomadores de decisión no requieren ser convencidos) que ese es el camino que debe orientar el desarrollo de toda nuestra agricultura.
Pero esta modernización no solo deja fuera al 99% de los agricultores del país, que son pequeños y suman más de 2.2 millones de familias. Su propia sostenibilidad está siendo cada vez más cuestionada internacionalmente pues va a contracorriente de dar respuesta adecuada a los grandes desafíos de la humanidad: la inseguridad alimentaria, el cambio climático, el uso intensivo de energía fósil, las externalidades ambientales negativas, la reducción de la biodiversidad, la extrema inequidad en la distribución de activos (sobre todo de la tierra y el agua), la gran concentración de poder territorial ahí donde se instalan, el desplazamiento de la agricultura familiar.
Hace cinco décadas el reclamo por una reforma agraria enfatizó en la redistribución de las tierras por ser un asunto de justicia. Actualmente, una reforma agraria tendría que enfrentar y corregir no sólo la nueva concentración de las tierras agrícolas y del agua, sobre todo en la costa, sino la necesidad de una reorientación del desarrollo hacia una agricultura social, económica y ambientalmente sostenible.
Lamentablemente, una reforma agraria es un imposible en el corto y mediano plazo por la debilidad de las organizaciones del campo, su falta de representación en la esfera política, la hegemonía de la ideología liberal, la indiferencia de la opinión pública urbana, la ausencia de debate público y el sometimiento del Estado a los intereses corporativos.