El Zorro de Abajo: ¿de la revolución a la democracia?
A lo largo de sus siete números aparecidos entre junio de 1985 y junio de 1987, El Zorro de Abajo. Revista de política y cultura* abordó la complicada situación del Perú de mediados de los años ochenta a través de la articulación del comentario coyuntural, el análisis cultural y la discusión teórica. La reciente edición facsimilar de la revista por parte del Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos invita a conocer esta experiencia editorial de un grupo de intelectuales ligados directamente al frente Izquierda Unida (IU), provenientes, en muchos casos, de otras gestas periodísticas como El Diario de Marka o La revista de arte, ciencia y sociedad. Dirigida por el antropólogo Carlos Iván Degregori, acompañado por un amplio Consejo Editorial —Rolando Ames, Sinesio López, Alberto Adrianzén, Cecilia Blondet, Javier Iguíñiz, Roberto Miró Quesada, Marco Martos, Nicolás Lynch, Carmen Ollé, Carmen Rosa Balbi, Carolina Carlessi, etc. (usualmente muchos más hombres que mujeres)—, El Zorro constituyó un esfuerzo por encarar la coyuntura abierta por el triunfo electoral de Alan García en 1985, al mismo tiempo que la crisis económica y la guerra senderista avanzaban sobre un país devastado por las reformas neoliberales del primer belaundismo. Me interesa ahondar aquí en uno de los asuntos que han sido más relevados al presentar esta nueva edición: El Zorro como expresión de la crisis y renovación del marxismo en el Perú.
Como parte de una generación dividida entre una “fe monolítica de los que esperaban el triunfo inexorable de la revolución por acción de leyes científicas, casi matemáticas” y el “escepticismo de los que decidieron renunciar a la esperanza”, el núcleo intelectual de El Zorro buscaba “construir una utopía posible”, sostiene el primer Editorial. En el plano internacional, las experiencias de Camboya y Polonia, así como la crisis de la URSS, complicaban la sostenibilidad de los socialismos realmente existentes. En el plano nacional, la Generación del 68 (como la llamó Alberto Flores Galindo), había atravesado un proceso de transformación intenso entre el surgimiento de la Nueva Izquierda en los 60 y el fin de la década siguiente, cuando el movimiento popular potenciado por las reformas velasquistas exigió nuevas lógicas de representación política a la izquierda socialista. En otro lugar he examinado el tránsito de la Nueva Izquierda hacia una acción efectivamente nacional, en contraste con la arrogancia senderista de considerarse los “iniciadores” de la revolución.1 Ya en los ochenta, y tras la derrota del movimiento popular en el cambio de década y la construcción de IU, El Zorro aparece como un esfuerzo intelectual por hacer un balance de los procesos mencionados y redefinir el horizonte socialista en el país.
En el primer Editorial, Degregori escribe: “En 1985 el pueblo peruano ha optado masiva, abrumadoramente por el cambio. Queremos impulsar esa decisión, desarrollar ese caudal renovador, evitar que se pasme o se pierda en los interminables arenales de las reformas, potenciarlo para que enrumbe al socialismo. Un socialismo a la altura de nuestro pueblo, de cualquier pueblo en las postrimerías del siglo XX. Un socialismo que signifique la realización plena de la democracia y la construcción de la nación, la convergencia de la moral y la política; en síntesis, una revolución integral que conquiste el pan y la belleza, que abarque todas las manifestaciones de la vida y abra paso a una sociedad plural, creadora, en movimiento constante hacia el futuro”. Aquí se dejan ver las trazas de Gramsci (moral y política) y Mariátegui (pan y belleza), así como la necesidad de reconsiderar el papel de lo cultural en el proyecto socialista. De ahí que El Zorro haya funcionado como una plataforma para discutir, entre otros asuntos, en qué medida los llamados Nuevos Movimientos Sociales exigían la redefinición del sujeto revolucionario de cara al nuevo milenio.
Conviene detenernos en la “revolución copernicana” que, en su tercer número de fines de 1985, la revista planteó como tesis polémica para discutir el proyecto socialista en el seno de IU. Se trata de la principal propuesta teórico-política de este grupo de intelectuales que, sin embargo, no pudo debatirse a plenitud en las páginas de El Zorro, pues la coyuntura de 1986, tras la Matanza de los Penales, reclamaba denunciar y analizar a fondo el viraje autoritario de García (ver Editorial del quinto número). ¿A qué revolución copernicana se refiere el texto escrito por Degregori? En breve, a la necesidad de abandonar la tesis previamente vigente de “la victoria en la lucha por el poder como objetivo único de la acción del partido”. Es decir, se trata de repensar la política como algo más que el asalto al poder estatal, y como una acción que se desarrolla solamente en los confines de la organización partidaria. El deseo de hacer de IU un frente revolucionario de masas atraviesa esta propuesta, y ella reposa en una lectura específica de los procesos económicos, políticos y culturales que el país había atravesado a lo largo del siglo XX.
En más de un párrafo encontramos ideas que Degregori reescribirá en su conocido ensayo “Del mito de Inkarri al mito del progreso” (aparecido en Socialismo y participación en 1986): el encuentro de las sociedades andinas con la modernización capitalista —a través del mercado y a través del clasismo como marco ideológico de la organización de las clases trabajadoras— ha llevado a un “descongelamiento de las tradiciones andinas”. Esa experiencia de modernización (discutida por Flores Galindo y el grupo de SUR-Casa de Estudios del Socialismo, por cierto) avanzó intensamente entre los años 30 y 70, y la izquierda tuvo como principal contendiente al APRA, y luego al régimen militar bajo la conducción de Velasco, en la disputa por darle direccionalidad a la experiencia de masas en el país. Así, llegado el momento del desafío unitario durante la lucha política de fines de los 70, la izquierda fracasa en darle una resolución revolucionaria a la crisis múltiple que la derecha supo aprovechar para poner en marcha la restauración del poder oligárquico y burgués. Así, tras la derrota de 1980, IU surge como nuevo intento unitario.
Este texto, pues, parte de un análisis de la sociedad centrado en los desafíos de IU a mediados de los 80, pero plantea mucho más. Apunta a sustentar una “democratización de la política”: “no sólo nuevas maneras de hacer política por los mismos sujetos, sino además nuevos sujetos que se incorporan a la política”. Entender a IU como una plataforma de encuentro para políticos profesionales, dirigentes sociales e intelectuales orgánicos, y no solo como una alianza electoral que se activa de cara a los comicios. Así, el frente adquiriría un “nuevo rol de vanguardia” como espacio para “la consolidación de las organizaciones sociales populares y la formulación de proyectos sociales para ellas, articulados a la propuesta política global de transformación y transición socialista”. Para ello, afirma Degregori, hace falta “otro tipo de propuesta y mito socialista”. ¿A qué se refiere?
Si la hipótesis de la toma del poder a través de un ataque frontal al Estado tuvo como soporte operativo al partido, aquí se trata de reconsiderar el papel de la sociedad civil en los procesos revolucionarios, siempre desde la lente de Gramsci. No una sociedad civil leída en clave liberal como espacio ciudadano de contrapeso al poder estatal —una concepción que se hizo hegemónica bajo la dictadura fujimorista, por cierto, y que cambió su sentido marxista inicial—, sino que hacía referencia a las organizaciones populares surgidas a lo largo del siglo XX en el país, reforzadas durante los años 60 y 70. Aquí sociedad civil significa movimiento popular y no otra cosa: organizaciones sindicales, estudiantes, mujeres, campesinos, servidores públicos, sectores medios, etc. Así, “la complejidad de la estructura política del país y la densidad de la sociedad civil colocan el eje de la estrategia para la conquista del poder en la construcción de la hegemonía cultural, moral y política de la sociedad”. Se trata de reenfocar la estrategia política para reconocer que “en el Perú actual no se puede tomar el poder del Estado si no se conquista antes la sociedad”, idea que resuena fuerte en el presente.
Y con esa redefinición de los sujetos populares como centro del proyecto socialista surgía también el nuevo “mito del autogobierno, profundamente democrático, y de una liberación integral”. Frente a la concepción instrumental de la política, cobra forma la idea de una política anclada en la vida cotidiana, donde se definiría, finalmente, la capacidad del proyecto socialista para convocar y mantener un horizonte de transformación revolucionaria en medio de la crisis. Una política que tendría una temporalidad más larga que la del asalto al poder estatal, sin duda. La nueva situación abierta por las elecciones de 1990, y el posterior autogolpe de Fujimori, llevarán a que este proyecto socialista quede reducido a una posición defensiva, cuando no abandonado por múltiples políticos e intelectuales que encontraron nuevos cobijos en el (neo)liberalismo.
Ahora bien, me he detenido en este texto porque, a mi juicio, expresa el núcleo de la propuesta de los intelectuales de El Zorro, pero también permite comprender la búsqueda de la revista por vincular el comentario a la coyuntura, la investigación en humanidades y ciencias sociales, y el análisis cultural (artes visuales, literatura, poesía, música, etc.) —en esta última línea destacó Roberto Miró Quesada, integrante del Consejo Editorial desde el segundo número—. Esa apertura temática, ajena en buena cuenta a varios órganos de prensa y propaganda de muchas organizaciones de izquierda en las décadas previas, es palpable al recorrer los números de la revista. Pero quisiera terminar este comentario no celebrando lo evidente sino problematizando el modo de recepción de la revista en el presente.
Frente a lo que sus propios actores sostienen hoy (ver la conversación entre Sinesio López y Alberto Adrianzén incluida en esta nueva edición), haríamos mal en leer El Zorro como una prefiguración de las transformaciones del marxismo y de la izquierda socialista en el contexto global de la posmodernidad. La revista hace evidente el interés de este grupo intelectual en salir del clasismo como marco ideológico de la izquierda peruana del siglo XX, sin duda, e indaga en los Nuevos Movimientos Sociales entonces en boga. Sin embargo, como lo muestra el texto de Degregori antes comentado, estamos ante una propuesta que todavía estaba anclada firmemente en el marxismo, en el horizonte revolucionario y en la comprensión política del movimiento popular como sociedad civil. Entonces, ¿es preciso hablar del tránsito “de la revolución a la democracia”, como lo sugieren sus actores y lo refrenda el estudio introductorio de Osmar Gonzáles? Creo que, así puestas las cosas, no es posible comprender la propuesta política de la revista en su contexto preciso de formulación.
Más bien, así planteado el derrotero de la izquierda peruana en la contemporaneidad, queda abonado el terreno para convencerse de que la posición defensiva y minoritaria que ésta terminó ocupando en el país desde la dictadura de los 90 hasta hace poco era una suerte de necesidad histórica, casi un castigo por no asumir la democracia electoral más temprano, como lo ha sugerido Gonzáles en otros estudios. Lejos de ello, si algo hay que rescatar de la propuesta política de El Zorro es su redefinición del proyecto socialista a través de la problematización del significado de la revolución, de un lado, y de la apuesta, que parece escapársele a muchos hoy en día, por sostener que la verdadera democracia no se reduce a las elecciones y al marco institucional del Estado (burgués, por qué no decirlo). Sin descuidar la premisa de que la política es más que ejercer un voto, había que apropiarse de las formas de participación política que el hecho electoral convocaba, así como de los contenidos que expresaban en él una voluntad de transformación —como quedó claro en la Asamblea Constituyente y en las elecciones generales y municipales de los 80—. Así, plantearon la revolución como proceso de construcción hegemónica y la democracia como autogobierno de las clases populares, en base a su propia experiencia de organización —que recompuso el orden social nacional en su conjunto a lo largo del siglo XX, como fue discutido intensamente por las ciencias sociales desde los 60—. No hay aquí ningún abandono de la “puerilidad” de la revolución para abrazar la “madurez” de la democracia liberal, sino una seria reformulación de ambos términos en base a la experiencia de la lucha política entre los 60 y 80.
Esta nueva edición de la revista invita a discutir los modos en que la izquierda peruana se ha historizado a sí misma, a sus aciertos, fracasos y derrotas, pero sobre todo a su redefinición desde la dictadura de los 90 en adelante. Ello supone un debate intergeneracional que encontrará en El Zorro de Abajo un recurso indispensable para quebrar los lugares comunes que, como es natural, la generación que transitó los procesos políticos de los 60 a los 90 instaló a partir de sus propias experiencias, reflexiones y transformaciones ideológicas. Lejos de una invitación al parricidio, tan caro a la política y cultura peruana de las últimas décadas, hace falta releer la producción intelectual socialista de las décadas previas para descubrir aspectos soslayados inclusive por sus propios protagonistas, y con ello reconstruir bajo nuevas miradas el proceso político-cultural de la izquierda socialista en el Perú contemporáneo.
Footnotes
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Sobre este punto ver en Quehacer Nº5: Sendero y la cancelación del pasado reciente ↩