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Doscientos años después

Los movimientos sociales en el Centenario de la Independencia

Los movimientos sociales en el Centenario de la Independencia
Variedades, n° 218 (1912). Tomada de: Delhom, J. y Rodríguez, C. Cuando “el muerto ideológico resucita chispeante” Un análisis de la prensa anarquista y burguesa peruana (1904-1925). journals.openedition.org/amerika/5871

Uno de los aspectos más controversiales sobre las conmemoraciones de la independencia, tanto en su Centenario como en su Bicentenario, es cómo se les interpreta en términos históricos. No me refiero a su carácter (nacional, criollo, popular) sino a cómo es pensada. Desde el Estado, ésta se interpreta como hecho histórico en su sentido tradicional: una fecha, un lugar y personajes precisos. Se pone el énfasis en la proclamación de la independencia en Lima. Es con este hecho histórico que “comienzan” las actividades oficiales más importantes. No por nada las transmisiones de gobierno se realizan el 28 de julio. La independencia se inicia con su proclamación en Lima en 1821 (para algunos se concreta). Inclusive las regiones que han “cuestionado” esta visión centralista de la independencia reclaman el reconocimiento de sus respectivas proclamaciones como punto de referencia histórica para establecer sus propias actividades oficiales.

En el caso de la academia, se entiende la independencia como un proceso que abarca un período de nuestra historia, donde participan diversos proyectos políticos, lugares, fechas y personajes. Es lo que se denomina un ciclo histórico. Sin embargo, la academia no ha logrado (si lo ha intentado) que esta perspectiva sea asumida por el Estado, ni acercarla a la población. En el estado actual de la historiografía, su punto de inicio está en la “revolución atlántica” donde la invasión napoleónica y las Cortes de Cádiz, es decir Europa, son los detonantes de las guerras de independencia americana. Más recientemente ha surgido una interpretación nacionalista que cuestiona el centralismo limeño y reivindica la participación nacional y popular, buscando identificar y rescatar fechas, lugares y personajes marginados de las narrativas oficiales (indígenas, afrodescendientes, mujeres). Sin embargo, en ninguna de aquellas se reivindican las luchas y rebeliones anticoloniales indígenas que se remontan hasta 1780.

A diferencia de la conmemoración del Centenario, la del Bicentenario no ha producido (todavía) una interpretación panorámica de nuestro proceso de independencia ni tampoco de nuestra vida republicana. Existe una clara intención de que esta necesaria reinterpretación, más allá de lo declarativo y formal, no se produzca. Nos hacen falta algunos “aguafiestas”, como ocurrió en 1971.

La revolución de la independencia y el Perú del Oncenio

Durante la conmemoración del Centenario de la Independencia en 1921, en los libros de enseñanza escolar, como el de Carlos Wiesse, se hablaba de “La Revolución de la Independencia”. Un término heredado de la historiografía del siglo XIX que cobró un nuevo sentido para la denominada Generación del Centenario, influenciada por la Revolución Rusa de 1917. La “nueva generación” la asumió como un compromiso con la “cuestión social” en perspectiva de una profunda transformación del Perú que resolviera el “problema nacional”. Y el centro de éste era el “problema indígena”. Sus aportes se produjeron al margen de las actividades oficiales de la dictadura de Leguía, —aunque llegaron a ocupar diversas posiciones en el Estado (la universidad, la biblioteca nacional, la cancillería)—, que se centraron en la remodelación urbana de la capital y en las fastuosas recepciones oficiales. El concepto de revolución implicaba también reivindicar la participación de las mayorías nacionales en el proceso histórico nacional. Esta reivindicación se expresaría a través de las Universidades Populares González Prada, el movimiento indigenista y la revista Amauta.

Esta perspectiva de revolución asumía la participación activa y organizada de obreros y campesinos. Desde fines del siglo XIX, como resultado del proceso de modernización capitalista, obreros y campesinos habían impulsado huelgas y rebeliones que tuvieron gran impacto en la opinión pública. Sin embargo, los ciclos de protesta social en la ciudad y el campo no habían coincidido, por lo que los diferentes gobiernos oligárquicos habían logrado reprimirlos con facilidad. Las políticas fiscales del Estado y una nueva etapa de expansión de las grandes haciendas contra las comunidades campesinas en el sur andino, provocaron ciclos de rebeliones campesinas entre 1896-1906 (antifiscales), 1915 (Rumi Maqui) y 1920-1923 (la Gran Sublevación). Asimismo, las comunidades campesinas recurrieron a las ramas, es decir, el envío de delegados a la capital con el fin de presentar reclamos y denuncias ante las autoridades, como fue el caso del Comité Tawantinsuyu.

Durante la década de 1910, la labor filantrópica de la Asociación Pro-Indígena, encabezada por Dora Mayer y Pedro Zulen, sirvió para realizar una encomiable difusión de aquellos reclamos y denuncias. Zulen comprendería más tarde que la liberación del indio debía ser obra de ellos mismos. En ese sentido, asistió como observador al Tercer Congreso Indígena, realizado en Lima en 1924, donde representantes y delegados de comunidades de diversas regiones del país se reunieron en el local de la Federación de Estudiantes del Perú en el Parque de la Exposición, para discutir problemas y aprobar acciones comunes con el fin de crear una asociación indígena propia. En dicha reunión se encontró con José Carlos Mariátegui y el líder indígena Ezequiel Urviola, con quienes tendría un encuentro posterior en el Rincón Rojo de la casa de Washington Izquierda.

Mientras tanto, las promesas demagógicas de reivindicación indígena del dictador Leguía acabaron brutalmente en el contexto de la conmemoración del Centenario de la Independencia. Tras el reconocimiento formal de las comunidades campesinas en la Constitución de 1920 y la declaratoria del Día del Indio, cuando se produjo la Gran Sublevación surandina, Leguía apoyó a los terratenientes y reprimió a los indígenas.

Obreros y campesinos

Contrariamente a lo que se cree, las relaciones del movimiento obrero anarcosindicalista con el movimiento campesino no eran excepcionales. En el caso de Lima, donde se encontraban muy alejados de las comunidades campesinas de la sierra, tenían estrechos vínculos con las comunidades campesinas y los trabajadores yanaconas de la costa central. Dos ejemplos muestran esto. El primero es la participación de las trabajadoras de las chacras y las vendedoras del mercado de Huacho en las huelgas de 1916 y 1917, encabezadas por Irene Salvador Grados. En la primera huelga lograron mejoras salariales y las 8 horas de trabajo, pero ante el incumplimiento de los acuerdos reiniciaron sus protestas que culminaron en la masacre del 14 de junio de 1917. El segundo, es el caso de los estrechos vínculos anarcosindicalistas del dirigente campesino del valle de Ica, Juan H. Pevez, fundador de la Federación de Yanaconas de Ica, miembro del Comité Pro-Derecho Indígena y testigo de la masacre de 1924 en su pueblo, Parcona.

Precisamente, al inicio de los años veinte, los anarcosindicalistas fundaron el Comité Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo con el fin de apoyar las rebeliones indígenas de la Gran Sublevación surandina. También fundaron, a fines de 1923, la Federación Indígena Obrera Regional Peruana (FIORP), conformada por dirigentes indígenas como obreros, aunque tuvo corta vida ya que sus principales dirigentes fueron deportados por la dictadura de Leguía a fines de 1924.

Estas relaciones eran más estrechas que la mera solidaridad. El Perú se encontraba en un rápido proceso de modernización capitalista impulsado especialmente por las inversiones de capital extranjero en sectores como el algodón y el azúcar, la minería y el petróleo, la industria y la banca. La gran industria orientada hacia la exportación tenía una creciente necesidad de mano de obra en un país con graves persistencias feudales que anclaban al campesinado al trabajo agrícola. Estas empresas recurrieron a diversas estrategias utilizadas en el período colonial, como el endeudamiento a través del enganche, el pago de salarios con fichas o la leva. Los campesinos no estaban desligados de los circuitos mercantiles o de los centros de producción manufacturera. Requerían dinero para pagar deudas, invertir en sus tierras o comprar productos manufacturados. Para ello trabajaban estacionalmente en haciendas y minas, como eran los casos de las haciendas azucareras de la costa norte o las minas de la sierra central.

Se trataba de un naciente proletariado con fuertes raíces campesinas e indígenas, vinculado a sus comunidades de origen. Esta realidad hizo comprender a José Carlos Mariátegui la potencialidad de la participación indígena y la importancia de la comunidad campesina en el proyecto socialista. Para que esto fuera posible se tenía que lograr que la organización y la conciencia del naciente proletariado diera un salto cualitativo a partir de sus propias experiencias de lucha, es decir, desde su propia historia. Estas tesis, como es bien conocido, fueron rechazadas por la Internacional Comunista o Komintern en 1929 por ser consideradas heterodoxas.

El ciclo de lucha obrera

En su informe para el Congreso Constituyente de la Confederación Sindical Latino Americana, realizada en Montevideo en 1929, Mariátegui hace un recuento somero e incompleto sobre la evolución del movimiento obrero en el Perú. La movilización y las protestas obreras habían crecido a lo largo de las primeras décadas en diversas regiones del país. En esos años destacan las luchas de los obreros textiles de Vitarte en 1911, los cañeros del valle de Chicama en 1912, los portuarios del Callao que alcanzaron las 8 horas de trabajo en 1913, los petroleros de Talara y los mineros de Morococha en 1913, la huelga general de Lima y Callao por las 8 horas de trabajo en enero de 1919 y Pro Abaratamiento de las Subsistencias en mayo del mismo año. Estas experiencias de lucha no eran posibles sin la creciente organización gremial de artesanos y obreros en la Confederación de Artesanos Unión Universal, la Federación de Obreros Panaderos “Estrella del Perú”, la Unificación Obrera Textil Vitarte, entre otras. A partir de entonces nacerían nuevos gremios como la Federación de Trabajadores Textiles del Perú, la Federación Gráfica, la Federación de Choferes y la Federación Obrera Regional de Lima.

Con el ascenso de Leguía mediante un golpe de Estado, entre 1919 y 1924 se abre un período en el que éste proclama su apoyo a las reivindicaciones obreras como parte de su política demagógica para contar con una base social que le permitiera enfrentar a la desplazada oligarquía. Las huelgas de 1919 plantearon la necesidad de discutir nuevas formas organizativas y de lucha que darían lugar al paulatino desplazamiento de la hegemonía del anarcosindicalismo en el movimiento obrero por otras corrientes socialistas. Esto permitió también un acercamiento al movimiento estudiantil surgido de la Reforma Universitaria de 1919 y que se aglutinará alrededor de las actividades de las Universidades Populares Gonzáles Prada, en el local del Parque de la Exposición cedido por el gobierno, que se extendería a diversas provincias del país. En ellas también participaron dirigentes indígenas y se debatió su problemática.

Podemos ver que, en el contexto de la conmemoración del Centenario de la Independencia del Perú, los movimientos sociales de entonces (obreros, campesinos, estudiantes) si bien no participaron directamente de los eventos oficiales, contaron con el apoyo inicial de la dictadura de Leguía para el desarrollo de su actividad gremial. Apoyo que terminó cuando comenzaron a demandar nuevas reivindicaciones y fortalecerse gremialmente. El momento clave fue su movilización contra la Consagración del Perú al Corazón de Jesús de mayo de 1923, que buscaba la reelección de Leguía con el apoyo de la Iglesia Católica. Como lo haría con las rebeliones campesinas, la respuesta de la dictadura de Leguía fue una brutal represión contra los principales dirigentes obreros y estudiantiles, que fueron detenidos, encarcelados y deportados a lo largo de 1924.

Como ha ocurrido en otros momentos de la historia (Belaúnde, Velasco, García, Humala), si bien Leguía incluyó a los sectores populares en sus discursos oficiales de carácter político y programático para lograr el apoyo necesario para mantenerse en el poder, cuando éstos intentaron desbordar los estrechos márgenes de participación política establecidos por los gobiernos, fueron traicionados y reprimidos. Ello debe enseñarnos que la independencia política de los movimientos sociales frente a cualquier gobierno es de suma importancia para su sobrevivencia si se quieren realizar verdaderas transformaciones en el país.

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