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Pandemia en desigualdad: una mirada desde el altiplano puneño

Pandemia en desigualdad: una mirada desde el altiplano puneño
Postulantes de la Universidad del Altiplano, en Puno. Fotografía: Defensoría del Pueblo.

Las ciudades de Puno y Juliaca son los dos puntos de gravitación política y económica de la región altiplánica del sur peruano. Puno, más administrativo y turístico; Juliaca más comercial y poblado. Detrás de estas dos ciudades tenemos a las capitales provinciales y distritales, con menor población e impacto sobre el conjunto de la región. Pero, más allá de la vida urbana encontramos a la densa, tradicional y vigorosa zona rural, que con el correr de los años ha ido reduciendo su peso demográfico, pero mantiene su influencia sociocultural y económica.

La pandemia del COVID-19 evidenció dos modos diferentes de enfrentar la emergencia. Por un lado, las ciudades sometidas a una mayor propagación del virus, la impericia de sus autoridades, la ausencia de plantas de oxígeno medicinal, la limitada logística hospitalaria y muy pocas camas UCI. Y del otro lado, las comunidades campesinas quechuas y aimaras que rápidamente establecieron medidas para proteger su salud. Las organizaciones comunales, especialmente en la zona aimara, decidieron bloquear los accesos vehiculares a sus territorios, mantener un férreo control de entrada y salida, y limitar horarios de movilización. No cabe duda que las comunidades campesinas de Puno demostraron una mayor organización y capacidad de reacción en comparación con los indolentes movimientos de las autoridades urbanas de las principales ciudades de la región. A ello habría que agregar otro factor que favorece la menor propagación del virus en las comunidades rurales: la marcada distancia entre las viviendas familiares. El conjunto de estas condiciones propiciaron que no pocos ciudadanos urbanos con propiedades y vínculos con el sector rural decidieron trasladarse al campo. “Hacer chacra” y entrar en contacto directo con la Madre Tierra, la Pachamama, terminó siendo el acertado espacio y actividad de refugio.

Debe quedar claro que el benefactor mundo rural no estuvo exento de la propagación del virus. Sin embargo, las condiciones propias de su dinámica, geografía, organización y cultura permiten una mayor protección y cuidado de la salud. Donde sí se siente el impacto, aunque con diferencias entre sí, es en las ciudades de Puno y principalmente Juliaca. Puno es una ciudad con una considerable población vinculada al sector público y turístico, por lo que pudo mantener menores niveles de contagio. El caso de Juliaca es diferente, pues se trata de una población que vive de la actividad comercial independiente y en muchos casos informal, por tanto tiene un estilo de vida “al día” que no le permite pausa y mucho menos la tranquilidad del encierro.

Otra escena intensa de la pandemia en el altiplano la protagonizan los alumnos de los centros escolares y universidades. Aquí el factor central fue la conectividad y calidad del servicio de telecomunicaciones. El programa “Aprendo en casa” está diseñado para una realidad urbana, que goza de mejores servicios de comunicación. En el caso de Puno, las empresas de telecomunicaciones se concentran en las ciudades, pues es un mercado cerrado y de mayor control. La conectividad rural es débil, por lo que la comunicación es intermitente y por tanto la labor educativa no cumple con sus objetivos. Los escolares y universitarios rurales tienen que subir a los cerros o a los puntos más altos de su comunidad para acceder a la señal de telefonía. Y como es evidente, en esas condiciones no tienen comodidad para desarrollar sus clases. Pero el asunto de la conectividad no solo ataca al sector rural. En general el servicio de telecomunicaciones o internet es de baja calidad, los planes pueden ser los mismos que se ofertan en Lima o a escala nacional, pero los megas, las líneas, los equipos y las instalaciones domiciliarias no son las mismas. Dicho de otro modo, una familia en Lima y otra en Puno puede pagar el mismo monto por un plan, pero la calidad del servicio es diferente.

La pandemia ha puesto en evidencia las diferencias entre peruanos, entre ciudades y en calidad de servicios que ofrece el Estado, los privados y los profesionales. Así tenemos, por ejemplo, que una vez que el gobierno dispuso la entrega de bonos para los sectores menos favorecidos, nuevamente el Banco de la Nación montó y multiplicó el indigno espectáculo de largas colas que se extendían por muchas cuadras de la ciudad. Es decir, pocas agencias bancarias para una demanda creciente, carencia que se hace extensiva a los bancos privados que, por lo general, solo tienen una agencia central en cada ciudad. Otro rasgo de las desigualdades es el desempeño de autoridades y profesionales. Las autoridades que asumieron jefaturas en el sector salud y hospitales no tuvieron aplomo para enfrentar la pandemia y en algunos casos renunciaron a sus cargos. También se puso en evidencia las serias limitaciones que tienen algunos profesionales de la salud para tratar a los pacientes. Parece que todavía tenemos profesionales que tratan de modo despectivo a los ciudadanos de menores recursos o de diferente origen cultural. En cuanto a la atención médica, no faltan instituciones y familias que acuden al servicio de consulta telefónica con profesionales que no radican en Puno, bajo la opinión que los profesionales locales no tienen la calidad que tiene el profesional foráneo.

El impacto que produce una muerte en una ciudad pequeña es diferente. Los lazos familiares, laborales, de amistad o de simple convivencia son más fuertes. Al atestiguar las muertes de tantos ciudadanos conocidos queda una intensa sensación de fragilidad que se suma a la precariedad propia de los servicios de salud en la región. Tener que acudir a la medicina natural, consumir mates calientes, viajar a Arequipa o Cusco por un balón de oxígeno, recibir con sospecha a los parientes caminantes que llegan de otras ciudades o decidir trasladarse al campo para escapar del virus son vivencias que la pandemia nos impone a las y los puneños.

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