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Qué república

Al comienzo del fin de la República Empresarial

Al comienzo del fin de la República Empresarial
Ivo Urrunaga | @ivoteou

En los últimos 120 años de historia republicana han ocurrido transformaciones en la sociedad que reconfiguran a diversas clases sociales. En el caso de las elites económicas, las grandes familias propietarias, las empresas más grandes, han pasado por una transición que podría resumirse como el cambio de oligarquía a burguesía. Al mismo tiempo, ha entrado al país una más poderosa y variada hornada de multinacionales. En paralelo, se ha modificado la manera como se relacionan con el Estado y la sociedad civil, lo que determina el tipo de república que se conforma en la medida que se convierte en la clase más influyente.

En el caso de la vieja oligarquía agraria, que compartía el predominio de los recursos económicos con el capital extranjero, ocurrieron periodos republicanos donde destacó su íntima conexión con el poder del Estado. De allí que Jorge Basadre identificara una República Aristocrática (1855-1919) a comienzos del siglo XX, cuando su agrupación política, el Partido Civil, se convirtiera en partido dominante. Este periodo se caracterizó por la dominación política directa bajo condiciones de democracia elitista o restringida, que además suponía la presencia de líderes oligárquicos en las principales instancias del Estado y las grandes instituciones de la sociedad civil.

El ciclo lo canceló uno de sus operadores con ambiciones propias, Augusto Bernardino Leguía, al tomar el poder en 1919 y cerrar la era democrática aristocrática. Leguía aprovechó el surgimiento del capital norteamericano en nuestra economía, que acentuó la relativa debilidad económica de nuestra clase propietaria, apoyándose en este nuevo poder fáctico. Pronto, a pesar de su retórica populista, terminó gobernando para la oligarquía y el capital extranjero, con fuerte preferencia por el segundo y abusando del poder. Este periodo se caracterizó por la dominación política indirecta, donde la oligarquía y el capital extranjero (company towns) se acomodó a la cleptocracia leguista autoritaria. Este es parte del pacto de poder, tolerancia que tipifica el modus operandi de la república, y que expresa las limitaciones con que opera el Estado en el cumplimiento de sus funciones. A su caída, la oligarquía continuó influyendo gracias a un pacto con dictaduras militares antiapristas y anticomunistas, generándose un “desarrollo autoritario” elitista.

Repositorio PUCP Leguía y sus ministros ingresando al Club Nacional, el club de la oligarquía, durante las celebraciones por el centenario de la batalla de Ayacucho en 1924. Colección Leguía | Repositorio PUCP. Licencia Creative Commons</em>

Pasadas varias décadas, luego de un proceso de urbanización acelerado por la migración del campo a la ciudad, se sucedieron varios gobiernos “populistas”, civiles y militares, apoyados o buscando apoyarse en las masas. Uno de los resultados más dramáticos de este periodo fue la reforma agraria militar de 1969, que le quitó las tierras a la oligarquía y cerró de golpe su gremio, la Sociedad Nacional Agraria, mandado al exilio al líder político-gremial e ideólogo liberal, Pedro Beltrán, hacendado algodonero de Cañete. En ese momento se agotó el periodo oligárquico, cuya vida se había prolongado artificialmente hasta 1968. A partir de Velasco, y luego, con idas y venidas, pero sobre todo durante el gobierno nacionalista y radical de Alan García (1985-1990), daba la impresión de que no volveríamos a ver un gobierno comandado por las nuevas elites económicas. Como le dijera alguna vez el presidente García a los grandes empresarios “de la política me encargo yo”.

En la segunda mitad del siglo XX la clase propietaria se había transformado, pasando de oligarquía a burguesía. Las bases de su poder ya no eran las haciendas sino las empresas, algunas de las cuales se fueron conglomerando, formando grupos de poder económico, adaptándose a los nuevos tiempos, mientras otras se fueron del país o quedaron en el olvido. A la nueva burguesía, cabe recordar, se le había visto cortejando a los militares, impulsando en las sombras el golpe de militares conservadores durante el gobierno de Morales Bermúdez (1975-1980) y asomando la cabeza en el segundo gobierno de Belaunde (1980-1990). Luego, por un tiempo, fueron cortejadas y subsidiadas por el gobierno de García (1985-90), como socio menor de la alianza de poder.

El punto de quiebre que creó las condiciones para un retorno político de la nueva burguesía ocurrió cuando García rompió la alianza al intentar nacionalizar los bancos en 1987. Trató de “castigar a la nueva oligarquía” por su atrevimiento de haberse beneficiado con los subsidios, mientras fugaban los capitales en una economía que se recesaba y sufría con la hiperinflación. García perdió políticamente y la victoria dio alas a la burguesía para buscar la dominación del Estado y fundar una República Empresarial, aseverando con sus aliados internacionales que “no había otra alternativa que el libre mercado”.

Fundación Romero El dueño del Banco de Crédito, Dionisio Romero Seminario (al centro) durante una manifestación de banqueros contra la estatización del sector, en 1987 | Fundación Romero</em>

La nueva burguesía decidió “meterse en política”, apoyando la candidatura del ideólogo neoliberal Mario Vargas Llosa en 1990, al mismo tiempo que, harta de experimentos populistas, aterrada por el crecimiento del conflicto armado interno, se alineaba finalmente con la política de libre mercado y el capital extranjero. Para ese momento se había creado, con apoyo norteamericano, la Confederación de Entidades Empresariales Privadas (CONFIEP), un gremio de gremios que aglomeró a viejas y nuevas asociaciones empresariales. Se estaban gestando las condiciones para formar, propiamente hablando, una República Empresarial que tuviera como primera prioridad el desarrollo económico globalista propuesto por los neoliberales, el fortalecimiento de la gran propiedad privada, siempre y cuando lograra el apoyo de masas.

Al final el plan salió adelante, aunque con sorpresas. Vargas Llosa, el candidato de las elites económicas, perdió las elecciones cuando las masas se volcaron hacia un candidato desconocido, el ingeniero Fujimori. La lección debió ser dura pues habían creído posible recrear el sistema de dominación directa de la vieja oligarquía. Sin embargo, el nuevo gobernante elegido (la “nueva mayoría”), buscaba en lo personal, coincidiendo con las elites, “orden, paz y progreso”. Se abrió así la oportunidad de fundar una República Empresarial teniendo en el gobierno y el Congreso a candidatos “populares” que jalaban los votos, mientras el Estado, capturado por la tecnocracia y los empresarios, privatizaba y concesionaba empresas estatales, recursos naturales, pensiones, antiguas cooperativas agrarias, carreteras, puertos y aeropuertos, salud y educación. Intentaron incluso privatizar los monumentos históricos, propuesta que fue rechazada por los cuzqueños. Estas políticas neoliberales de apertura y privatización extrema, permitieron (re) enganchar al país al mercado mundial sobre la base de las materias primas (a las que se sumaba un pujante mercado interno) y restaurar la concentración de la economía en manos privadas, nacionales y extranjeras, “blindadas” con protecciones jurídicas y tratados internacionales. Las decisiones emanaron de la correa de trasmisión que se estableció entre la CONFIEP y el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), convertido en superministerio, y entre la Sociedad Nacional de Minería con el Ministerio de Energía y Minas.

Como en la época de Leguía, el fortalecido empresariado y sus socios extranjeros anduvieron de la mano con la cleptocracia fujimorista. Cogobernaron hasta el 2000, en base al pacto de poder arriba descrito y gracias a ganar el conflicto armado interno y reactivar la economía de mercado. Lograron además legitimidad al extenderse el crédito y el consumo a las masas; aunque el trabajo se hizo precario y barato. La gran minería se convirtió en el centro de la economía, siendo este nuevo extractivismo (a diferencia del viejo) intensivo en capital, de modo que quienes no se emplearan en el reducido sector formal, privado y estatal, pasaban a las filas de la informalidad, entraban a las MYPES formales e informales, a las economías delictivas o se iban fuera. Lo formal, lo informal y lo delictivo coexistieron sin problemas.

Este primer arreglo del poder terminó el 2000 al desmoronarse el gobierno de Fujimori-Montesinos. La clase dominante aprovechó la oportunidad que le brindó la formula posfujimorista de democratizar la política y dejar intocado el modelo económico. En ese espacio se acomodaron bien, actuando en las sombras, financiando campañas, armando lobbies. A ello se sumó el inicio de un superciclo de precios de materias primas que duró doce años, lo que dio lugar a un alto crecimiento, una reducción de la pobreza, un aumento del consumo y, también mayor concentración de la riqueza en manos de banqueros y mineros. El modelo, según los teóricos neoliberales “funcionaba”, se creaba riqueza, había progreso material. Los grupos de poder y las multinacionales gozaron de ganancias extraordinarias, mientras la clase política que rotó en los gobiernos (Toledo, Garcia, Humala) se benefició de la fiebre de obras públicas y la consiguiente corrupción. El país se mantuvo estable debido en parte al pacto con los grandes empresarios que gobernaron desde el MEF manteniendo la economía en “piloto automático”, así como a la complacencia de una materialmente satisfecha nueva clase media.

Presidencia Perú Ollanta Humala (2011-2016) y Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018), los dos últimos presidentes elegidos por las urnas en Perú | Presidencia Perú en Flickr</em>

Ocurrió un sobresalto plebeyo radical con Humala el 2011, pero lo cercaron fácilmente al mismo tiempo que fue generosamente financiado por Odebrecht para seguir con la fiebre de obras públicas. Los medios concentrados de derecha alimentaron la ilusión que el Perú estaba “camino al desarrollo”, mientras el Fondo Monetario Internacional en 2015, en su congreso de Lima, afirmaba que Perú era un “modelo” a seguir. Se había convertido en “la estrella del sur”. Con la propuesta de entrar a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos- OCDE, el club de países desarrollados, parecía que alcanzaríamos el umbral del desarrollo a pesar de la precariedad del empleo, la informalidad y la baja calidad institucional.

Desde 1990, los gobiernos capturados por la gran empresa y la tecnocracia contaron con mayorías parlamentarias, mientras el Congreso aprobaba sin debate las medidas económicas que emanaban del par MEF-CONFIEP. Este sistema decretista (y secretista) se fue resquebrajando al terminar la bonanza el 2015-2016, apareciendo por primera vez un gobierno dividido (Ejecutivo-Legislativo). El legislativo “se salió fuera de control”, el “ruido político" comenzó a alterar la paz de los grandes inversionistas, a lo que se sumaron las grandes protestas contra algunos millonarios megaproyectos mineros. A finales de la década, dos crisis de gobierno generaron alta inestabilidad, a lo que se añadió el efecto recesivo del COVID-19.

El congreso aprofujimorista obligó al presidente Pedro Pablo Kuczynski a renunciar el 2018. Fue reemplazado por Martin Vizcarra, quien siguió enfrentado al Congreso, cerrándolo finalmente el 2019 y rompiendo el espinazo al bloque parlamentario aprista-fujimorista. Se llevó de encuentro al bloque que siempre protegió los intereses empresariales.

Presidencia Perú Junio 2020: el entonces Presidente Martín Vizcarra se reúne María Isabel León, representante del gremio de grandes empresarios, para impulsar un plan de reactivación económica en medio de la emergencia sanitaria | @presidenciaperu en twitter</em>

El nuevo congreso, dividido en nueve bancadas, se inauguró en plena pandemia. Diversas bancadas adoptaron una postura “populista” plebeya que incomodó a los grandes empresarios, añadiendo otro factor de incertidumbre. Los grandes empresarios, a pesar de su desconfianza con el provinciano Vizcarra, se limitaron a mantener capturado el Ejecutivo. Al mismo tiempo, la pandemia puso al descubierto los límites del modelo en lo social, afectando a la clase media y extendiendo la pobreza de golpe, haciendo también visible el costo de políticas de Estado al apostar siempre al sector privado, y tolerar la corrupción, mientras se descuidó la nutrición, la educación pública, la salud pública y la seguridad. Cualquier intento de planificación social fue vetado por los grandes empresarios y los tecnócratas.

Al 2021, en plena pandemia, la crisis acentúa las brechas sociales y la población demanda acción del Estado al retrotraerse el mercado. Las mayorías buscan alternativas económicas más justas y sostenibles, mientras los empresarios insisten en continuar con el modelo. En este cambiante contexto, diversas fuerzas cuestionan los privilegios de los ricos e ignoran sus pedidos de defensa del modelo y la propiedad privada, critican la elusión tributaria, la corrupción empresarial y las altas tasas de interés que los consumidores de clase media ya no soportan. De ese modo, dejan entonces de actuar las condiciones económicas, sociales, ideológicas y políticas que permitieron funcionar por treinta años a la República Empresarial.

El futuro es una incógnita. No existe la posibilidad de organizar un golpe militar como en 1930. Las elites deben actuar o tolerar una democracia cada vez más plebeya e impredecible. Todo indica que estamos frente al comienzo del fin de la República Empresarial (octubre 2020)

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