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Pandemia

La epidemia y el tiempo inminente

La epidemia y el tiempo inminente
"Vistacorta", collage de Ivo Urrunaga

Nos habíamos olvidado tanto

Epidemias han habido a lo largo de la historia. Una suerte de arrogancia implícita en la comprensión moderna de la realidad ha sido entender nuestro propio pasado como humanidad al ‘modo étnico’. El presente es tan potente y cargado de promesas que vemos el pasado de nuestra especie como si fuera ‘un otro’ de nosotros mismos. La condición de esa alteridad es la fragilidad de los tiempos anteriores donde, al igual que la mirada ‘étnica,’ ellos, los del pasado, tenían ‘sus’ creencias, ‘sus’ miedos’, ‘sus’ ceremonias, ‘sus’ espíritus, todo ello visto con una condescendiente admiración (i.e. no eran tan incapaces como suponíamos), y una amable comprensión por esos miedos ‘tan antiguos’, tan diferentes de los miedos modernos, los de verdad, donde hay despliegue tecnológico: un ataque nuclear, la contaminación por plásticos, los combustibles fósiles y otros problemas sólo detectables mediante la observación científica, como el hueco en la capa de ozono. Por supuesto, el miedo a las enfermedades siempre estuvo presente, pero como una desgracia individual azarosa o referida a grupos sociales específicos.

Las epidemias, con muy pocas excepciones, habían quedado como preocupación para los libros de historia. 1 Tan marcada era su negación moderna que en el siglo veinte, hace poco más de cien años, la llamada gripe española produjo unos cincuenta millones de muertes cuando la humanidad era aproximadamente la cuarta parte de lo que ahora somos (1’650,000). Sí, desde entonces hemos aumentado un montón. Sin embargo, se recuerda más la guerra europea llamada Primera Guerra Mundial, que tuvo dieciséis millones de víctimas.

Este tipo de olvido probablemente obedece a que las guerras son recordadas porque no se descarta que algo similar sea parte de nuestro futuro, en este siglo XXI. Las epidemias, en cambio, quedaron borradas del futuro, es decir del sentido preventivo de la memoria. No se negaba su realidad en el pasado, pero habían quedado eliminadas de la lista de amenazas de la cuales conviene estar preocupado.2 Hubo muy pocas excepciones, en el periodismo como en los ensayos de reflexión.

Guillermo Nugent

Un hombre se prepara para la desinfección de los buses del London General Omnibus Co. Londres, 2 de marzo de 1920. Foto: H. F. Davis/Topical Press Agency/Getty Images</em>

Entonces nos encontramos ante una doble sorpresa. La primera es la que todos hemos sentido de un súbito cambio en nuestros hábitos producto del confinamiento de la cuarentena, de las noticias de víctimas del COVID-19 que cada vez son más cercanas y el miedo correspondiente. La segunda tiene que ver con ese ‘olvido’ de uno de los males que ha estado siempre presente entre nosotros como humanidad. En una época tan obsesionada por la información acerca de todo, ¿cómo así se ha podido pasar por alto algo como una epidemia? Llegamos a la paradójica situación en la que ‘todo el mundo’ dice que ‘nadie imaginó lo que iba a pasar’. En la ficción cinematográfica las plagas devastadoras no dejaron de estar presentes aunque generalmente bajo la forma de un complot de exterminio bacteriológico,[3] una señal de la presencia del fantasma del virus exterminador que no dejó de estar presente en la cultura contemporánea.

¡Ah! ¡Lo público existe!

Acostumbrados como estamos a ver la realidad en términos de sistemas cada vez más complejos que ‘se mueven solos’, ya sea porque hay una lógica interna que todo lo explica o por una creencia en la formación espontánea del orden por acción del mercado, la COVID-19, la enfermedad que produce el virus SARS-Cov2-2 reintrodujo una práctica secular: la cuarentena. Un esfuerzo coordinado en una situación de emergencia, usualmente está asociado a un solo acontecimiento, que por lo general ya ha pasado: un terremoto, una inundación, un accidente nuclear. La otra situación que exige movilización de emergencia es en condiciones de guerra, es decir cuando hay un ataque enemigo en curso. Es probablemente por esta afinidad temporal, esa tensión sostenida, que en varias ocasiones y en muy diversos países se ha identificado la gestión de la epidemia del COVID-19 con una guerra. No estoy seguro, sin embargo que la gripe española de 1918-1919 haya sido abordada con semejantes metáforas. La explicación podría estar en que la memoria de las epidemias del siglo XIX estaba muy presente y que además se trata de un evento que antecede al uso masivo de los antibióticos, que recién ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial.

El hecho social más contundente de la epidemia ha sido la cuarentena debido no tanto a la alta mortalidad de la infección como a la velocidad sin precedentes del contagio. Se agrega a lo anterior el seguimiento estadístico minucioso, pues se trata de la primera gran plaga en la era de la información, con una extensión prácticamente planetaria. En todos los países se construyen modelos matemáticos y trayectorias estadísticas para anticipar resultados y saber mejor lo que hay que hacer.

Este ‘conocimiento situado’ que permite tomar decisiones y modificarlas según el curso de los acontecimientos tiene un gran potencial si se piensa como un método de trabajo para tomar decisiones en el terreno del diseño de políticas económicas, por ejemplo respecto de cuestiones como la desnutrición infantil, la generación de puestos de trabajo o simplemente establecer rangos de desigualdad que permitan hacer las modificaciones tributarias apropiadas y un sinfín de otras aplicaciones de este ‘conocimiento situado’ para el manejo de los asuntos públicos.

La salud, su cuidado, ha aparecido en primer lugar como una responsabilidad de los sistemas públicos. Este aspecto al principio no fue muy notorio, pues los primeros países afectados por la epidemia como China, Corea del Sur, Italia, España ya contaban con tales recursos. En Inglaterra había un marcado temor por la privatización de su emblemático Servicio Nacional de Salud luego del Brexit. El hecho que el primer ministro Boris Johnson enfermara gravemente y que le hayan salvado la vida en un hospital público aparentemente ha postergado las iniciativas privatizadoras.

En América Latina donde el neoliberalismo es prácticamente la visión del mundo armonioso para las élites, permanentemente machacada por los medios de comunicación a su disposición, la pandemia del COVID-19 ha implicado un retorno de los servicios públicos a la primera plana. En el Perú, como en varios otros países de la región, los servicios de salud y educación públicos en sentido estricto no son tales. Son servicios para pobres, pues se considera ‘normal’ que el cuidado de la salud y el acceso a la educación sean privados. Lo que existe en la actualidad es una segregación de facto donde los servicios públicos están asociados con la pobreza más que con la protección de derechos y por lo tanto son considerados un ‘gasto social’ En general, las regulaciones normales de la vida social son las marcadas por una desigualdad prácticamente naturalizada.

La magnitud de la amenaza planteada por la pandemia hizo que este conjunto de creencias sea, al menos temporalmente insostenible. Se trata de una transformación nada desdeñable en la cultura política del país. Es posible que parte de la ‘nueva normalidad’ sea una presencia del estado como el garante efectivo de los derechos básicos. Una presencia central del Estado en el cuidado de la salud pública puede ser un factor que le ponga límites al horizonte privatizador que ha dominado la institucionalidad política por lo menos desde la constitución de 1993.

La atroz expectativa

La cuarentena y el modo de ejecutarla están a la base de los cuestionamientos al gobierno. Reparemos primero lo singular de la cuarentena dentro de los estados de excepción en general. Canetti indica que ‘la epidemia desemboca en una masa de agonizantes y muertos’, que nos encontramos frente a un amontonamiento de cadáveres. Esa es la forma que la epidemia pone al interior de las relaciones sociales. Que se trata de una forma social específica se corrobora con las imágenes de bolsas negras efectivamente amontonadas en diferentes hospitales. Los medios periodísticos que publicaron fotografías con este escenario fueron apresuradamente descalificados por las autoridades. Se trata sin embargo de una forma de horror en las sociedades humanas descrita desde Tucídides en La guerra del Peloponeso hace 2500 años.

Con frecuencia se escucha decir que el virus es ‘democrático’ porque afecta a todos por igual. Claro, en lugares como el nuestro donde la desigualdad de condiciones de vida es la norma, llama la atención que haya un mismo pensamiento, una misma expectativa. En efecto, a nadie se le ocurre decir que los terremotos o las inundaciones son democráticas porque a pesar de ser catástrofes, en esos casos la precariedad de las viviendas permite establecer algunas diferencias entre quienes la pasan muy mal y quienes no tanto. Pero la epidemia tiene esta particularidad, bien caracterizada por Canetti: ‘se vive en una igualdad de atroz expectativa durante la que todos los vínculos habituales entre los hombres se deshacen’. Aparentemente a esa ‘atroz expectativa’ compartida se le tiende a llamar a veces democrática. Ese malentendido es la mejor muestra de lo inusual que es tener expectativas compartidas en una sociedad tan desigual en aspectos básicos de la convivencia como la alimentación, la salud y sobre todo la educación.

César Jumpa

En el Perú se ha dado más atención al estado de los establecimientos hospitalarios que al trabajo de rastreo de la cadena de infección. Foto: Luisenrrique Becerra. Asociación SER en Flickr</em>

La razón de ser de las cuarentenas tienen otro elemento central, que no deja de ser paradójico: ‘el contagio hace que los hombres se aparten unos de otros...la expectativa de vida, la vida misma se expresa por así decir en el acto de mantenerse a distancia de los enfermos’, Canetti una vez más. Sin duda el aspecto más terrible desde el punto de vista del orden social y el más difícil de lograr es el apartarse unos de otros y además por una decisión de las autoridades. Sin embargo no en todos los lugares la cuarentena ha sido sinónimo de confinamiento en la casa.

El prolongado periodo de incubación, de 5 a 14 días hace que la red de contagio sea muy amplia. Esto le dio mucha más fuerza a una manera de razonar relacional que me interesa destacar. Un procedimiento habitual en cualquier epidemia es el aislamiento de los enfermos. Pero la peculiaridad del prolongado periodo de incubación del virus antes de su manifestación hizo que se llevara a cabo una acción de rastreo de todas las personas con quienes trató la persona infectada. En todas las experiencias exitosas para limitar la acción de la epidemia este ha sido el común denominador: el rastreo de la cadena de infección. En el Perú se ha dado más atención al estado de los establecimientos hospitalarios que al trabajo de rastreo de la cadena de infección. Es decir, la atención ha estado más puesta en los individuos, más apropiado es decir a la cantidad de individuos afectados, que en considerar a la cadena de infección como el principal peligro.

Este trabajo de rastreo que tiene como principal objetivo identificar la cadena de contagio, es una tarea que es función del estado en una situación de emergencia. Se trata de una realidad que exige pensar en términos relacionales antes que en unidades aisladas como encarnación de intereses particulares. Este modo de encarar los desafíos tiene algunas ventajas. En primer lugar tiende a bloquear la posibilidad de estigmatizar a un determinado grupo social. La estigmatización es casi inevitable cuando se recurre a las metáforas de la guerra donde ‘el enemigo’ tarde o temprano termina identificado con algún grupo social, mientras más marginado mayor posibilidad de identificarlo con ‘el enemigo’. Además el modo relacional de entender las cosas tiene un gran potencial si se lo refiere a cuestiones como la desnutrición, la pobreza o desempleo. Seguir el encadenamiento de acontecimientos para hacer frente a las condiciones generadoras de los males sociales, rastrearlas, puede dar lugar a modos de comprensión menos pendientes de esquemas analíticos abstractos y más atentos a los momentos críticos.

Un atisbo de entender las dificultades de la realidad en términos de encadenamiento es la figura de la ‘organización criminal’ a propósito de la corrupción. Aunque la formulación es más próxima a la coordinación de acciones de los asaltantes de un banco, por ejemplo, tiene el mérito inicial de entender la corrupción como parte de un encadenamiento de acciones ilegales para un provecho personal. Así como hay una cadena de contagio, también existen encadenamientos para cualquier tipo de acción. El caso más extremo y en mi opinión el más convincente es el referido al cambio climático. Las críticas inicialmente promovidas por grupos ambientalistas indicaban cómo acciones que individualmente son inocuas pueden ser parte de encadenamientos de consecuencias destructivas para el entorno en que vivimos los seres humanos.

La mutación de contagio

Precisamente, la pandemia del COVID-19 y el cambio climático han generado un nuevo tipo de actitud conservadora: la negación. Los grupos de la derecha más radical suelen tener ese componente negacionista como parte de sus estrategias movilizadoras. Se trata de dos maneras de entender la realidad que van más allá de la distinción entre izquierda y derecha. Uno es el pensamiento en torno a un enemigo, la encarnación de todos los males y al que es necesario destruir, pues de lo contrario se corre el riesgo de ser destruido. Hay que estar alertas ante EL enemigo. El comunismo ha ocupado durante mucho tiempo ese lugar de mal supremo que es necesario eliminar, desarrollando una guerra cultural permanente. Pero al tratarse de un enemigo extremo, desaparece la categoría de peligro. No puede haber nada que sea más inquietante que el comunismo o ‘los extranjeros’. Como hay peligros que no pueden ser corporizados en una entidad social o política, como el cambio climático o la actual epidemia COVID-19, simplemente son negados. Este núcleo duro de la negación, aquellos que explícitamente niegan el cambio climático o el COVID-19, en nombre de un enemigo verdadero abre una especie de grieta para otras negaciones, menos beligerantes y que a efectos prácticos desembocan en el mismo sabotaje a cualquier medida de protección.

Estamos ante una forma social que conviene entender e investigar con algún detalle. Podemos llamarla ‘mutación del contagio’. No se trata en sentido estricto de una práctica que se difunde por imitación, como es en el típico caso de la moda como dispositivo cultural. Tampoco es el caso de una acción que ocurre por una confluencia de creencias como típicamente es el caso de las procesiones. Se trata de una imitación en los efectos, pero no en las motivaciones: no todos los que están en las calles sin respetar las medidas de protección en ciudades norteamericanas son necesariamente fervientes seguidores de Trump, si bien ellos fueron los primeros en desafiar la cuarentena.

Nugent

La poca firmeza del gobierno de Vizcarra ante los reclamos del gremio de las principales empresas fue decisiva en la credibilidad. Foto: Presidencia Perú en Flickr</em>

En el Perú tenemos un proceso similar en la forma pero de un contenido por completo opuesto: en un principio la primera alarma contra la cuarentena, y esto tiende a ser pasado por alto, fue la CONFIEP y su mantra ‘la economía no puede parar’. La poca firmeza del gobierno ante los reclamos del gremio de las principales empresas en mi opinión fue decisiva en la credibilidad: exceptuar a los campamentos mineros de la cuarentena y el decreto de la’ suspensión perfecta’ por el cual las empresas dejaban de pagar salarios. Ese fue el primer momento. Luego, desde el otro lado del espectro, los primeros sectores en no seguir las restricciones de la cuarentena en el estado de emergencia estuvieron en barrios populares de algunas zonas de Lima. También en la región Lambayeque donde la primera medida del gobierno regional para protegerse de la epidemia fue establecer dos días de oración y ayuno. Desde el inicio el principal punto de concentración fueron los mercados donde las personas iban a comprar alimentos por necesidades muy reales. Paradójicamente, la distribución de bonos aumentó las aglomeraciones en los bancos y luego en los mercados, donde a continuación se hicieron más compras. Queda para otro momento preguntarse cómo fue posible que el gobierno no previera desde el principio una distribución gratuita de alimentos por lo menos durante dos meses.

Esta situación inicial creó una mutación contagiosa en otros sectores, en los que probablemente no habían los apremios ni los fantasmas del hambre, pero se registraba el efecto básico: la cuarentena no es respetada. De ahí en adelante lo que fue una grieta inicial en el dique de contención de la epidemia se transformó en roturas significativas de ese dique y el consecuente aumento de contagios y muertes por el COVID-19 hasta niveles realmente alarmantes. La imagen que permanece es un genérico ‘la gente no cumple las indicaciones’ que tiende a diluir las responsabilidades y el entramado de intereses en apelaciones a difusas idiosincrasias colectivas.

Inminencia y flexibilidad

La vertiginosa difusión de la pandemia se tradujo en una abrupta detención de la economía, especialmente en todos los sectores de servicios y los dedicados al consumo. Algunas actividades como el turismo y restaurantes cesaron sus actividades prácticamente de inmediato, y junto con ellas el comercio en todas sus variantes, desde las cadenas de grandes almacenes hasta las librerías independientes. Incluso verdaderos emblemas de la modernidad como las compañías de aviación entraron en una profunda crisis y las declaraciones de bancarrota parecen sucederse unas a otras. Paralelamente las empresas dedicadas al comercio en línea como Amazon se vieron notoriamente beneficiadas. Para el asunto que nos interesa, lo destacable es que en distintos lugares apareció la consigna ‘la economía no puede parar’. Esto dio lugar a una contradicción política en distintos lugares en torno a si priorizar la protección de la vida de las personas ante la epidemia o por el contrario ‘la función debe continuar’ en lo referido a las actividades económicas. Este es ciertamente uno de los aspectos que distinguen al COVID-19 respecto de otras epidemias. No solamente porque varias de ellas tuvieron lugar en zonas marcadas por una pobreza extrema, incluso la difusión del VIH en los ochentas y noventas no llegó a detener la economía. Este es el aspecto más crítico y que ha suscitado discusiones sobre si esta crisis de la epidemia es o no una amenaza para el sistema económico y si presagia el fin del capitalismo. Los gobiernos que han decidido minimizar la presencia de la epidemia en nombre de mantener el dinamismo económico tienen que hacer frente a la contundente realidad del crecimiento exponencial de infectados y fallecidos y el inevitable desaliento que implica para la población. Todavía estamos acostumbrados a creer que es un solo y mismo problema la viabilidad de los humanos como especie y la viabilidad de las actuales reglas económicas. Ya las discusiones sobre el cambio climático cuestionaron esta creencia y la actual pandemia vuelve a plantear la misma cuestión pero de un modo acelerado. Sea en la evaluación del antropoceno como época geológica o en el análisis día a día del COVID-19 queda claro que para la preservación de la especie se requieren otras formas de organización de las acciones.

Nugent

La tecnología digital, a comparación de otros modos previos nos ha acostumbrado a la información instantánea y en consecuencia a la creación de una temporalidad común. Foto: Festival de música en línea visto desde un estudio en Bangkok, el 7 de junio de 2020. Reuters / Athit Perawongmetha. Tomada de weforum.org</em>

Como estamos tan familiarizados con el actual ritmo de los conocimientos tendemos a pasar por alto el que paradójicamente es el rasgo más distintivo de esta epidemia: es la primera que tiene lugar plenamente en la era de la información. La tecnología digital, a comparación de otros modos previos nos ha acostumbrado a la información instantánea y en consecuencia a la creación de una temporalidad común. Hasta ahora esos instantes los habíamos reconocido en situaciones festivas: olimpiadas, campeonatos de fútbol, en menor medida, la entrega del Oscar o los concursos ‘Miss universo’. La crisis financiera del 2008 fue un primer atisbo de una cierta angustia difundida a esta velocidad y en esta escala.

Cuando se repite hasta el hartazgo la amplia familia de expresiones donde la frase cero es ‘no habíamos imaginado esto’, se alude a dos aspectos de un mismo proceso: por una parte, la preocupación por el contagio que es común a la mayor parte de la humanidad en el mismo momento, lo que de por sí potencia la sensación de peligro. A la vez nos encontramos ante lo infinitesimal en su mayor intensidad: el seguimiento día a día de estadísticas nacionales a escala global. Me parece que se trata de algo sin antecedentes. Estamos descubriendo que vivir una epidemia a la velocidad de la era de la información produce una sensación de angustia extrema. Esta es una de las razones, sin ser la única, que explica cómo anteriores epidemias en el siglo XX que tuvieron una mortalidad mucho mayor no quedaron registrados en la memoria colectiva como hechos de horror. En efecto, la rapidez de la información agrega a las acciones una sensación de inminencia, de estar a muy escasa distancia de realidades peores.

Si la Ilustración produjo una renovación radical de los conocimientos al reforzar la inmanencia frente a la trascendencia, ahora nos encontramos con el horizonte de la inminencia. Ante las comodidades de la inercia de los sistemas, del automatismo de los mercados, de lo-que-siempre-va-a-ser-así, nos encontramos con una realidad que exige aprendizajes inminentes. En la modernidad esa inercia de los sistemas encubría una angustia, críticamente mostradas en el arte y en la política. La inminencia no hace invitaciones, es la obligación de la flexibilidad de todos nuestros saberes y sentires. No es otra cosa a la que se alude con ‘nuevas normalidades’: a ser flexibles hasta con las certezas más inadvertidas.

Footnotes

  1. Mark Honingsbaum: The Pandemic Century. One Hundred Years of Panic, Hysteria and Hubris. New York, W.W.Norton, 2019. Sobre la gripe española ver de Laura Spinney: Pale Rider. The Spanish Flu of 1918 and How it Changed the World. London, Vintage 2017

  2. La periodista científica Laurie Garrett publicó dos macizos volúmenes muy pertinentes a fines del siglo pasado: The Coming Plague. Newly emerging Diseases in a World out of Balance (New York, Farrar, Strauss and Giroux, 1994) y Betrayal of Trust. The Collapse of Global Public Health (New York, Hyperion, 2000). No deja de ser revelador que, hasta donde sé, no han sido traducidos al castellano probablemente porque no se lo consideró un tema relevante, a pesar que el segundo está dedicado a los sistemas de salud, de cuya insuficiencia en el continente no deja dudas. Actualmente es muy activa en redes sociales y se la puede seguir acerca de las informaciones sobre el COVID-19. En el terreno del ensayo, Elias Canetti, en su emblemático Masa y Poder dedica unas pocas pero agudas páginas a tratar la epidemia como un problema y modalidad de organización colectiva. Barcelona, Muchnik 1982, pp.267-270 para las referencias a continuación de esta obra.

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