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1980-2020

Del enigma a la gran narrativa

La guerra senderista 40 años después

Del enigma a la gran narrativa
Símbolo de la hoz y martillo pintada sobre la tribuna del estadio de la Universidad Nacional Mayor de de San Marcos. Alarse/ Archivo Quehacer

Aunque iniciaron su levantamiento en mayo de 1980, fue recién en marzo de 1982, a raíz del asalto senderista a la cárcel de Ayacucho, que a muchos comenzó a quedarnos claro que estábamos ante un evento mayor. Y algún tiempo más tomaría para que, superando el “enigma” inicial y una serie de interpretaciones erróneas, fuese surgiendo una “gran narrativa” del conflicto. Un “esquema totalizador”, vale decir, que -en el sentido que autores como Francois Lyotard o John Stephens le han dado- explica y ordena los conocimientos y experiencias sobre un determinado asunto.1 Aquí, un sucinto recuento –muy personal por cierto-- de aquella búsqueda político-intelectual que recién hacia mediados de los años 90 habría de completarse.

Fue precisamente a raíz de aquel ataque al penal de Huamanga que Carlos Iván Degregori –pionero indiscutible de esa “gran narrativa”—realizó uno de sus primeros comentarios por escrito sobre el tema. ¿Qué tan significativo podía ser –interpelaba Degregori a quienes veían en aquella acción un bienvenido “golpe al estado burgués”-- el asalto de una “lejana guarnición fronteriza del poder estatal”? Más aún, ¿qué sentido revolucionario podía tener el arrasamiento de la granja experimental Allpachaka de la Universidad San Cristóbal de Huamanga (ocurrido 5 meses después), abocada a impulsar “el desarrollo agropecuario en una región paupérrima”? ¿No era acaso condición básica de una legítima “guerra popular” que las acciones armadas fuesen “un acto orgánico de un movimiento de masas” y no la imposición de una vanguardia armada?2

Degregori, quien a través de los años 70 se había desempeñado como profesor de la UNSCH, hablaba como contendor político del senderismo, en su condición de militante del MIR. Como tal, había sido testigo de la declinación del poder local del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso: de haber tenido el control de todos los estamentos en la UNSCH y de ser la fuerza hegemónica del Frente de Defensa de Ayacucho a su atrincheramiento ante el “fascismo” velasquista, su abstención en los grandes paros nacionales de 1977 y 1978 y su derrota política frente a los partidos de la “izquierda legal” de la que Degregori formaba parte. ¿Cómo explicar entonces que esa fuerza en patente retroceso apareciese, en 1980, liderando un levantamiento armado?.

Degregori recurriría a una metáfora cosmológica para explicar tal contradicción. Entre 1976 y 1979, según él, lo que el PCP-SL había perdido en convocatoria de masas lo había ganado en “endurecimiento ideológico” y “cohesión orgánica”, forjando así la masa crítica capaz de producir el estallido. A la manera de “una especie de estrella enana”: un cuerpo celeste en que “la materia se apelmaza casi sin espacios interatómicos alcanzando un peso desproporcionado para su tamaño”.3 De esa manera buscaba Degregori capturar la clave de la velada e inusitada fuerza del senderismo. Un movimiento que, de cada “derrota de masas” había salido más depurado, mejor preparado que cualquiera de sus rivales de la izquierda para desarrollar una acción de alcance nacional. No acompañando a los movimientos sociales sino insertándose en los “bolsones no integrados” del país, donde más que recabar energía social para impulsar una fuerza capaz de actuar dentro del sistema, podía reclutar operadores de su “máquina de guerra”.4

De esa inusitada fuerza se había percatado ya el periodista Gustavo Gorriti en sus múltiples incursiones en la “zona roja” del conflicto. Hijo de comunistas, muy familiarizado con los avatares ideológicos revolucionarios, crecido en una zona agropecuaria del sur del país, testigo directo del conflicto del Medio Oriente, estaba preparado para calibrar la fuerza expansiva que acunaba en un conflicto que desde Lima se veía aún como una ocurrencia lejana. Que el Estado para confrontarlo, por lo demás, carecía de las condiciones mínimas. Como lo demostraba no sólo el retroceso policial a través de la llamada “zona de emergencia” sino los sangrientos palos de ciego dados por el personal de la Marina de Guerra que, desde fines de 1982, había sido enviado a reprimir a un enemigo sin rostro preciso. A fines de los años 80 tendría Gorriti la oportunidad de sintetizar su experiencia. En un libro –suscitado por la constatación de que “la multitud de tragedias” que cubría semana a semana, “tendía a hacerse repetitiva” al punto de “embotar la atención y la sensibilidad de sus lectores”5 —que demostrara que en esa “guerra engañosamente pequeña y primitiva, se jugaba el destino del país”. Un libro, en suma, que –a contramano con los intentos de describir las acciones senderistas como actos meramente delincuenciales—dejara plenamente sentado que lo iniciado en Chuschi era, indudablemente, “la mayor insurrección en la historia del Perú”.6 Un levantamiento en cuya capacidad para derivar de su rígido marco ideológico un efectivo pensamiento militar residía su mayor fortaleza y su temible capacidad de expansión.

Historiadores como Nelson Manrique y Alberto Flores Galindo asumirían la tarea de ubicar en una más amplia perspectiva temporal un conflicto que, hacia fines de 1984, exhibía los más atávicos rasgos de la sociedad peruana. A la par que aumentaban las muertes –escribía este último— la denominación “senderista” había sido sustituida por “terrorista” que, con el tiempo, devino sinónimo de “ayacuchano”, que a su vez equivalía “a cualquiera que fuese indio o mestizo, anduviera mal vestido o usara deficientemente el castellano”. Por ese rumbo, para ese entonces, la guerra se había convertido en “una arremetida del lado occidental del Perú contra su vertiente andina”7 En esa perspectiva, se preguntaba el historiador, ¿si acaso no eran los subversivos de los 80 el equivalente a esos “forasteros” que dos siglos atrás se habían sumado a la rebelión tupacamarista? Y, por consiguiente, ¿en qué medida participaban éstos como aquellos de ese “horizonte utópico” forjado entre los “vencidos” de 1532 a contramano con la colonización y su sucedáneo republicano? ¿de una visión, vale decir, que alentaba la esperanza en una “inversión del mundo” o pachacuti reivindicador de la identidad andina?.

El discurso senderista, en ese sentido -observaba Flores Galindo- estaba ya “estructurado antes de que Sendero cometiera su primera muerte”.8 En suma, “Utopía andina” y maoísmo, una combinación de efectos devastadores. Una dinámica habitada por la “cólera postergada” y “muchas veces callada” de los mestizos. Un contingente que vía la educación y el adoctrinamiento terminaban insertándose en una historia “remontable a los tiempos iniciales de la conquista” a través de la cual habían ido “sedimentando frustraciones”. El PCP-SL, en ese sentido, parecía realizar aquella esperanza que latía en los relatos de José María Arguedas: “transformar la rabia individual en un odio colectivo, en un gran incendio”9. ¿Era posible escapar de aquel dictum histórico que condenaba a movimientos agitados por grandes pasiones como el senderismo al fanatismo y a la autoinmolación? Acaso sí, respondía Flores Galindo, si a la “mística milenarista” se le sumaba la capacidad táctica, organizativa y programática del “socialismo moderno”.10 El audaz planteamiento de Flores Galindo daría lugar a más de una controversia.11 Más allá de las críticas, no obstante, un asunto fundamental dejaba planteado el autor de Buscando un Inca: la necesidad de historizar el fenómeno senderista, para comprender no solo su ocasional trayectoria sino la naturaleza de esos “enigmáticos” espasmos telúricos que, periódicamente, han agitado al Perú.

Más directo y testimonial sería el intento del antropólogo ayacuchano Manuel Jesús Granados de dar cuenta de la ideología senderista; más como la concreción en una cierta “conducta política” que como un asunto “teórico”. Como estudiante de la UNSCH, Granados había visto de primera mano la evolución del PCP-SL y ya había escrito sobre el tema en 1987 [^12], cuando su texto sobre el tema apareció en la revista Socialismo y Participación. La inusual nota de los editores antecediendo a su artículo es testimonio de los tiempos que se vivían 12: advertían que la “estructura mental de Sendero nos repugna tanto o más que sus acciones”. A la urgencia de que dejara de ser este “el fantasma que opera en la oscuridad” respondía su decisión de publicar un “texto explícito” como ese. El propio autor, asimismo, se sintió obligado a subrayar que no era su intención hacer “apología” de la visión senderista que sumía en “tiempos de sangre y fuego” al país. Contrastaba Granados su punto de vista con el de aquellos que –como un supuesto “senderólogo famoso”— no eran capaces de entender: por qué, SL mataba “comuneros de un distrito ayacuchano, conocidos suyos, buenas personas, decía”. Así, en tono desafiante, procedía a detallar el guión de una rebelión cuyo núcleo duro no podía ser otro que la ideología como instrumento formativo de sus operadores: no el robótico militante o el “ser engañado” e irracional que se pretendía sino el individuo cuya entrega reflejaba su convicción de ser “el germen de un nuevo mundo”.

De ahí que fuera un partido de jóvenes -libres todavía de los sentimientos de piedad que inficionaban la psiquis del adulto- cuya formación ideológica les había preparado para surcar los “ríos de sangre” que sobrevendrían. Una ideología encarnada en una jefatura y en un “pensamiento guía” que le acompañaría a la hora del “aniquilamiento” tanto como en el momento de la tortura y en la soledad del confinamiento. En su supuesta fortaleza ideológica, en conclusión, radicaba “el punto de divergencia y diferenciación con casi todos los movimientos armados surgidos hasta el momento en América Latina”. Y ahí residía también su debilidad. Como bien lo comprenderían Benedicto Jiménez y el GEIN, el destacamento policial que –en base al análisis de la ideología senderista- conseguiría cercar a su dirección hasta conseguir la captura del llamado “Presidente Gonzalo”.13 Su captura antecedería a un desmantelamiento de la subversión tan vertiginoso como su ascenso.

A miles de kilómetros del rincón ayacuchano donde todo había empezado, en la Universidad de Wisconsin, Estados Unidos, se escribiría a mediados de 1995, la página final de la “gran narrativa” de la guerra senderista. Respondiendo a la convocatoria de un distinguido andinólogo, el historiador Steve J. Stern, unos 25 investigadores –peruanos en su gran mayoría— discutieron sus hallazgos sobre el tema. Se trataba de una colectividad unida, en palabras de Stern, por el interés de “alcanzar una comprensión profunda y multifacética” del “gran desastre” que había vivido el Perú.14 Una visión de conjunto que, contextualizando apropiadamente la compleja trayectoria del conflicto, permitiera explicar cómo así una “secta maoísta históricamente arcaica”, actuando en dirección contrapuesta a la seguida por la mayoría de las izquierdas peruana y latinoamericana, había sido capaz de organizar “una base de respaldo social” con el fin librar una guerra contra el Estado peruano.15 La clave para ello era comprender que SL había surgido tanto “dentro” como “en contra” de la historia del Perú. Culminación lógica -entre otras varias “culminaciones lógicas posibles”- de procesos de oposición a la consolidación del proyecto republicano criollo.16 Un producto del complejo proceso peruano en suma y no el agente exógeno que la “historia oficial” pretendía presentar.

Hacia mediados de los 90, un progresivo cambio en la situación política y social haría posible volver a realizar trabajo de campo. Las actividades realizadas, entre julio del 2001 y agosto del 2003 --en el marco de las actividades de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación nombrada por el gobierno de Alejandro Toledo-- transformarían más aún las condiciones para la investigación del ciclo violento. En ese contexto, la verificación y debate de la “gran narrativa” del conflicto cobraría impulso. Sin que se produjera una alteración radical, sin embargo, de sus lineamientos básicos. Proveyendo, más aún, el andamio conceptual básico del “Informe Final” de la CVR. Persistentemente discutida, asimismo, por quienes, desde los extremos del espectro político, le achacaban parcialidad con los subversivos o, por el contrario, de suministrar una despreciable justificación de los vencedores.

Footnotes

  1. “Metanarrative” in New World Encyclopedia

  2. Carlos Iván Degregori, “¿Golpeando al Estado burgués?”. En Alternativa, no. 2: 8-10, agosto, 1982

  3. Carlos Iván Degregori, “Sendero Luminoso: Parte I: Los hondos y mortales desencuentros; Parte II: Lucha armada y utopía autoritaria”, Lima: Instituto de Estudios Peruanos. Documentos de Trabajo No. 4 y 6, 1985, p. 36.

  4. Ibid., p. 38

  5. Gorriti, Sendero. Historia de la guerra milenaria en el Perú, Lima: Editorial Apoyo, 1990, p. 11.

  6. Ibid., p. 15.

  7. Alberto Flores Galindo, “La guerra silenciosa” en Alberto Flores Galindo y Nelson Manrique, Violencia y Campesinado, Lima: Instituto de Apoyo Agrario, 1985, pp. 16-39.

  8. Alberto Flores Galindo, Buscando un Inca, Lima: Editorial Horizonte, 1988, p. 378.

  9. Ibid., p. 383.

  10. Ibid., p. 419.

  11. José Luis Rénique, “La utopía andina hoy (Un comentario a Buscando un Inca)” en Debate Agrario 2, CEPES, Lima, abril-junio, 1988, pp. 131-146 y C.I. Degregori, “Del mito mariateguista a la utopía andina” (manuscrito), 1988. ?[^12]:Manuel Jesús Granados, “La Conducta Política: un caso particular,”  Tesis de Bachillerato en Antropología, Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, 1981 y El PCP Sendero Luminoso y su ideología, Lima: EAPSA, 1992.

  12. Manuel Jesús Granados, Granados, Manuel Jesús. “El PCP Sendero Luminoso: aproximaciones a su ideología” en Socialismo y Participación, 37, Marzo 1987, pp. 15-37.

  13. Benedicto Jiménez Bacca, [“Manual de Inteligencia Policial”])https://www.scribd.com/doc/96152588/Manual-de-Inteligencia-Policial)

  14. Steve J. Stern, editor, Los senderos insólitos del Perú, Lima: Instituto de Estudios Peruanos, Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, 1999, p. 13.

  15. Ibid., p. 20.

  16. Ibid., p. 29.

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